Guillermo Fesser - Cuando Dios aprieta, ahoga pero bien
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- Libro:Cuando Dios aprieta, ahoga pero bien
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1999
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Cuando Dios aprieta, ahoga pero bien: resumen, descripción y anotación
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A Sarah Hill.
Porque, mire hacia donde mire, siempre te encuentro.
Cándida nació para ser un personaje de leyenda y en eso la ha convertido el genio indiscutible de Guillermo Fesser. En estas páginas, en las que el autor ilumina y ordena cronológicamente las delirantes historias que Cándida le ha ido relatando atropelladamente a lo largo de los años, descubrimos a una mujer muy especial que, sin pretenderlo, vive perpetuamente instalada en el absurdo. Y es que la propia vida, a poco que la analicemos con agudeza y sentido del humor, es un completo disparate… más aún si, como a Cándida, las circunstancias nos obligan a desarrollar cierta picaresca que el mismísimo Lazarillo de Tormes no dejaría de admirar. Un inagotable rosario de desgracias… con final feliz.
Un libro indispensable para todos aquéllos que piensen que la mala fortuna se puede conjurar con muchísimo coraje y, sobre todo, con buen humor.
Guillermo Fesser
Cándida, memorias de una asistenta
ePub r1.0
Hoshiko04.03.14
Título original: Cuando Dios aprieta, ahoga pero bien
Guillermo Fesser, 1999
Editor digital: Hoshiko
ePub base r1.0
GUILLERMO FESSER, el autor. Es periodista. Nace en Madrid donde, desde su infancia, mantiene una estrecha relación con la protagonista de este libro. Ha escrito para prensa, televisión y cine. Trabaja diariamente en Gomaespuma y ésta es su primera novela en solitario.
CÁNDIDA VILLAR, la protagonista. Es asistenta. Nace en Martos y, tras dar muchas vueltas, termina en Madrid. Conoce al autor, escondido detrás de una cortina, cuando va a solicitar trabajo a la casa de sus padres. A partir de entonces, la vida les hará coincidir en múltiples ocasiones. Últimamente es crítica cinematográfica en su programa de radio.
Algunos delfines de semana me acercaba a las oficinas que atendía en la glorieta de Atocha para escaparme de mi familia. Allí guardaba seis cajas de quesitos, una botella de aceite de dos litros y un paquete de galletas. Asín, cuando me daba el hambre, tenía preparada la despensa. Aprovechaba la calma del domingo para darme un bañito porque tenían en el cuarto de aseo una piscina de piedra mármol, de ésas con chorros de burbujas, que era una bendición del cielo. Te metías y parecía que te flotase todo el organismo en la espuma. Cosa linda de veras. Te dejaba totalmente esterilizada.
En esas oficinas sí que trabajaba al gusto. Hacía las cosas a mi aire y me las reconocían. Cuando entré tenían unas sillas de madera llenas de churretes de pintura, de cuando arreglaron los techos, y enseguida me puse al tajo. Les llevé jabón del que hacía en casa con sosa caótica. Como gastaba freidora, el aceite que sobraba lo iba almacenando en un bote de mermelada. Luego compraba un saquito de sosa caótica y otro del azulillo ése que se le echa a la ropa para almidonarla y lo cocía todo junto. Venga de moverlo, venga de moverlo y luego a dejarlo enfriar y a recortarlo. Me enredé con las sillas, frotándolas bien con el jabón, y se quedaron tan blancas.
—Te pelo y te he pelado.
Con el estropajo verde imagínate cómo se quedarían. Parecía que les había quitado la cáscara.
Era otro ambiente distinto del de casa. Eran gente de profesiones libertarias que me hacían decir anuncios y me sacaban fotos y vídeos para la televisión. Lo pasábamos una cosa mala. Había dos jefes, dos secretarias y un montón de gente que venía de visita. El que más, un mensajero que, cada vez que traía un paquete, se colgaba del teléfono una cosa mala. Como uno de los jefes hablaba en francés cosa linda, le dieron un premio y se marchaba a América, en vuelo chándal, a estudiar un curso póster. Andaba la mar de alegre.
—Cándida, te podías animar y venirte a trabajar para mí.
—¡Uy, sí!
No lo tomé en consideración en ese momento, pero, durante los días venideros, iba yo rumiando la oferta en mi interior. Tanto, que delante del escaparate de una ferretería de la calle Bravo Murillo, a la que acudí en busca de la goma de la olla, me paré a pensar: «¿Qué vida tienes tú, Cándida?»
Es que sinceramente yo estaba de repartidora. Ni más ni menos. Sólo que de repartirles paquetes de comida a mis hijos. Primeramente a la Nati, a la Puri y al Teodosio. Luego aparecía el otro pidiendo que le diera algo de arroz para el perro y yo le decía que no, que para comer él lo que quisiese, pero que para el perro vendían cosas baratas en la casquería, los cuellos y todo eso, y no iba a darle yo el arroz. La vecina de al lado también se acercaba muchas veces a ver si tenía un paquete de garbanzos y otra, que también alimentaba nueve bocas, me sacaba de vez en cuando un kilo de judías, de lentejas o de lo que fuera. A ver: todos sabían que a la Cándida le daban subsidios. En Santa Gema me daban dos litros de leche, un paquete de macarrones y un paquetito de galletas al mes. Tenían mi ficha hecha porque aporté la fotocopia del carné y me cogieron. Cuando lo nesecitaba iba y cuando no, pues me acercaba por mis hijos. Francamente, porque como ellos no podían ir, me personaba yo. En la parroquia de mi barrio me daban una garrafa de aceite de dos litros, una caja de galletas de vainilla surtidas, dos paquetes de canelones, un kilo de lentejas, dos de arroz, uno de garbanzos, medio kilo de harina, azúcar y fideos. En la iglesia me entregaban un vale y luego en Caritas se recogía la comida. En el vale iba el nombre de mi marido porque me lo concedieron en vida de él. En la parroquia ya sabían que estaba muerto, pero, como conocían mi situación personal me seguían dando las ayudas. Conque un martes del mes de octubre me llegué temprano a la oficina, me senté en el sillón del señorito a esperarle y, cuando llegó, me alcé del sitio para darle la noticia:
—Julián, ¿has cogido el dinero del tabaco?
—¿Qué dices, Cándida? ¿Estás dormida?
—¡Ay, perdón! Mira, que me voy contigo a Nueva York. Para pulgas, las que me dejo detrás.
* * *
Me dijo la vecina:
—¡Qué guapa estás, Cándida!
—Pues sí, muchas gracias.
—Pero ¿de verdad que te vas?
—Sí.
—¿Será posible?… ¿Y esto cómo es? ¿Es un premio que te han dado?
—No, no. Me han convidado y me marcho.
—¡Ay, hija mía, qué suerte que tienes! ¡Cualquiera!
El señor del pan bajo el brazo que se sentaba siempre en el banco frente al portal no quitaba ojo y ya por fin se decidió a hilvanar palabras:
—¿Adónde va, al baile?
—No, a Nueva York.
—¡Bueno! ¡Qué me dice!
—Lo que oye. Me cojo en América un año selvático.
—Pues que tenga muy buen viaje.
Y el de la peluquería lo mismo. Le dije que cortara, sacara puntas e hiciese lo que quisiera, que desde que me eché la permanente en Martos no había vuelto a pisar un local. Digo:
—Haz lo que tengas que hacer, pero que quede bien. Por el sueldo no te preocupes, que esta semana no hay ni paquete de tabaco para el Julián, ni chándal nuevo para el Javi.
Y él:
—¡Ay, Cándida! Ya me contarás cuando vuelvas.
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