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El GPS (Sistema de Posicionamiento Global) es una red de veinticuatro satélites que el Departamento de Defensa de los Estados Unidos ha puesto en órbita. Estos satélites rodean a la tierra y transmiten señales hacia ella.
Tal sistema fue concebido para usos militares, pero en la década de 1980 el gobierno dispuso que también fuera de uso civil. El mismo funciona en todo el globo, bajo cualquier condición climática, las veinticuatro horas, los trescientos sesenta y cinco días del año. Y no hay cargos al utilizarlo.
Por definición, en el sentido estricto, el satélite establece un punto fijo por medio del cual alguien puede determinar su dirección y destino.
Cuando pienso en este maravilloso invento, las preguntas obligadas que se disparan en mi mente son:
¿Cuál sería el punto fijo para saber dónde está nuestra vida?
¿Cuál es nuestro lugar en el mundo?
¿A qué le llamamos hogar?
Esos y otros interrogantes me llevaron a escribir el libro que tienes en tus manos.
Por décadas nos han enseñado que no hay que mirar demasiado hacia atrás, pero si no tienes un punto fijo, un lugar a donde regresar con cierta nostalgia, es probable que tampoco puedas llegar a ninguna parte. Necesitas un punto de partida para tener un sitio de llegada.
El propio Señor Jesucristo dijo: «Sé de dónde he venido y a dónde voy» (Juan 8.14). Lo cual implica que, si perdemos de vista nuestros orígenes, puede que también perdamos de vista nuestra identidad.
Sabes de lo que hablo, ¿verdad?
Estás en casa, pero no sientes que sea tu hogar. Las casas caras no siempre son un hogar cálido. Tal vez no estés perdido geográficamente, pero lo estás desde el punto de vista emocional.
Un querido amigo suele expresarlo de esta manera: «Tienes comida, pero así y todo tienes hambre del alma. Estás rodeado de todo, pero te sientes vacío. Tienes un hogar, pero sientes como si no tuvieras techo. Tienes familia, pero no te sientes conectado. Tienes un montón de amistades, pero no amigos verdaderos. Eso es un corazón sin techo».
Cualquier persona puede ser un corazón sin techo, incluso tu propio hijo. Por cierto, nosotros tenemos cuatro, dos de ellos aún pequeños.
Jason, de nueve años, es sentimental y preguntón, y a medida que crece ambas cualidades se hacen más notorias. ¡Él no concibe la idea de que mi infancia haya transcurrido sin iPod, Netflix, celular ni televisión a color!
—¿Y qué se supone que hacías todo el día? ¿De verdad no existía Internet? —me preguntó incrédulo hace un año, imaginando que fui un náufrago perdido en alguna isla remota.
—No, hijo.
—¿Y como hacías la tarea del colegio?
Fue inútil tratar de explicarle que por aquellos días había que investigar, escribir mucho, caminar hasta la biblioteca pública, pedir prestado manuales, recortar periódicos y, a lo sumo, sacar fotocopias.
Sí, yo fui un niño mucho antes de que Google existiera. El «copia y pega» me habría resuelto gran parte de mi vida escolar, pero ni siquiera existía en la más remota mente de nadie en nuestra época.
Es por eso que me convencí de que debía escribir un libro así. Exactamente la idea surgió cuando me percaté de que nuestros hijos no valoran las cosas que nosotros alguna vez valoramos, o por lo menos no tienen ninguna noción de aquellas cosas maravillosas que formaron parte de nuestra infancia.
La ética de trabajo.
La honra a nuestros viejos.
Esperar por un regalo durante años.
Saber que en casa todo costaba el doble.
El valor de la palabra y el honor.
La verdadera amistad.
Ser feliz solo por poder sentarnos a la misma mesa.
Aquellas historias sencillas que nos marcaban para siempre.
Es probable que nuestros hijos sepan el precio de algunas cosas, pero quizá desconozcan el valor de otras tantas.
Marea baja es de alguna manera el torpe intento de este autor de que volvamos a conectarnos con lo que realmente importa. Con aquellos valores que nunca deberían haber pasado de moda.
