Chenoa - Defectos perfectos
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Defectos perfectos: resumen, descripción y anotación
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¿QUIERES TRIUNFAR?
Me preparé un café cargadito.
Lie un cigarro.
Había visto el anuncio unos días antes en La 1.
«¿QUIERES TRIUNFAR?
PARTICIPA EN NUESTRO CONCURSO»
Marqué el número que había apuntado en un post-it amarillo. ¡Supersticiones a mí! «Este número no existe». ¿Pero qué dices, teléfono insensato? Volví a marcar. De repente, el teléfono existía y un contestador me pedía que dejara mis datos. «Me llamo Laura, soy cantante, vivo en Palma de Mallorca, mi móvil es este». No hay mucho más que decir. Ah, sí…: «… y claro que quiero triunfar». Todo el mundo quiere triunfar. ¡Vaya tontería más grande! Eso no lo dije, pero lo pensé, quizá en voz alta.
Terminé el café, el cigarro, me pegué una ducha caliente y me fui a dormir. Era muy tarde. Siempre me pasaba lo mismo, llegaba del casino hacia la una, pero no me dormía hasta pasadas las dos por culpa del café, del cigarro, de la ducha y, sobre todo, de mi coco, que tenía la mala costumbre de centrifugar hasta las tantas.
Él siempre volvía a casa después que yo. También se iba antes. Era el jefe y tenía que preparar repertorio, decía. Por mucho que dicho repertorio fuera, durante semanas, el mismo. «Ya sabes, Laurita, siempre hay cositas que solucionar». Y yo asentía, porque eso era lo que había que hacer, decir que sí sin preguntar. Él sabía mucho; de la vida y de la música. Había sido discípulo de Paquito Rivera. De hecho, poco antes de que entráramos a trabajar en el Casino, conocí a Paquito y a Celia Cruz. ¡Qué fuerza de la naturaleza era aquella mujer! Todo iba muy bien en nuestro trabajo; en el casino me dejaron evolucionar, por fin. Primero amenizaba cenas, luego los bailes y, desde hacía un par de años, formaba parte del show principal.
Me levanté a las siete, como de costumbre. Ya de camino a la guardería recordé la llamada que había hecho la noche anterior. Sería bonito. Sería maravilloso, para empezar, por salir de aquí. Y luego ya el resto. No te hagas ilusiones, Laura. ¿Cuántas maquetas, cuántas pruebas has enviado ya, sin respuesta?
Y la vida siguió, sin más. Sin volver a pensar en el número del post-it amarillo, para no alegrarme y luego entristecerme todavía más.
Días más tarde, mientras hacíamos la tercera limpieza de mocos del día (sí, la vida de la educadora infantil es glamurosa a más no poder), sonó mi teléfono. Lo llevaba en el bolsillo del babi. Ahora que caigo, si no creía que me fueran a llamar, ¿por qué lo tenía siempre encima? ¡Ay, qué listo es el subconsciente! También influyó que en el día de Reyes me tocó la figurita buena del roscón. Aquello era una señal inequívoca de que iba a ser mi año. Figuritas, bragas rojas, dedos cruzados, estampitas de santos varios en los bolsillos de mi bolso. Señales, amuletos, deseos.
—¿Laura Corradini?
—Sí, soy yo.
—Te llamamos del concurso de La 1. Perdona, oigo gritos, ¿tú no eras cantante?
—Sí, pero de día trabajo en una guardería.
—Ah.
Me contaron que no hacían casting en Mallorca, que tendría que desplazarme a Valencia. Pues, si hay que ir, se va. Una cosa es no emocionarse antes de tiempo y otra echar el resto. A eso sí me iba a lanzar. De cabeza y sin paracaídas, además.
Necesitaba pedir el día libre en mis dos trabajos. No lo había hecho en mi vida, así se me salieran los ojos de las órbitas por la fiebre. Pero esto era diferente, lo tenía clarísimo, no lo dudé ni un solo momento: les dije a mis jefes que me tenía que hacer unas pruebas médicas. No quería contar la verdad; me horrorizaba pensar en dar explicaciones si en el casting me mandaban a casa sin más. «Voy a hacerme una citología, que como tengo unos quistes en los ovarios y unas molestias y unas cosas por ahí…». Lo ginecológico siempre ha sido un recurso muy útil para evitar preguntas indiscretas. Mucho mejor así.
Falta de apoyo.
