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Guy Sajer - El soldado olvidado

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Guy Sajer El soldado olvidado
  • Libro:
    El soldado olvidado
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1967
  • Índice:
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El soldado olvidado: resumen, descripción y anotación

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GUY SAJER Es el seudónimo de Guy Mouminoux París 13 enero de 1927 autor de - photo 1

GUY SAJER. Es el seudónimo de Guy Mouminoux (París, 13 enero de 1927), autor de Le soldat oublié (1967).

Su padre era francés y su madre alemana y vivía en Alsacia al comenzar la guerra, territorio incorporado por Hitler a la Gran Alemania. Guy Sajer terminó como soldado alemán haciendo la guerra en el frente del Este, la Unión Soviética. Tenía apenas 17 años y estaba convencido, gracias a la eficaz propaganda del régimen, de que Hitler era un verdadero caudillo y de que el ataque a los rusos se justificaba plenamente. No albergaba dudas existenciales o políticas y estaba orgulloso de su pequeño papel en la gran campaña. Así, en julio de 1942, un año después de la invasión, el soldado de segunda clase Sajer se incorporó al combate. En tres años recorrerá parte de la Unión Soviética y acompañando el retroceso los ejércitos combatirá en la desesperada defensa de Prusia. En tres años el joven se convertirá en adulto a pesar suyo, y con una suerte increíble podrá sobrevivir a las peores situaciones de una guerra que dejó a la mayor parte de sus camaradas por el camino. Perteneciendo a la división Gross Deutschland, una unidad de elite del ejército alemán, vivió la implacable disciplina impuesta a los soldados alemanes, y también la crueldad de un frente que fue, con mucho, el más duro de todos los frentes de la segunda guerra mundial, una guerra de aniquilación y de venganza.

Después de la guerra y a partir de 1946, Guy Sajer trabajó como dibujante de cómics bajo los seudónimos de Dimitri y Dimitri Lahache.

Capítulo I
HACIA STALINGRADO

Minsk. Kiev. El bautismo de fuego. Jarkov

Estamos ahora estacionados a lo largo de un convoy ferroviario. Nos dan orden de formar los pabellones en la grava y de quitarnos la impedimenta. Debe ser aproximadamente un poco más de mediodía. Laus ha sacado algunas provisiones de su macuto y come. Su cara, aunque poco atractiva, se nos ha hecho familiar, y su presencia nos tranquiliza. Su gesto ha sido como una señal y todos sacamos nuestros víveres. Algunos devoran lo correspondiente a dos comidas. Laus se da cuenta y se conforma con declarar:

—¡Comed! ¡Tragadlo todo…! ¡Pero no habrá más suministros antes de ocho días!

Sin embargo, tenemos la impresión de comer solamente la mitad de lo que haría falta para saciar nuestro apetito de gigantes. Nos sentimos un poco reconfortados.

Hace dos horas que estamos aquí, y el frío comienza a invadirnos. Caminamos de un lado para otro cruzando algunas bromas. Pateamos para calentarnos los pies. Algunos logran escribir; yo tengo los dedos demasiado entumecidos para intentar hacer otro tanto. Me conformo con observar. Pasan ininterrumpidamente trenes de material de guerra. Hay un gran atasco en la estación, aproximadamente a unos seiscientos metros. Esta estación de apartado está muy mal organizada: los convoyes avanzan, retroceden después por tramos de vía donde otras compañías, venidas de no sé dónde, están de plantón lo mismo que nosotros. Ellos se apartan y dejan pasar el tren, que arranca pronto de nuevo en sentido inverso. ¡Es un verdadero lío!

El convoy al que estamos adosados parece haberse inmovilizado para siempre. Tal vez es mejor que no se ponga en marcha.

Para hacer un poco de ejercicio, me izo a la altura de las aberturas de los vagones por las que el ganado respira un poco de aire fresco. Pero en vez de ganado, este tren va cargado hasta los topes de cajas de municiones.