Estoy consciente de que «hogar» no es una buena palabra para todos. Tal vez dispara recuerdos de una persona abusadora, el hambre o la orfandad. Sin embargo, hablo de encontrar el camino a quien realmente eres.
He compilado en esta obra unas cincuenta y seis historias que puedes leer en el orden que quieras. Tal ves quieras empezar por el principio del libro, de atrás hacia delante, por el medio o donde lo abras.
¡Ahora que lo pienso, me encantan los libros así!
Aunque las pequeñas historias no son continuas, sin duda todas te llevan al mismo sitio: a la nostalgia de lo que fue, lo que pudo ser, o quizá lo que debió haber sido.
Si leíste El amor en los tiempos del Facebook, te va a encantar este libro. Es como un antecedente de aquellas historias románticas. Un poco antes de que nos enamoráramos y un poco después de que nos diéramos cuenta de que ya habíamos crecido.
Ten en cuenta que aquel niño que fuimos determinó el destino del adulto en el cual hoy nos hemos transformado. Podemos tratar de no pensar en él, enojarnos, extrañarlo o maldecir los días de la niñez, que tal vez habríamos preferido que hubiesen sido diferentes. Sin embargo, estoy convencido de que no podemos ignorar a ese niño que alguna vez fuimos.
¿Te confieso algo? Si Marea baja logra llevarte a un viaje por el pasado, te provoca añoranza, te conmueve o simplemente dibuja una sonrisa en tu rostro, significa entonces que debajo de la piel de ese adulto hay un niño que sobrevivió.
Finalmente estoy en mi cabaña, frente al faro, en algún lugar del mundo. Nadie sabe dónde queda, aquí no llegan las cartas y tampoco nadie toca a la puerta. Puedo desaparecer, literalmente.
Salgo en busca de provisiones de tanto a tanto al inhóspito pueblito aledaño, pero nadie me conoce, solo me saludan por cortesía. Soy el extranjero que camina con sombrero, pantalones cortos y gafas.
No puedes ver mi reducto desde la carretera a menos que sepas que está ahí, escondido en medio del espeso bosque, frente al inmenso Pacífico. De un lado se encuentra la espesura de los árboles y del otro el océano. No tengo vecinos, solo algunas gaviotas y las incansables tortugas marinas que me visitan cada mañana frente al pequeño muelle flotante con mi barquito, que me lleva por los canales a buscar pescado fresco apenas raya el alba.
Mi silla se queja, aunque es nueva. Como todas las tardes, cabalga sobre mi hombro solo los pocos metros que tengo que viajar desde mi pequeña cabaña hasta donde rompen suaves las olas del soberbio mar.
Hoy no necesito más. Ya no volaré afanándome a geografías lejanas, buscando adrenalina y tesoros que ya no están. Solo necesito una cabaña, mi escritorio, el faro y la chimenea. Y si el clima lo permite, una silla y estar más cerca de mi océano.
El sol se va. Sus últimos vestigios de vida luminosa luchan por no desaparecer allá donde el cielo se junta con el mar. Mi silla tiene unos caños negros y una noble loneta de colores café. Solo quiero esa silla para volverla a desplegar.
«Sí», me digo a mí mismo, «esto ya es un ritual». Necesito tenerlo, quiero tenerlo. Enciendo una antorcha a cada lado y dejo que la brisa marina las haga flamear suavemente. Saboreo una copa de un buen y añejado vino tinto. El mar no falta a la cita y yo no lo quiero defraudar. Mil veces imaginé este preciso momento que es diferente, único y hasta terminal.
Mis años se han ido y no puedo negar que a muchos de ellos los enterró en sus abismos el soberbio mar. Mis fuerzas y mi voluntad siempre jóvenes y listas para arrasar con todo ya son solo un recuerdo que emociona, que se percibe a la distancia, y su sola vista me arranca lágrimas, porque solo deseo pensar y no parar de reflexionar. (Que conste que apenas tengo cincuenta años y me siento como de treinta, pero a veces reflexiono como si tuviera más años, muchos más.)