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Ernest Becker - La negación de la muerte

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Ernest Becker La negación de la muerte
  • Libro:
    La negación de la muerte
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1973
  • Índice:
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La negación de la muerte: resumen, descripción y anotación

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La negación de la muerte es la culminación de una vida de trabajo La negación - photo 1

La negación de la muerte es la culminación de una vida de trabajo.

La negación de la muerte —galardonada con el premio Pulitzer— es una brillante y apasionada respuesta al «por qué» de la existencia humana. En fuerte contraste con la predominante escuela freudiana de pensamiento, Becker aborda el problema de la mentira vital: el rechazo del hombre a admitir su propia mortalidad. Al hacerlo, arroja nueva luz sobre la naturaleza de la humanidad y emite una llamada a la vida.

Ernest Becker La negación de la muerte ePub r11 Titivillus 27082018 Título - photo 2

Ernest Becker

La negación de la muerte

ePub r1.1

Titivillus 27.08.2018

Título original: The Denial of Death

Ernest Becker, 1973

Traducción: Alicia Sánchez

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

A la memoria de mis amados padres que sin saberlo me dieron entre otras - photo 3

A la memoria de mis amados padres que, sin saberlo, me dieron —entre otras muchas cosas— el don más paradójico posible: la perplejidad ante el heroísmo.

Non ridere, non lugere, neque detestari, sed intellegere.

(No reír, no lamentarse, no maldecir, sino comprender)

SPINOZA

PRÓLOGO

Las primeras palabras que me dirigió Ernest Becker cuando entré en su habitación del hospital fueron: «Me coges in extremis. Esto es una prueba sobre todo lo que he escrito acerca de la muerte. Es mi oportunidad demostrar cómo se muere, la actitud que se adopta si uno muere dignamente y con valor; de qué pensamientos rodea su muerte; cómo la acepta».

Cuando La negación de la muerte llegó a Psychology Today a finales de 1973 y me lo colocaron en mi mesa de trabajo para que lo valorase, me llevó menos de una hora tomar la decisión de entrevistar a Ernest Becker. El 6 de diciembre llamé a su casa de Vancouver con el fin de ver si aceptaba una entrevista para la revista. Su esposa, Marie, me contó que le acababan de trasladar al hospital, estaba ya en la etapa terminal del cáncer. No le daban más de una semana de vida. Para mi sorpresa, al día siguiente me llamó y me dijo que, mientras le quedara energía y lucidez, a Ernest le gustaría mantener una conversación si yo podía acercarme por allí. Me fui a Vancouver enseguida, estremecido, a sabiendas de que lo único que podía haber más atrevido que invadir el mundo privado del moribundo sería rehusar su invitación.

Aunque no nos habíamos visto nunca, Ernest y yo nos metimos rápidamente a fondo en la conversación. La proximidad de su muerte y los drásticos límites de su energía ahuyentaron cualquier posible cháchara. Hablamos de la muerte delante de la muerte, del mal en presencia del cáncer. Al final del día, a Ernest no le quedaba energía, así es que se nos acabó el tiempo. Aún nos demoramos con dificultad unos cuantos minutos, porque decir «adiós» por última vez es duro, y ambos sabíamos que él no viviría para ver nuestra entrevista impresa. Un vaso de jerez medicinal en la mesita de noche nos proporcionó un ritual piadoso para acabar. Bebimos juntos el vino, y me fui.

Aquel día, hace un cuarto de siglo, se convirtió en un acontecimiento crucial que cambió mi relación con el misterio de mi propia muerte y, por tanto, con el de mi vida. Llevaré siempre conmigo la imagen de la presencia de ánimo de Ernest, su lucidez, que mantuvo al precio de soportar el dolor, y cómo su pasión por las ideas mantuvo la muerta a distancia durante un tiempo. Es un privilegio haber estado con un hombre así en la heroica agonía de su muerte.

En los años transcurridos desde entonces, Becker ha tenido un amplio reconocimiento como uno de los grandes cartógrafos espirituales de nuestro tiempo, como un sabio médico del alma. Gradualmente, sin demasiado entusiasmo, comenzamos a reconocer que la amarga medicina que prescribe —la contemplación del horror de nuestra inevitable muerte— es, paradójicamente, el pigmento que añade dulzura a la mortalidad.

