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Brian Weiss - Lazos de amor

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Brian Weiss Lazos de amor
  • Libro:
    Lazos de amor
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1997
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Lazos de amor: resumen, descripción y anotación

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BRIAN WEISS n en Nueva York 1944 es un médico psiquiatra estadounidense - photo 1

BRIAN WEISS (n. en Nueva York, 1944) es un médico psiquiatra estadounidense. Graduado en las universidades de Columbia y Yale, trabajó como profesor en la Universidad de Miami. Fue jefe del área de psiquiatría del Hospital Monte Sinai de Miami Beach.

Célebre autor de varios trabajos relacionados con el amor y la creencia en la reencarnación, esta última abordada a través de experiencias psiquiátricas narradas por sus pacientes en estado hipnótico, asistiendo al nacimiento de la terapia regresiva a vidas pasadas.

Sus tesis han generado polémica en la comunidad científica y pasó mucho tiempo antes de que el autor se armara de valor para publicar sus experiencias, pues temía ser juzgado, pero a cambio ha obtenido mucho apoyo e información de otros profesionales que le han ayudado a ampliar sus investigaciones.

1

Sabed, por tanto, que del silencio más inmenso regresaré. […] No olvidéis que volveré junto a vosotros. […] Unos momentos más, un instante de reposo en el viento, y otra mujer me concebirá.

KAHLIL GIBRAN.

Hay alguien especial para cada uno de nosotros. A menudo, nos están destinados dos, tres y hasta cuatro seres. Pertenecen a distintas generaciones y viajan a través de los mares, del tiempo y de las inmensidades celestiales para encontrarse de nuevo con nosotros. Proceden del otro lado, del cielo. Su aspecto es diferente, pero nuestro corazón los reconoce, porque los ha amado en los desiertos de Egipto iluminados por la luna y en las antiguas llanuras de Mongolia. Con ellos hemos cabalgado en remotos ejércitos de guerreros y convivido en las cuevas cubiertas de arena de la Antigüedad. Estamos unidos a ellos por los vínculos de la eternidad y nunca nos abandonarán.

Es posible que nuestra mente diga: «Yo no te conozco». Pero el corazón sí le conoce.

Él o ella nos cogen de la mano por primera vez y el recuerdo de ese contacto trasciende el tiempo y sacude cada uno de los átomos de nuestro ser. Nos miran a los ojos y vemos a un alma gemela a través de los siglos. El corazón nos da un vuelco. Se nos pone la piel de gallina. En ese momento todo lo demás pierde importancia.

Puede que no nos reconozcan a pesar de que finalmente nos hayamos encontrado otra vez, aunque nosotros sí sepamos quiénes son. Sentimos el vínculo que nos une. También intuimos las posibilidades, el futuro. En cambio, él o ella no lo ve. Sus temores, su intelecto y sus problemas forman un velo que cubre los ojos de su corazón, y no nos permite que se lo retiremos. Sufrimos y nos lamentamos mientras el individuo en cuestión sigue su camino. Tal es la fragilidad del destino.

La pasión que surge del mutuo reconocimiento supera la intensidad de cualquier erupción volcánica, y se libera una tremenda energía. Podemos reconocer a nuestra alma gemela de un modo inmediato. Nos invade de repente un sentimiento de familiaridad, sentimos que ya conocemos profundamente a esta persona, a un nivel que rebasa los límites de la conciencia, con una profundidad que normalmente está reservada para los miembros más íntimos de la familia. O incluso más profundamente. De una forma intuitiva, sabemos qué decir y cuál será su reacción. Sentimos una seguridad y una confianza enormes, que no se adquieren en días, semanas o meses.

Pero el reconocimiento se da casi siempre de un modo lento y sutil. La conciencia se ilumina a medida que el velo se va descorriendo. No todo el mundo está preparado para percatarse al instante. Hay que esperar el momento adecuado, y la persona que se da cuenta primero tiene que ser paciente.

Gracias a una mirada, un sueño, un recuerdo o un sentimiento podemos llegar a reconocer a un alma gemela. Sus manos nos rozan o sus labios nos besan, y nuestra alma recobra vida súbitamente.