A Él no le hizo ninguna gracia. «Es una tontería. ¿Por qué vas a eso? Te vas a llevar un chasco». Lo suyo no era animarme, precisamente. Ni escucharme. Ni verme.
Diez años antes me había presentado al casting para ser la vocalista de Olé Olé. Me hice un book y una maqueta y allá que la mandé. Tenía dieciséis años y aparentaba unos diez, con mi pelo largo, lacio y mi cara de niña india. Vamos, igualita que Marta Sánchez, que sí ganó. Mis padres tenían clarísimo que no me iban a elegir, pero aun así me ayudaron en todo lo humanamente posible. Porque de eso se trata en la vida, ¿no?, de apoyar a la gente que quieres para que consiga sus sueños, aunque a ti no te convenzan, aunque te parezcan una tontería.
No era eso lo que me pasaba con mi pareja precisamente. Yo tampoco le hacía demasiado caso desde hacía un tiempo, para qué vamos a engañarnos. Era quince años mayor que yo. Llevábamos seis años juntos. O mejor, cinco. A lo que éramos desde hacía un año no se le podía llamar pareja. Rutina, costumbre o aburrimiento definen mucho más nuestra relación. Lo recuerdo y no puedo evitar pensar en esa Escarlata O’Hara tan maravillosa: ¡A Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar por un hastío semejante!
Llegó el día D y él decidió que me acompañaba a Valencia. Yo tenía clarísimo que no venía para apoyarme, sino para controlarme en todo momento. Me sentía como los presidiarios que andan con la pesa atada al tobillo, pero a diferencia de ellos yo la llevaba porque quería. Ojalá hubiera sabido entonces todo lo que sé ahora. El amor no es sacrificio, ni posesión ni necesidad. Has de estar con alguien porque, aunque podrías vivir sin él, no te da la gana hacerlo. Lo más importante que me han enseñado los años y la vida es la diferencia entre poder, querer y necesitar. Deberían incluirlo en el temario de selectividad, si es que eso aún existe.
El avión aterrizó tarde en Valencia y llegué por los pelos al casting. De hecho, en todos los vídeos aparezco la última de la fila, que era larguísima. Me han preguntado mucho sobre aquella primera prueba, pero no recuerdo los detalles, solo que hacía mucho sol, que la cola era interminable y que yo estaba pensando en lo mío, concentrada totalmente. Los demás no me importaban. Aquella era mi oportunidad para saltar de esa rueda de hámster en la que se había convertido mi vida: casino, guardería, novio. ¿Cómo había llegado a eso?
Mi número era el ochenta y nueve, eso no lo olvidaré nunca. Si sumas 8 + 9, el resultado es 17. Y 1 + 7 = 8. Estábamos en agosto, que es el mes ocho. Si sumas la fecha de mi nacimiento, el resultado es ocho. Sí, soy muy de la numerología. Viva el número ocho.
Él entró conmigo en la sala donde hacíamos los castings. Yo llevaba mis tacones en el bolso y me los puse justo antes de subir al escenario a cantar.
—Tú has hecho muchos castings —me dijo alguien.
—No lo sabes tú bien, querida…
También recuerdo perfectamente la ropa que llevaba: unos Levi’s que me había comprado en Portugal porque allí eran más baratos y que yo había tuneado para que fueran de pata ancha. Aún los tengo. Top rojo, mi pelo corto, sandalias rojas.
—Hola, soy el número 89 y vengo de Palma de Mallorca.
Canté «Killing me softly» por la mañana y «Last dance» por la tarde. Todos se sorprendieron cuando saqué mi CD con la música de las canciones. Muy profesional toda yo, nada de cantar a pelo, que una ya era perra vieja.
Él, ya que estaba allí, me había hecho sus conjuros cubanos: me pintó cruces en la espalda con cáscara de huevo, me puso mucho perfume porque decía que era parte de la bendición. Yo creo que era para minimizar el pestazo que debía echar aquel mejunge. No recuerdo el olor ni a los demás aspirantes. Nos pusieron una canción de Kool & the Gang para que bailáramos. Bailé. Siempre me ha gustado bailar.
Aquellas clases de baile
En Mar del Plata, como mis padres trabajaban todo el día, yo pasaba mucho tiempo con mi abuela, que era una fan incondicional de las telenovelas. Mi madre, que aunque era extremadamente jovencita tenía las cosas muy claras respecto a nuestra educación, no quería que me pasara el día empotrada delante de la pantalla viendo «Los ricos también lloran», de manera que me apuntó a
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