Hace ya cuatro horas que estamos aquí y estamos congelados, sin duda a causa de la inacción. A fin de matar el tiempo, echamos mano otra vez de nuestras provisiones. Es de noche, pero el tránsito prosigue a la luz de unas lámparas muy débiles. Laus también tiene aspecto de estar harto; se ha calado la gorra y se ha subido el cuello del capote. Camina de un lado para otro. Debe de haber hecho así por lo menos veinte kilómetros. Hemos formado un grupito de compañeros y no nos separaremos sino mucho más adelante. Hay caras que conozco desde Chemnitz: Lensen, Olensheim y Halls, tres alemanes que hablan el francés tan mal como yo el alemán; Morvan, un alsaciano; Uterbeick, un austríaco moreno y con el pelo rizado como un bailarín italiano que se separará de nuestro grupo poco tiempo después, y yo, un franco-alemán. Entre los seis hacemos progresos tanto en una lengua como en la otra, excepto ese pelmazo de Uterbeick, que no para de tararear canciones ligeras en italiano. Esas tonadas desentonan y son totalmente ajenas a oídos más acostumbrados a Wagner que a los compositores italianos y con más razón a esos lamentos de enamorado napolitano abandonado.

Halls lleva un reloj de esfera luminosa en el que podemos ver que son las ocho y media. Nuestra salida, sin duda, es inminente. No vamos a quedarnos aquí a dormir, de todos modos… Pues, sí, desgraciadamente, sí… Una hora más tarde, muchos de nosotros hemos sacado ya las mantas y nos hemos tumbado, por las buenas, con preferencia en sitios elevados a fin de aislarnos de la humedad. Algunos han tenido la audacia de acostarse debajo de los vagones. Con tal que el tren no arranque…

Nuestro sargento se ha sentado sencillamente sobre una pila de traviesas. Fuma un cigarrillo y tiene un aspecto derrengado por sus idas y vueltas sucesivas. Por lo que se refiere a nuestro grupo, no podemos hacernos a la idea de pasar la noche fuera. Es inadmisible que se nos haga dormir aquí. Pronto ordenarán la salida, y los tontos que no han tenido paciencia de esperar se verán obligados a recoger sus mantas a todo correr. En realidad, mejor hubiéramos hecho imitándolos y ganando al mismo tiempo dos horas de sueño. Han transcurrido dos horas más, y seguimos sentados sobre los guijarros del balasto. Cada vez hace más frío y empieza a caer una lluvia fina. Nuestro dulce sargento está confeccionándose una choza con las traviesas. ¡No es mala idea! Pone encima su manta impermeable y el viejo zorro se encuentra completamente a resguardo de la lluvia.

Ya es hora para nosotros de encontrar un refugio digno de este nombre. No podemos alejarnos de nuestras armas, que además hemos dejado con los cañones al aire ofrecidos a la lluvia. ¡Menuda bronca tendremos después! Los mejores sitios están ocupados, por supuesto, y no nos queda más remedio que cobijarnos debajo de los vagones. Claro que nosotros hemos pensado en meternos dentro, pero las puertas están cerradas con alambres perfectamente atados.

Refunfuñando, nos instalamos en este refugio inquietante y totalmente relativo. La lluvia cae de través y pasa por debajo de los vagones. ¡Si esto es el Ejército alemán…! Estamos furiosos. Más adelante, esta pequeña cólera me hará sonreír…

Hemos logrado, lo mejor que podíamos, protegernos de esa maldita lluvia. Fue mi primera noche al raso, si puede decirse. Huelga añadir que sólo pegué los ojos breves momentos. Recuerdo haber contemplado fijamente muchos ratos el enorme eje que era el dosel de mi cama. A través de mi fatiga me parecía verlo moverse como si el tren se pusiera en marcha. Yo me despertaba sobresaltado, comprobaba que nada se movía y luego volvía a sumirme en un duermevela seguido de nuevos sobresaltos. A las primeras luces del alba, salimos de aquel albergue improvisado, ateridos, estornudando y con caras de desenterrados.

A las ocho, a formar y en marcha hacia el andén de embarque. Halls no cesaba de hacer observar que podíamos habernos quedado un día más en el castillo y salir por la mañana temprano para estar aquí a esta hora. El pobre muchacho, igual que nosotros, todavía no tenía la menor idea de las necesidades deprimentes de la vida militar en tiempos de guerra. Era nuestra primera noche al raso y no había de ser la última. Pronto conocimos otras mucho peores.

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