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Rodrigo Muñoz Avia - La casa de los pintores

Aquí puedes leer online Rodrigo Muñoz Avia - La casa de los pintores texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2019, Editor: Penguin Random House Grupo Editorial España, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Rodrigo Muñoz Avia La casa de los pintores
  • Libro:
    La casa de los pintores
  • Autor:
  • Editor:
    Penguin Random House Grupo Editorial España
  • Genre:
  • Año:
    2019
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La casa de los pintores: resumen, descripción y anotación

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El relato personal, lleno de emoción y amor, de dos artistas contemporáneos de primer nivel, los pintores Lucio Muñoz y Amalia Avia, vistos a través de la mirada de su hijo.

«Una lectura fundamental para profundizar en la vida y el proceso creativo de la pareja Muñoz-Avia.»
Luisa Espino, El Cultural

«En este libro hablo de quiénes fueron mis padres y cómo fue mi vida con ellos. Uno debe escribir de aquello que más sabe, debe compartir, de la manera más honesta que sea capaz, la mejor historia que lleve dentro. En este momento esta era mi mejor historia, la de mis padres, la de mi origen.

»Siempre he creído que en buena parte estoy hecho de pintura. Mis padres eran artistas plásticos y se conocieron y se enamoraron gracias a la pintura. En nuestra casa y en nuestra vida familiar la pintura estaba por todas partes. No había un espacio para ser pintores y un espacio para ser padres o para ser hijos. Todo estaba unido. Éramos hijos de la pintura.

»Yo pasaba tardes enteras viéndolos trabajar en sus estudios, fascinado por el aspecto plástico y artesanal de su oficio. Me encantaba tener a unos padres tan diferentes a los de mis compañeros de colegio y dejaba que el aura que envolvía su trabajo creativo, con el reconocimiento que empecé a descubrir que tenía, me envolviera también a mí, como si el ser hijo de ellos fuera un mérito mío. Quería y admiraba mucho a mis padres, con sus personalidades tan diferentes y tan singulares, y deseaba quedarme todo el tiempo en su mundo fabuloso de artistas, de conversaciones y reivindicaciones políticas, de cenas, de viajes, de exposiciones aquí y allí.

»El día en que murieron, mi padre en 1998 y mi madre en 2011, descubrí que yo no estaba hecho solo de pintura. La muerte no se llevó a los artistas, pero sí a las personas. El artista sobrevive, perdura para todos, pero el hijo que yo era había perdido a sus padres. Este libro trata de recuperar a esas personas y compartirlas con los demás.»
Rodrigo Muñoz Avia

La crítica ha dicho sobre el autor y sus obras:
«Una lectura fundamental para profundizar en la vida y el proceso creativo de la pareja Muñoz-Avia.»
Luisa Espino, El Cultural

«Cactus, además de un viaje iniciático a una tierra prometida, [...] es el descubrimiento, con enorme carga poética, del paisaje norteamericano para disfrute de las nuevas generaciones.»
Juan Ángel Juristo, ABC

«Una lectura enormemente divertida y propensa a la carcajada.»
Fernando Díaz de Quijano, El Cultural (sobre Cactus)

«Todo esto lo cuenta Muñoz Avia con chispa e ingenio [...]. Novela, para nuestra suerte, salpicada con escenas de antología.»
Antonio Fontana, ABC de las Artes y las Letras (sobre Psiquiatras, psicólogos y otros enfermos)

«En la graciay el ingenio derramado en algunas situaciones radica lo mejor del texto.»
Ángel Basanta, El Cultural (sobre Psiquiatras, psicólogos y otros enfermos)

«Este es uno de esos relatos que, envueltos en un papel de colores, guardan en su interior los elementos necesarios para comprobar los matices que hacen de la vida una experiencia muy original [...]. Un libro para reír pensando, o pensar riendo, mas para hacerlo uno mismo, sin ayuda profesional.»
Antonio J. Ubero, Diario de Valencia (sobre Psiquiatras, psicólogos y otros enfermos)

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Proyecto realizado con la Ayuda Fundación BBVA a Investigadores y Creadores Culturales 2016.

Hay padres que son algo más que padres. Los míos eran cariñosos, cálidos, cercanos y protectores. Eran, en definitiva, padres, y como tales mis hermanos y yo los queríamos. Pero a esa realidad sencilla la acompañaba la certeza cada vez más intensa de que además de padres eran, desde mi percepción infantil, importantes, gozaban de reconocimiento como pintores y despertaban admiración incluso más allá del mundo del arte. Esta era una sensación sobrevenida que no surgía directamente de nuestro trato con ellos ni de nuestra intimidad familiar. La conciencia de que ellos eran importantes, de que eran grandes (una expresión que oigo mucho últimamente: «Qué grandes eran tus padres»), se presentó ante mí como una experiencia vicaria. Eran los demás los que veían a mis padres así, y yo me aboné a tal visión. Primero la creí, luego la asimilé, luego la alimenté. Y desde que era muy pequeño ya no fui nunca capaz de desligar a mi padre o a mi madre de esa aura que los hacía especiales y que, en cierto modo, creía yo, también me hacía especial a mí.

