Wisława Szymborska
Correo literario
o cómo llegar a ser
(o no llegar a ser)
escritor
Traducción de Abel Murcia y
Katarzyna Mołoniewicz
Szymborska, Wislawa (Prowent, actual Kórnik, 1923 - Cracovia, 2012).
Escritora polaca considerada una de las voces más originales de la poesía contemporánea de su país. A partir de 1956, se desarrolla en Polonia, como en otros países del área soviética, un sentimiento nacionalista en el que participan activamente muchos intelectuales que buscan una vía para condenar y superar todo lo que fue el periodo estalinista. Szymborska opta por una reflexión personal e intimista que le devuelva un equilibrio espiritual. En 1996 fue galardonada con el Premio Nobel de Literatura.
Título original: Poczta literacka, czyli jak zostać (lub nie zostać) pisarzem
This book has been published with the support of the
© POLAND Translation Program
© All Works by Wisława Szymborska
The Wisława Szymborska Foundation
www.szymborska.org.pl
© De la traducción: Abel Murcia y Katarzyna Mołoniewicz
Edición en ebook: marzo de 2018
© Nórdica Libros, S.L.
C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B
28044 Madrid (España)
www.nordicalibros.com
ISBN: 978-84-17281-36-6
Dibujos de Kike de la Rubia
Diseño de colección: Filo Estudio
Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón
Composición digital: Plataforma de conversión digital
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L A CARTA DE MENDEL
D urante treinta años, hasta su jubilación, todos los otoños mi marido se plantaba ante los alumnos de segundo curso de Genética y distribuía ejemplares del famoso estudio de Mendel sobre la hibridación de los guisantes. Aquel documento era un modelo de claridad, decía Richard a sus alumnos. Encarnaba todo lo que debería ser la ciencia.
Richard deambulaba ante la pizarra, hablando con soltura, sin consultar sus notas. Como el evolucionista Robert Chambers, había nacido con hexadactilia: se sentía algo acomplejado de su mano izquierda, que conservaba las cicatrices de la operación que en su infancia le había amputado el dedo sobrante, y aunque gesticulaba con naturalidad, usaba únicamente la mano derecha mientras mantenía la izquierda en el bolsillo. Desde el fondo del aula, donde me sentaba cuando todos los otoños asistía a su primera clase, podía ver la atención que le prestaban los estudiantes.
Después de distribuir el artículo, Richard contaba a sus alumnos su primera versión, la convencional, de la vida de Gregor Mendel. Mendel, les decía, se crio en una aldea diminuta del extremo noroccidental de Moravia, que a la sazón formaba parte del imperio Habsburgo y que después pertenecería a Checoslovaquia. Pobre y desesperado por seguir estudiando, a los veintiún años se ordenó en el monasterio agustino de la capital, Brünn, que ahora se denomina Brno. Estudió ciencias y posteriormente impartió clases en un instituto local. En 1856, a la edad de treinta y cuatro años, inició sus experimentos sobre la hibridación del guisante comestible, usando como laboratorio el pequeño jardín adyacente al muro del monasterio.
Durante los ocho años siguientes, Mendel llevó a cabo cientos de experimentos en miles de plantas para investigar la transmisión de sus características de generación en generación. Plantas largas y cortas, de flores blancas o violeta; guisantes lisos o rugosos; vainas arqueadas o ceñidas a las semillas. Mantuvo un registro meticuloso de sus hibridaciones con el objeto de escribir el documento que los alumnos tenían ahora en sus manos. Una noche fría y despejada de 1865, Mendel leyó la primera parte de su estudio a sus colegas de la Sociedad de Brünn para el Estudio de las Ciencias Naturales. Contó con unos cuarenta asistentes, unos pocos científicos profesionales y muchos aficionados serios. Mendel leyó durante una hora, describiendo sus experimentos y demostrando las proporciones invariables con que los rasgos aparecían en sus híbridos. Al cabo de un mes, en el siguiente encuentro de la sociedad, presentó la teoría que formulaba para explicar tales resultados.
Ahí mismo, en esa habitación pequeña y abarrotada, nació la ciencia de la genética. Mendel no sabía nada de genes, cromosomas ni ADN, pero había descubierto los principios que posibilitarían su investigación.
—¿Aplaudieron? —preguntaba siempre Richard, llegado este punto—. ¿Hubo gritos de aprobación o al menos un murmullo de desacuerdo?
Se trataba de una pregunta retórica. Los alumnos sabían que no debían responder.
—Pues no —proseguía Richard—. Las actas de aquel encuentro muestran que nadie preguntó ni discutió nada. Ninguno de los presentes entendió la trascendencia de lo que Mendel acababa de presentar. Un año después, la investigación se publicó y pasó totalmente desapercibida.
Los estudiantes bajaron la vista a sus ejemplares del estudio y Richard concluyó rápidamente su historia, describiendo cómo Mendel regresó a su monasterio y se ocupó de otros asuntos. Durante un tiempo siguió dando clases y realizando otros experimentos; cultivó uvas, árboles frutales y toda clase de flores, además de dedicarse a la apicultura. Finalmente fue nombrado abad del monasterio y desde entonces hasta su muerte se dedicó a sus tareas administrativas. Solo en 1900 se redescubrió su investigación perdida, y una nueva generación de científicos apreciaron su trabajo.
Cuando Richard llegaba a este punto, levantaba la vista hacia el fondo del aula, nuestras miradas se cruzaban y sonreía. Él sabía que yo sabía lo que aguardaba a los estudiantes al final del semestre. Después de que leyesen el estudio y sobreviviesen al laboratorio donde criaban moscas de la fruta en tubos de ensayo para demostrar los principios de la herencia mendeliana, Richard les contaría la otra historia de Mendel, la que yo le había contado a él: la historia en que un arrogante colega científico desencamina sus investigaciones debido al comportamiento de una humilde planta, la vellosilla. La historia en que la ciencia no solo es infravalorada, sino que además se ve subyugada por la soledad y el deseo de agradar.
Tenía mis motivos para asistir a aquella primera clase todos los otoños, y no se debía únicamente a mi condición de buena esposa. Yo no había conocido a Mendel gracias a Richard.
Cuando era niña, durante los primeros años de la Depresión, mi abuelo, Anton Vaculik, trabajaba en un vivero de Niskayuna, no lejos de donde Richard y yo seguimos viviendo en Schenectady. No era el único empleo que había tenido mi abuelo, pero sí el que le gustaba más. Había salido de Moravia en 1891 para trasladarse a Bremen con su esposa encinta. De allí embarcaron a Nueva York y luego a Albany. Su intención era seguir viajando hasta los grandes asentamientos checos de Minnesota o Wisconsin, pero cuando mi madre nació con seis semanas de antelación decidió instalarse aquí. Algunas familias checas vivían también en la zona y uno de aquellos compatriotas contrató a mi abuelo en su pequeña fábrica de botones de madreperla para blusas de señora.
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