DEDICO ESTE LIBRO
A MI ESPOSA MARÍA EUGENIA,
POR SU AMOR Y COMPAÑÍA,
Y A MI HERMANA SOFÍA,
POR OBLIGARME A ESCRIBIRLO.
COCINAR PARA MÍ SIEMPRE SIGNIFICÓ FORMAR PARTE DE ALGO QUE ME SUPERA, COMO UN MÚSICO INVITADO A UNA BANDA QUE TOCA DESDE HACE SIGLOS. UNO UTILIZA INSTRUMENTOS EXISTENTES Y ENTONA NOTAS RECURRENTES PARA CREAR NUEVAS CANCIONES DE MANERA INDISTINTA.
Me abruma el hecho de pensar en la cantidad de horas que la humanidad pasó, pasa y pasará cocinando. Es probable que cocinar sea el oficio más repetido de la historia y, así y todo, parece una actividad aún no descubierta en su totalidad, llena de rituales, costumbres y ocurrencias que se renuevan cada vez.
Sobre la base de la prueba y el error aparece la inventiva aunque, a lo largo del tiempo, la necesidad fue la fuente más abundante de creatividad. Los grandes descubrimientos culinarios siempre surgieron de una necesidad económica. Los quesos, los aceites, los azúcares, las harinas, los embutidos y fiambres, los pickles, los granos secos… demuestran cómo el ingenio y la urgencia se unen para crear grandes cosas.
Con la invención de medios de conservación eléctricos este ciclo se invierte. Ya no es tan urgente encontrar soluciones para preservar alimentos; en consecuencia, la creatividad en la cocina se desacelera y se pasa de la creatividad por necesidad a la necesidad de creatividad. Aparecen nuevos conceptos, como la “fusión”, la comida “molecular” y otros, que apuntan a deslumbrar al comensal, a satisfacer su curiosidad por algo nuevo, diferente, no convencional. La necesidad de creatividad necesita altos grados de conocimiento y talento.
Me gusta comparar estas tendencias con el arte. Si se piensa en la comida “clásica” o “tradicional”, se puede asimilar con el Renacimiento o el Romanticismo. Así como el artista toma la realidad a su alcance y la plasma tal cual la siente, el cocinero clásico toma los productos disponibles en determinada zona y temporada y crea un plato noble.
En cambio, se pueden comparar las nuevas modas culinarias con el surrealismo o el cubismo, movimientos que representan la imaginación, la distorsión de la realidad, de la misma manera en que un cocinero altera la estructura molecular de un alimento para iluminarlo con su novedosa esencia.
Quizá por mis limitaciones y mi poco refinamiento, o porque me estoy volviendo viejo, no puedo entenderme del todo con estas modas. Sí puedo asegurar que cuando uno tiene hambre, hambre de verdad, disfruta más saciándola con una buena pizza que con una esfera de nitrógeno desfragmentada.
Comer con hambre es como besar enamorado. Cocinar instintivamente es como cantar con los ojos cerrados, y satisfacer a los demás es lo más satisfactorio que yo puedo hacer para mí mismo. Si hay una razón por la cual me hice cocinero es la satisfacción. Para mí no hay placer si no lo brindo. Hacer algo con mis propias manos y regalárselo a alguien que lo disfrute es para mí lo más cercano a la felicidad.
Cocinar también puede ser algo misterioso, que esconde secretos guardados de generación en generación. Como una herencia, un apellido, un momento íntimo que, al compartirlo, se vuelve una invitación a formar parte de un clan, una escuela de magos que comparte trucos viejos con sus nuevos peregrinos.
Mis primeros pasos en la profesión fueron con miedo, pidiendo per miso, equivocándome constantemente. Resultaba inevitable dudar de mi capacidad: ¿estaré hecho para esto? Uno se acostumbra a hacer las cosas mal todo el tiempo. Sale mal, suena mal, sabe feo… pero por lo menos lo hago cada vez más rápido. Y un día, como de casualidad, no sale tan mal, no es tan desagradable, no estoy tan nervioso, lo tomo con más calma y veo un progreso.
Entonces comienza a desarrollarse la sensibilidad, una cualidad fundamental y la más preciada a la hora de cocinar. La combinación de sensibilidad e instinto es la base de un buen cocinero. Todas las recetas (incluso las de este libro) pueden y deben reinterpretarse y adaptarse a la sensibilidad y el instinto del cocinero que las reproduce: prueba y error se transforman en habilidad. La simpleza es una característica a menudo olvidada. Alguna vez alguien más inteligente que yo me dijo: “Un buen cocinero sabe cuándo parar”. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de lo que quería decir. Ya sea por ignorancia o por inseguridad, muchas veces se agregan técnicas, guarniciones, colores y elementos que un plato honesto de comida no necesita. Un plato digno y apetitoso se convierte así en algo confuso y recargado. Como un árbol de Navidad lleno de guirnaldas que distraen y ocultan su naturaleza.
“Menos es más”: un plato perfecto para mí tiene cinco ingredientes o menos. Si se logra crear un plato interesante en sabores y texturas con cinco ingredientes o menos, el resultado será mucho más digno que si se utilizan treinta y cinco.
“Simple no es fácil”: hay más dignidad en la simpleza que en la sobreelaboración. Una torta de chocolate con huevos frescos, chocolate de máxima calidad, manteca de granja y un poco de miel de abejas en primavera, cocida con gentileza y suavidad, puede resultar una epifanía gastronómica. Otra torta de chocolate con café, nueces, licor, saborizantes, bicarbonato, harina, levadura, y no sé cuántas cosas más puede ser muy rica pero nunca alcanzará la grandeza de la anterior.
Por eso me esfuerzo más en la búsqueda del producto perfecto que en la presentación rebuscada. En un mundo ideal no debería consumirse nada que haya sido cultivado a más de cien kilómetros a la redonda, así se apoyaría la economía local de los productores. Si uno se encuentra en la pampa argentina no come pescado, mientras que en el Ecuador ingiere camarones. Al “desglobalizar” la comida se utilizan menos químicos porque lo que se consume llega de más cerca y no es necesario que dure tanto tiempo, se gasta menos en transportistas e importadores y se fomentan las granjas locales.
Siempre me preguntan cómo interpretar una receta, qué pasa si no consigo esto o lo otro. No puedo dar una respuesta esquemática ni una lista de pasos a seguir, pero sí guardo las sensaciones y las personas que me llevaron a hacer todo lo que hice, de la forma en que lo hice: tedio, limpieza, voluntad, repetición, inspiración, empleados, maestros, herencia, aprendizaje, orden, pasión, empeño, esfuerzo, sacrificio, resultado… y retribución.
MÁXIMO LÓPEZ MAY
Hipnótico como el fuego ardiendo, cautivante como un acuario lleno de peces, el lento hervor trémulo, la paciencia (madre de todas las virtudes culinarias) de un hechicero con su caldero, la más delicada de las alquimias, hacer caldos es un arte en extinción. No suelo ser radical, a no ser cuando pierdo la cabeza, pero soy un ávido detractor de los caldos comerciales, cualquiera sea su formato. ¡Muerte al cubito! Larga vida a la olla que con su suave cocción saca todas las bondades de los huesos y las transfiere al agua que mejora todo lo que toca.
CALDOS
CALDO DE POLLO BLANCO