A L., a C. y a J.,
I NTRODUCCIÓN
Este libro escudriña los impulsos que nos llevan a hacer cosas sin darnos cuenta y, cuando caemos en la cuenta, puede que nos planteemos si habría sido mejor hacerlas de forma distinta.
Son páginas que invitan a un viaje interior y exterior; que animan a observar; que pretenden ayudar a descubrir por dónde se nos escapa la vida, dónde queda lo único que conmueve, dónde está la sabiduría del vivir que necesitamos.
Tenemos acceso a abundante información; solo basta tocar la puerta de los buscadores de Internet para que nos inunde una catarata de datos. Sin embargo, ¿de qué sirve la tecnología si no tenemos calidez entre las personas? Existen profesionales asombrosos que manejan sin pestañear el malabarismo de las cifras y las negociaciones. Al mismo tiempo, tienen dificultades para comprometerse en las relaciones amorosas y apenas aguantan el darse de corazón y el recibir del corazón ajeno. No solo cuentan las buenas intenciones. Hay que tener ganas de hacer lo necesario para que nuestra presencia mejore la experiencia de la gente que nos circunda. Y no siempre sale a la primera.
Al escribir estas líneas, la mente me transporta a una escena que me encoje el corazón. Quedó plasmada en una carta y, si me lo permites, me gustaría recuperarla del cajón que aloja las epístolas jamás enviadas. Mi hija tendría unos siete años y yo andaba sumergida en el intenso y ancho mundo profesional. Un día me topé de bruces con la persona en la que me había convertido. Me horroricé con su imagen y decidí escribir una carta a mi hija con intención de enviársela cuando ella misma estuviese a punto de ser madre. Ha ocurrido lo último, pero solo ahora caigo en la cuenta de que esa carta continúa en el cajón de los asuntos inacabados. Me atrevo a hacerla pública por si acaso, para alguien, no es demasiado tarde.
Mi querida hija:
Llevo un rato observando el suave ritmo de tu respiración mientras duermes. Contemplo tus ojos cerrados, el gesto pacífico de tu rostro. Hace unos minutos, sentada frente a mis papeles, he sentido una creciente tristeza al revisar la jornada de hoy. No he logrado concentrarme por más tiempo en el trabajo; de modo que aquí me tienes, hablando contigo en silencio, despacio, mientras descansas.
Por la mañana te he regañado porque consideré que te vestías con lentitud. Luego, en el desayuno, te llamé torpe al ver los cereales desparramados, que recogí entre bufidos. Cuando abrías la puerta para salir al colegio, te he despedido con un beso fugaz mientras te reprochaba no saber cómo se mira un reloj. Tú me has sonreído dócilmente y me has dicho:
—Adiós, mamá.
Por la tarde, yo negociaba al teléfono mientras tú jugabas en el salón con tus muñecos distribuidos por el suelo. Impaciente, te he pedido que dejases de hacer ruido y te he ordenado con tono de sargento:
—Haz los deberes ahora mismo y deja de perder el tiempo.
Luego, pasé más de una hora al teléfono mientras tú hacías los deberes en silencio. Por la noche yo continuaba ocupada en lo mío. Te has acercado con paso vacilante.
—Mamá —me has llamado.
—¡Qué pasa ahora! —resoplé creyéndome una víctima importante.
—¿Leemos un cuento?
—¡Estoy trabajando!
Al verte inmóvil, junto a mí, he destruido el rescoldo de tus esperanzas diciéndote abruptamente:
—Tu cuarto continúa desordenado. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? ¡Vete a recogerlo ahora mismo!
Te alejaste cabizbaja hacia tu habitación. Al cabo de un rato has asomado la cabeza por la puerta.
—¡Sigues aquí! —espeté enfadada.
Tú, sin decir palabra, te has acercado y, echándome los brazos al cuello, me has besado en la mejilla.
—¿Por qué me gritas tanto con lo que yo te quiero? —has dicho.