Por eso empecé muy pronto a ser el «hijo de», una marca tan arraigada que cambiarla sería cambiar mi personalidad por completo. Además, a medida que fui creciendo me fui haciendo más permeable al relato de éxito y de prestigio que acompañaba a mis padres y su figura se agigantó todavía más en mi conciencia. Y no solo eso. Un día murieron, y todos sabemos que la muerte otorga un sentido global a los relatos, los cierra, los acerca a la leyenda e introduce matices de épica por doquier. Cuando mueren los cuerpos existe el riesgo de crear mitos. O quizá no sea un riesgo, sino una necesidad, un destino natural de nuestras vidas, caracterizadas por la búsqueda de sentido. Estos mitos ayudan a soportar la ausencia en los entornos familiares. Conviven con nosotros, en otro nivel de realidad, sí, pero con un ascendiente y una fuerza increíbles. Y esto se acrecienta aún más cuando los que mueren dejan un legado artístico, sus cuadros, verdaderos intermediarios entre nuestro mundo y el suyo, apóstoles encargados de afianzar su relato día a día en las salas de exposiciones y en las paredes de nuestras casas.

Desde que murió nuestro padre en 1998 y después nuestra madre en 2011, mis hermanos y yo nos hemos esforzado por cuidar su legado. Hemos difundido sus nombres en la medida de nuestras posibilidades. Hemos organizado exposiciones y alentado publicaciones sobre su obra. Hemos promovido concursos, libros, calles con su nombre, homenajes, conciertos, documentales o páginas de internet en su memoria. Personalmente me he convertido en un experto en la pintura de Lucio Muñoz y Amalia Avia. Los textos que he ido escribiendo sobre ellos me han hecho profundizar en su obra, en su biografía y en pilas y pilas de documentación acumuladas durante décadas. He convivido mucho con los cuadros, primero seleccionándolos y luego colgándolos en exposiciones. Me he impregnado tanto de las vicisitudes de cada uno de ellos, de sus orígenes, carencias y virtudes, que interpreto sus éxitos como si fueran míos. Los elogios a la pintura de mi padre o de mi madre me satisfacen tanto como los que reciben mis libros. O más, porque el amor produce emoción, y la vanidad no. A veces, de hecho, he llegado a confundir fugazmente la identidad de mis padres con la mía y he explicado sus cuadros como si fuera yo mismo quien los hubiera pintado.

Por fin he decidido escribir un libro sobre mi vida con ellos, fijar el relato, el relato más humano que solo conocimos los que estuvimos más cerca de Amalia y Lucio, y el relato igualmente humano de cómo el peso de sus figuras pudo condicionar nuestras vidas, o la mía al menos. Escribir, sacar, hurgar en la memoria, y, quién sabe, quizás también soltar lastre, echarse a un lado y decir: «Ahí queda, ya está». Escribir sobre las cosas que a uno le han ocurrido es una manera de fijar, de afianzar, pero a la vez de desvincularse de lo escrito, de arrancarlo de uno mismo, de resolverlo. Como si el «hijo de» escribiera un libro para dejar de ser el «hijo de». Como poner el aura en negro sobre blanco, y verla al fin con distancia.

¿Es el caso?

1. ¿A quién quieres más, a tu padre o a tu madre?

¿Por dónde empezar? Por ejemplo, por las manos, las manos de mi padre. Para mí, para el niño que yo fui y crecí con él, sus manos fueron siempre la puerta de entrada a su mundo. Eran unas manos fuertes, con dedos y uñas anchas, especialmente la del pulgar. Desde mi percepción infantil eran enormes, aunque lo que más me atraía era la carnosidad, el almohadillado de las palmas y de las yemas. Uno de mis recuerdos más tempranos, quizá el primero, es el de mi padre jugando al cucutrás conmigo en el ascensor de la casa en que vivíamos, en la avenida de Filipinas, en Madrid.

Su comunicación con nosotros, entonces y también mucho después, solía comenzar por las manos, y a veces terminaba ahí. Te cruzabas con él por el pasillo y ya antes de llegar a tu lado iba chasqueando los dedos, alternando una mano y otra, en una cadencia que coincidía con el movimiento de las piernas al andar. Al encontrarse contigo inventaba un giro de muñeca y un movimiento furtivo de la mano que no estabas mirando, y sin darte cuenta notabas unos dedos aterrizando en algún recoveco de tu cuerpo, para pellizcarte o hacerte cosquillas.

—¿Qué pasa, golfo? —te decía, y la expresión no podía ser más adecuada, porque él mismo, en sus maneras sueltas, tenía algo de golfo, una cierta picardía que curiosamente convivía con la otra faceta de su personalidad, la de su voz y su mirada serenas y profundas.

Pero no siempre llegaba la voz, ni siquiera la mirada. Cuando te sentabas a su lado en el coche, con la anchura de su mano, pillándote siempre por sorpresa, te pinzaba justo encima de la rodilla, en ese lugar tonto que convertía tu cuerpo en un calambre y la realidad en una extensión de él mismo, del juego y de la sorpresa, pero también del calor y la seguridad con que lo llenaba todo. A mi madre también se lo hacía siempre, pero a ella no solía divertirle: le encantaba reírse, pero odiaba las cosquillas.

Había algo de prestidigitador en las manos de mi padre, en los chorros que surgían de sus puños al cerrarse en la piscina, en la riqueza tímbrica de las percusiones que sabía hacer con los dedos, o en la caja de resonancia en que se convertían sus palmas cuando aplaudía y que hacía de su aplauso, entendía yo, un reconocimiento de una índole superior a cualquier otro. Un día, en la galería Juana Mordó, a falta de sacacorchos, intentó abrir una botella de vino con unas tijeras. Algo salió mal y acabó en la casa de socorro con la mano envuelta en una toalla llena de sangre. ¿Qué había pasado?, me preguntaba yo en los días siguientes al verle el aparatoso vendaje blanco. ¿Qué había fallado? No eran los padres los que tenían ese tipo de accidentes ni los que llevaban el brazo en cabestrillo. Se suponía que sus actuaciones estaban presididas por la sensatez y la precisión. Como yo no estaba preparado para que mi padre me diera pena, lo único que pude sentir fue desconcierto.

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