La filosofía de Becker, como aparece en La negación de la muerte y en La huida del mal, está tejida como una trenza de cuatro cabos.

El primer cabo. El mundo es aterrador. La explicación de la naturaleza de Becker tiene poco en común con Walt Disney, por decir algo. La madre naturaleza es una brutal ramera, de fauces y garras rojas como la sangre, que destruye lo que crea. Vivimos, dice, en una creación en la que la actividad rutinaria de los organismos es descuartizar a otros con los dientes, de todas las maneras posibles: mordiendo, triturando carne, tallos de plantas y huesos entre los molares, engullendo vorazmente la pulpa hacia el esófago con fruición, incorporando su esencia en nuestro propio organismo para defecar después los residuos con fetidez nauseabunda y ventosidades.

El segundo cabo. La motivación básica del comportamiento humano es la necesidad biológica de controlar nuestra ansiedad básica, de negar el terror a la muerte. Los seres humanos somos ansiosos por naturaleza porque, en última instancia, nos encontramos indefensos y abandonados en un mundo donde nuestro destino es morir. «Este es el terror de haber emergido de la nada, tener un nombre, conciencia de sí mismo, sentimientos íntimos profundos, un agudísimo anhelo de vivir y autoexpresarse, y, sin embargo, pese a todo esto, morir».

Elizabeth Kübler-Ross y Ernest Becker fueron unos aliados insólitos que fomentaron la revolución cultural que sacó a la luz la muerte y el proceso de morir. Al mismo tiempo que Kübler-Ross nos autorizaba a practicar el arte de morir con gracia, Becker nos enseñaba que el pasmo, el miedo y la ansiedad ontologica eran los acompañantes naturales de contemplar el hecho de la muerte.

El tercer cabo. Puesto que el terror a la muerte es avasallador, conspiramos para mantenerlo inconsciente. «La mentira vital del carácter» es la primera línea de defensa que nos protege contra la dolorosa conciencia de nuestra indefensión. Todos los niños toman prestado poder de los, adultos y crean una personalidad introyectando las cualidades del ser divino. Si soy como mi todopoderoso padre, no moriré. Mientras obedecemos a los mecanismos de defensa de nuestra personalidad, nos sentimos a salvo y creemos que el mundo es manejable; es lo que Wilhelm Reich denominó «la coraza del carácter». Pero el precio que pagamos es alto. Reprimimos nuestros cuerpos para adquirir un alma que el tiempo no puede destruir; sacrificamos el placer para comprar inmortalidad; nos encerramos en nosotros mismos para evitar la muerte. Y la vida se nos escapa mientras nos hacemos fuertes en el interior de la fortificación que es el carácter.

La sociedad nos suministra una segunda línea de defensa contra nuestra impotencia innata creando un sistema de héroes que nos permite creer que transcendemos la muerte al participar en algo de un valor duradero. Alcanzamos un substituto de la inmortalidad al sacrificamos para conquistar un imperio, construir un templo, escribir un libro, constituir una familia, acumular una fortuna, promover el progreso y la prosperidad, crear una sociedad de la información y un libre mercado global. Puesto que la tarea principal de la vida humana es el heroísmo y trascender la muerte, todas las culturas tienen que proveer a sus miembros con un complicado sistema simbólico que es secretamente religioso. Lo que significa que los conflictos ideológicos entre las culturas son en su esencia batallas entre proyectos de inmortalidad, guerras santas.

Una de las contribuciones más duraderas de Becker a la psicología social ha sido la de ayudamos a entender que lo que impulsa a las corporaciones y a las naciones son motivos inconscientes que poco tienen que ver con los objetivos que declaran. Organizar una matanza en el campo de los negocios o en el de batalla, por lo común, tiene menos relación con las necesidades económicas o la realidad política que con la necesidad de convencemos a nosotros mismos de que hemos conseguido algo de un valor duradero. Pensemos, por ejemplo, en la guerra del Vietnam, donde lo que movió a Estados Unidos no fue ninguna realidad económica o intereses políticos sino la abrumadora necesidad de derrotar al «comunismo ateo».

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