Y luego, tan silenciosamente como apareciste, te has marchado. Yo me he quedado durante un rato con la mirada fija, invadida por el remordimiento, preguntándome en qué momento del día he perdido la orientación y a qué precio. Tú no eres el origen o la causa de mi mal humor, solo eres una niña ocupada en la tarea de crecer mientras yo, derramada en un mundo de tareas de adulto, te he exigido soportar la alteración de mi carácter y mi falta de ternura. A pesar de todo, me has regalado un beso. Y ahora, al verte dormir, deseo que el día vuelva a empezar para ofrecerte una sonrisa en la mañana, una palabra de aliento por la tarde, un cuento antes de dormir y, sobre todo, para permitirme el lujo de disfrutar siendo tu mamá.
Esta carta, escrita hace muchos años, indica lo que en bastantes casos sigue vigente: nuestro déficit en humanidad, la crisis entre unos y otros, rotura de relación profunda, de fiabilidad de lo humano. Estamos olvidando el arte de la confiabilidad y de la observación. El libro que tienes en tus manos pretende alentar la comprensión de uno mismo y de los demás, de nuestras motivaciones, el sufrimiento que arrastramos, las alegrías que hemos conquistado. Quizá en la comprensión esté el inicio de la mejoría. Porque comprender es no juzgar ni exigir. Es acompañar. Es darse y recibir. Es avanzar.
LO NORMAL
Y
LO NEURÓTICO
1
A CTOS Y ACTITUDES NORMALES,
ANORMALES Y EXTRAORDINARIOS
A veces creo que lo hago bien
y resulta que los demás opinan todo lo contrario.
La primera vez que I. P. R. escuchó la voz, se encontraba leyendo en su dormitorio. La voz era contundente y nítida; le impelía a salvar a un buen amigo que en ese preciso momento estaba siendo violentamente agredido en una calle intrincada y oscura de Madrid. Miró el reloj: la una y media de la madrugada. I. P. R. atribuyó a la voz el poder de una intuición extraordinaria, un aviso de los dioses que de forma inexplicable le había elegido a él. Nunca antes había experimentado algo semejante, pero en ese momento notó que todo su cuerpo necesitaba ponerse en marcha para ir a salvar de una muerte segura a su amigo.
Llamó a la policía para advertir del hecho y salió de casa a toda prisa. A las dos menos cinco de la madrugada, la calle del presunto delito estaba vacía y sigilosa. El amigo de I. P. R. no había salido de su casa y dormía plácidamente. I. P. R. se convenció de que, si no había sido ahora, la agresión sucedería en algún otro momento futuro.
—Lo he percibido con total claridad —advierte a su amigo—. Ten mucho cuidado estos próximos días y no pases por esta calle.
¿Se encuentra I. P. R. en el inicio de una esquizofrenia o es de esos privilegiados con extraordinaria capacidad de percepción?
* * *
G. S. M. llega a su puesto de trabajo ligeramente más tarde de la hora habitual. La sala diáfana ya está en plena acción: atestada de crujir de papeles, sonido de teléfonos, voces y tecleo. Las mesas, tan solo separadas por un escueto panel, ofrecen una falsa sensación de intimidad; en cuanto alguien se pone de pie es posible ver su rostro y su cuello. Trabajan juntos y separados al mismo tiempo. La vida amorosa de G. S. M. se había ido al traste meses atrás, pero ya está atravesando el duelo y la dinámica profesional le ayuda a centrarse en cosas que él considera «más productivas». Tiene veintiocho años y se plantea que la vida es un asco, pero este razonamiento solo se presenta de cuando en cuando. Hoy es uno de esos días.
Llega algo malhumorado, una cosa difusa, una incomodidad interna no demasiado aguda, pero sí persistente. Al mirar la pantalla de su ordenador encuentra adheridas al marco dos notas adhesivas. Los mensajes son escuetos y no reconoce la letra. Los observa y los retira, dejándolos a un lado. Comienza a trabajar, pero las notas marginadas asaltan constantemente su concentración y gradualmente se pregunta si alguien quiere perjudicarle. Cuanto más lo piensa, más se convence. Repasa mentalmente a sus compañeros de sala y cae en la cuenta de que sus relaciones son francamente superficiales; es casi seguro que hablan de él a sus espaldas porque cuando se acerca al grupo que toma café nota cómo cambian inmediatamente de conversación.