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A las madres que hacen que la mesa sea una fiesta cotidiana.
A todos los hombres y mujeres que trabajan para que el pan llegue a los hogares cada día.
A mis padres, que me enseñaron que el pan compartido es más sabroso, y que solo tenemos lo que somos capaces de dar.
El secreto de la felicidad es amar la vida y compartirla.
Me ocurrió hace varios años. Estaba en una librería buscando un título cuando me sorprendió gratamente encontrar un libro de cocina, concretamente de dulces, escrito por una monja, dominica como yo, cuya foto estaba en la cubierta.
Mientras hojeaba sus páginas, un señor dio un grito de exclamación y me dio un abrazo diciendo: «¡Es usted la monja de los dulces!». Cuando reaccioné le dije: «No, no soy yo; yo me los como». En esa época, yo no era tan conocida como ahora, y aquel episodio me sacó los colores. No me imaginaba entonces que acabaría publicando un libro de cocina, y menos que haría un programa de televisión para Canal Cocina con las recetas de mi tradición familiar y monástica. La cocina era para mí, desde pequeña, un espacio en el que me agradaba entrar para experimentar. Observaba a mi madre, a quien admiraba, y a mi abuela libanesa cocinar, y recuerdo que disfrutábamos un montón de los platos que preparaban.
La frase que inexorablemente se repetía todos los días en casa a la hora de la comida era: «¡“Vieja”, esto está riquísimo!», o a mi abuela: «¡Faride, esto es un manjar!». Expresiones espontáneas de agradecimiento y de ánimo para que cocinaran nuestros platos favoritos. Por entonces yo comía y no engordaba, por lo que repetir platos era mi deporte preferido. ¡Era la flaca de la familia! Recuerdo que durante el verano me metía en la cocina y hacía mis pinitos en los fogones; pero mi gran reto era ser capaz de preparar las empanadas tucumanas tal como las hacía María, una mujer que nos cuidó de pequeños y que ayudaba a mi mamá. Ella llegó a ser una segunda madre, y las empanadas que preparaba en el horno de barro del Corte, la casa que teníamos en el campo, las mejores del mundo mundial. Mi entrada en el monasterio me alejó durante cinco años de la cocina en calidad de cocinera, aunque, algunas veces, me tocaba hacer de pinche y llorar pelando las cebollas, o sudar la gota gorda en los veranos calurosos de Valencia, en una cocina que tenía unas dimensiones inmensas.
Allí se cocinaba para cuarenta o más monjas. En esos años de «aprendiz de monja», lejos de las ocupaciones domésticas, le daba mucho al coco mientras me dedicaba a la vida del espíritu, y tal vez el túnel de la noche oscura, las crisis de crecimiento de una inexperta y apasionada mujer inquieta, de una buscadora impaciente, o el ajetreo interior de mis luchas personales hacían que lo que comía no me luciera, y eso generaba el estrés y la preocupación de las cocineras, que se empeñaban en cuidarme de forma exquisita con auténtica fraternidad, sin conseguir que yo llegara a un peso razonable. Encontrar mi sitio, madurar con los años, y estar enamorada de la vida y de lo que hago, y supongo que tantos cuidados y afectos, surtieron efecto con los años, ya que ahora, hasta cuando veo los platos, parece que todo me aprovecha en exceso, y perder un kilo es un auténtico reto. Fue para mí un regalazo poder entrar en la cocina del monasterio y ostentar hoy el título de «cocinera oficial» para mis hermanas. En la cocina, además de preparar platos que son portadores de mi cariño, gratitud y admiración a mis monjas, y a aquellos que vienen al convento y comparten la mesa y la vida con él, aprovecho para cocinar proyectos y para pensar cómo concretarlos, porque con la mente libre puedo dar rienda suelta a la imaginación y una oportunidad a mis inquietudes, que hoy por hoy son las necesidades de las personas más humilladas y vulnerables de nuestra sociedad. Sí, con las manos en la masa, cocinando todos los días, aprovecho para que la imaginación vuele y los proyectos vean la luz.
La cocina y la comida, preparada con amor, dedicación y creatividad, son además formas muy gratificantes de manifestar nuestros sentimientos hacia aquellos para quienes cocinamos. Me llama profundamente la atención el lugar que ocupa la comida en la tradición judeocristiana. La Pascua, acontecimiento culminante de la fe del pueblo de Israel y del cristianismo, es una «comida pascual»: Dios da a su pueblo el maná en el desierto, y en el Evangelio Jesús habla del Reino de los Cielos, del nuevo orden querido por Dios como el banquete de la vida al que todos estamos invitados. Habla de compartir, de partir y repartir el pan que es para todos. Habla de la mujer que amasa la harina para hacer el pan y de la función de la levadura que lo fermenta, como una imagen de la presencia discreta de sus amigos en la sociedad. Habla de la sal, que da sabor, que se disuelve en los alimentos y que evita que se corrompan, y de aquella sal desvirtuada que no sirve para nada.
Y lo mejor: antes de marcharse de este mundo quiere compartir una cena con sus amigos, y en ella les abre su corazón. La comida como espacio de intimidad y de compartir entrañable. ¡Cómo no recordar las bodas de Caná, en las que convirtió el agua en vino para que la fiesta continuara! Y podríamos seguir evocando textos que siembran el Antiguo y el Nuevo Testamento… La mesa nos une, la sobremesa es la oportunidad de compartir y fortalecer vínculos, pero hay algo más: los olores de los alimentos. Sí, los aromas nos traen recuerdos, nos hacen evocar muchas cosas. A mí, cuando cocino, cada plato y cada condimento me hacen viajar a la infancia, a aquella época en la que fui muy afortunada y en la que crecí alimentada en mi cuerpo y en mi espíritu con dedicación y mucho cariño. No puedo dejar de lado una experiencia: cuando la crisis económica comenzó a arreciar y a arrasar con el bienestar de los hogares españoles, comenzamos acogiendo y escuchando, alimentando a la gente.
Entendimos que lo mejor era no abrir un comedor para tantas familias, sino ofrecerles los alimentos que cada una necesitara y darles la oportunidad de llevárselos a casa y cocinarlos, para no romper con la dinámica del encuentro de las familias alrededor de la mesa, en la intimidad. Para dar a las madres, y también a los padres, la oportunidad, a pesar de la pobreza, de poder manifestar a sus hijos y parejas su amor, entrando en la cocina y preparando con dedicación, con alimentos esenciales, la comida que une y fortalece, y que hace continuar con la tradición que a cada uno lo vio nacer, crecer y que cada día alimenta su ser. Ofrezco las recetas de mi recetario personal, las de mi tradición y mi presente, las de mi Tucumán querido, y a veces añorado, las de mis raíces libanesas y, cómo no, las de la tierra que me acoge y me enamora, porque en ella puedo, junto con muchas personas, compartir lo que somos y tenemos, facilitando que todos podamos participar del «banquete de la vida» viviendo con dignidad. Un recuerdo de agradecimiento a dos grandes mujeres que me enseñaron el arte de cocinar y de amar en el monasterio: sor Maria Neus, quien desde el cielo siento que me acompaña cada día y anima mi fe y mi compromiso, y su compañera inseparable, su hermana del alma, sor Maria Dolors, una gran cocinera, mujer humilde y entregada, que cada día disfruta con lo que le pongo en la mesa y, como un niño feliz, repite y pregunta, cual aprendiz emocionada, cómo lo hice, qué le puse y qué comeremos mañana. SOR LUCÍA CARAM