Slavomir Rawicz - La larga caminata
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- Libro:La larga caminata
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1956
- Índice:4 / 5
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La larga caminata: resumen, descripción y anotación
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Slavomir Rawicz (1915-2004) fue un oficial de la Caballería polaca que los rusos capturaron en 1939 y enviaron a un campo de trabajos forzados. Su escapada del gulag junto a seis compañeros más se convirtió en una de las proezas humanas más extraordinarias que se han contado jamás. Su deseo de libertad les hizo cruzar el desierto de Gobi y otras zonas inhumanas de Asia. Una vez obtenida la libertad se alistó en el Ejército británico para luchar contra los nazis. Después de la guerra no pudo volver a su Polonia natal, ocupada por los soviéticos, y se quedo en Inglaterra, donde formó una familia y vivió para contar su extraordinaria experiencia que ha inspirado a muchos desde su primera publicación.
Slavomir Rawicz
La verdadera historia de una marcha hacia la libertad
ePub r1.1
Titivillus 04.02.15
Título original: The Long Walk
Slavomir Rawicz, 1956
Traducción: Pepe Cienfuegos
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
Corrección de erratas en: 04.02.15
ePub base r1.2
SLAVOMIR RAWICZ fue un oficial de la Caballería polaca que el 19 de noviembre de 1939 fue capturado por los rusos. Después de ser torturado brutalmente fue objeto de un juicio falaz y sentenciado a 25 años de trabajos forzados en un gulag de Siberia. Viendo que el único final que le aguardaba en el campo de trabajos era la muerte, organizó su escapada junto a seis compañeros más. Su huida la dirigieron hacia el Sur, donde atravesaron la vía del transiberiano para luego pasar por Mongolia, el Tíbet y finalmente llegar, en marzo de 1942, a la India.
Para alcanzar la ansiada libertad tuvieron que cruzar a pie las grandes extensiones nevadas de Siberia, el desierto de Gobi y los pasos montañosos del Tíbet. Esta es la verdadera historia de una marcha extraordinaria hacia la libertad.
[1]N. del t.: Pinsk es, desde 1991, una ciudad bielorrusa. Sin embargo, estuvo bajo control polaco de 1920 a 1939, hasta la invasión soviética.
[2]N. del t.: Nueva Zembla (en ruso: Nóvaya Zemlyá, «Tierra Nueva») es un archipiélago localizado en el ártico de Rusia, que consta de dos grandes islas separadas por el estrecho de Matochkin y una serie de islas menores.
[3]N. del t.: Stuka es la abreviación alemana de «sturzkampfflugzeuge», que significa «bombardeo en picado». Así es como se denominaban los aviones alemanes JU-87 .
[4]N. del t.: Un koljós era una granja colectiva en la Unión Soviética. Fueron establecidos por Iósif Stalin después de la supresión de las explotaciones agrarias privadas en 1928 y su puesta en colectividad. La palabra «koljós» es una contracción de kollektívnoye jozyaistvo, «economía colectiva».
[5]N. del t.: El 30 de noviembre de 1939 los soviéticos invadieron Finlandia.
[6]N. del t.: un tipo de pasamontañas polaco.
[7]N. del t.: actualmente se denominan etnia khanty. Sin embargo, se ha mantenido el término «ostiako», que es el denominativo con el que se conocían en la época y es el que usa el autor.
[8]N. del t.: un tipo de agárico (cierto tipo de hongo).
- Járkov y la Lubyanka
- Proceso y sentencia
- De la prisión al vagón de ganado
- Cinco mil kilómetros por tren
- Encadenados
- Final del viaje
- La vida en el Campo 303
- La única mujer entre nosotros
- Planes de fuga
- Siete hombres cruzan el río Lena
- El Baikal y la joven fugitiva
- Kristina se une a nosotros
- Cruzamos el ferrocarril transiberiano
- Entramos ocho en Mongolia
- Entre nuestros amigos los mongoles
- El desierto de Gobi: hambre, sed y desastre
- Carne de serpiente y fango
- El final del Gobi
- Entramos seis en el Tíbet
- Cinco pasamos cerca de Lhasa
- En las estribaciones del Himalaya
- Los abominables hombres de las nieves
- Llegamos cuatro a la India
- Epílogo
Eran, aproximadamente, las nueve de la mañana de un día desapacible de noviembre cuando sonó la llave en la pesada cerradura de mi celda, en la prisión de Lubyanka, y los dos guardias —dos tipos atléticos— penetraron en ella rápido. Yo había estado paseando lentamente por la celda, dando vueltas y vueltas, con la mano izquierda en la posición ya característica entre nosotros de sostener por la pretina los pantalones que los rusos nos daban sin botones y ni siquiera una cuerda para atarlos, basándose en la razonable creencia de que un hombre preocupado por sostener los pantalones experimenta una seria dificultad si intenta escapar. Había interrumpido mis paseos de noria al oír el ruido de la puerta y, cuando entraron los guardias, me hallaba apoyado contra la pared del fondo. Uno de ellos se quedó junto a la puerta y el otro avanzó unos pasos. «Ven con nosotros», me dijo. «Date prisa».
Este día —doce meses después de mi arresto en Pinsk, el 19 de noviembre de 1939—, había de ser importante. Me iban a conducir ante el Tribunal Supremo soviético. Aquí en Moscú, tambaleándome entre la pareja de guardias por los estrechos corredores de la Lubyanka en los que resonaba lúgubremente el eco, era yo un hombre casi privado de identidad, mal alimentado, desesperadamente solitario y que trataba de mantener viva una chispa de resistencia en la irrespirable atmósfera de prisión, rodeado por el desprecio y la suspicacia oficiales. Exactamente un año antes, cuando los agentes de seguridad soviéticos irrumpieron en la fiesta de bienvenida que mi madre había organizado en nuestra casa de Pinsk, yo era el teniente Rawicz de la Caballería polaca, tenía veinticuatro años, y resultaba un joven de muy buena presencia, con mi uniforme bien cortado y mis brillantes botas de montar. En cambio, el estado en que me encontraba ahora constituía una clara prueba de las aplastantes brutalidades y de las astutas sutilezas de la N.K.V.D. (Policía secreta soviética) y de sus interrogadores de Minsk y Járkov. Ningún preso podrá olvidar Járkov. Mediante el dolor, la porquería y la degradación, procuran convertir a cada hombre en una bestia gimoteante.
Me llegó una corriente de aire helado cuando doblamos la última vuelta del corredor, avanzamos unos pasos y salimos a un patio empedrado. Les di un estirón a mis pantalones y apresuré el paso para marchar de nuevo entre mis guardias, ninguno de los cuales había pronunciado una palabra desde que salimos de la celda. Al otro lado del patio nos detuvimos ante una pesada puerta. Uno de ellos me hizo retroceder un paso tirándome de la blusa desabrochada —mejor dicho, sin botones— que, como los pantalones, formaban mi vestimenta carcelaria. Al abrirse la puerta, me empujaron para entregarme a otros dos hombres uniformados que me cachearon enseguida por si llevaba algún arma escondida. Nadie dijo ni una palabra. Mis nuevos guardias me escoltaron hasta otra puerta en el interior del edificio. También esta se abrió, como a una señal secreta, y volvieron a empujarme. Detrás de la puerta había unas cortinas. Me hicieron pasar por ellas. La puerta se cerró tras de mí. Otra nueva pareja de guardias quedó detrás de mí para vigilarme.
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