El contacto que nos despierta tal vez sea el de un hijo, hermano, pariente o amigo íntimo. O puede tratarse de nuestro ser amado que, a través de los siglos; llega a nosotros y nos besa de nuevo para recordarnos que permaneceremos siempre juntos, hasta la eternidad.

2

Siempre había tenido la sensación de que mi vida, tal como la viví era una historia sin principio ni final. Me sentía como un fragmento histórico, un pasaje aislado, al que no precede ni sigue ningún texto. Podía imaginarme perfectamente que tal vez había vivido en siglos anteriores y me había hecho preguntas que todavía no era capaz de responder; que tenía que volver a nacer porque no había cumplido la tarea que se me había asignado.

CARL JUNG.

Elizabeth era una chica atractiva, alta y delgada, rubia, de pelo largo y mirada triste. Cuando se sentó con aire inquieto en el sillón abatible de piel de color blanco de mi despacho, advertí que sus melancólicos ojos azules, salpicados de motas de color avellana, desmentían la impresión de severidad que causaba su estricto y holgado traje chaqueta azul marino. Elizabeth, tras haber leído Muchas vidas, muchos maestros e identificarse en muchos aspectos con Catherine, la heroína del libro, sintió la necesidad de visitarme en busca de aliento.

—No acabo de entender por qué has venido a verme —le comenté para romper el hielo.

Había echado un vistazo a su historial. A los pacientes nuevos les hago rellenar un impreso: nombre, edad, antecedentes familiares, principales enfermedades y síntomas. Las afecciones más importantes de Elizabeth eran la aflicción, la angustia y el insomnio.

A medida que iba hablando, añadí mentalmente a su lista las relaciones personales.

—Mi vida es un caos —declaró.

Su historia empezó a salir a borbotones, como si por fin se sintiera segura para hablar de estas cosas.

La liberación de una presión encerrada en su interior era palpable. A pesar de lo dramática que era su vida y de la profundidad de las emociones que se ocultaban detrás de lo que decía, Elizabeth trató enseguida de restarle importancia.

—Mi vida no es ni mucho menos tan dramática como la de Catherine —dijo—. Nadie escribiría un libro sobre mí.

Dramática o no, su historia seguía su curso.

Elizabeth era una mujer de negocios que dirigía una floreciente empresa de contabilidad en Miami. Tenía treinta y dos años, y se había criado en Minnesota, en un ambiente rural, rodeada de animales en una enorme granja, junto a sus padres y su hermano mayor. Su padre era un trabajador nato, de carácter estoico. Le resultaba muy difícil expresar sus sentimientos. Cuando mostraba alguna emoción, solía ser la furia y la rabia. Perdía el control y se desahogaba bruscamente con su familia; incluso había pegado alguna vez a su hijo. A Elizabeth le reprendía sólo verbalmente, pero ella se sentía muy herida.

Todavía llevaba en su corazón aquella herida de la infancia. Los reproches y críticas de su padre habían dañado la imagen que tenía de sí misma y un profundo dolor atenazaba su corazón. Estaba apocada y se sentía inferior, y le preocupaba que los demás, los hombres en particular, se dieran cuenta de sus defectos.

Afortunadamente, los arrebatos de su padre no eran frecuentes; además solía encerrarse en su caparazón con la frialdad y el estoicismo que caracterizaban su conducta y su personalidad.

La madre de Elizabeth una mujer independiente y progresista. Fomentaba la confianza de Elizabeth en sí misma y al mismo tiempo la cuidaba con afecto. La época y los hijos hicieron que permaneciera en la granja y aguantara, no sin reproches, la severidad y el retraimiento emocional de su marido.

—Mi madre era una santa —continuó explicando Elizabeth—. Siempre estaba allí, cuidándonos, sacrificándose por sus hijos.

Elizabeth, la pequeña, era la preferida de su madre. Tenía muy buenos recuerdos de su niñez. Los momentos más tiernos eran aquellos en los que se había sentido más cerca de su madre. Aquel amor tan especial las unía y no cesó con el paso de los años.

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