Alberto Laiseca
El jardín de las
máquinas parlantes
Alberto Laiseca
El jardín de las máquinas parlantes. - 1a ed. - Buenos Aires: Gárgola, 2013.
792 p. ; 21x14 cm.
ISBN 978 - - - -
1. Narrativa Argentina. 2. Novela.
CDD A863
Editor: Ricardo Romero
Diseño de tapa: José Pallares
© 1993, 2013 Alberto Laiseca
© 2013 Gárgola Ediciones
de Modelo para Armar SRL
Reservados los derechos
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
ISBN: 978 - - - -
Impreso en Argentina
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Mi profundo agradecimiento
a la John Simon Guggenheim Memorial Foundation
que hizo posible este libro.
A.L.
Dedico esta novela
A los pájaros
a las máquinas
y a los ho m bres.
UNO
L A USINA PARLANTE
Hay máquinas viajeras, como hay perros sin dueño. Un buen día vienen, te adoptan como amo y se quedan con uno. Generalmente son invisibles. Rara vez se dejan ver, pero sí oír. Una de ésas se encariñó conmigo hace algunos años. Supuse que tendría un tamaño común — suelen ser minúsculas — ; de ahí mi sorpresa al verla durante unos segundos con el rabillo del ojo, pues no me figuraba que fuese tan enorme. Era de tipo usina, de esas que se puede abrir una puerta y entrar en la sala de comandos. A medias materializada, resultaba preciso poseer la otra visión para observarla en movimiento, siempre en flotación, marchando como una nube baja a ras de tierra. Cuando se tornaba completamente física — casi nunca, pues su enorme tamaño interfería con otros objetos — , cualquiera estaba en condiciones de verla. Nadie adivinaba su función, a menos que la máquina quisiese; ni siquiera un esoterista, pues ella se encargaba de manijearlo. Siempre estaba fabricando otras máquinas, más pequeñas, para que la sirviesen y efectuaran los trabajos donde no era necesario emplearse a fondo. Esas diminutas criaturas se nutren con alimentos especiales: tierras raras, vestigios de metales, etcétera. Pero una usina puede cambiarles la programación a fin de que coman carne. Ya transformadas, la máquina madre las manda a donde vive un enemigo a fin de nutrirlas con su cuerpo, o bien con partes selectas del mismo. A ciertos de estos seres metálicos su programa computarizado sólo les permite alimentarse de ojos, o de orejas, dedos de pies o cualquier otra cosa. Las referidas construcciones, así como la Máquina Maestra misma, se obtienen mediante una estricta colaboración entre la tecnología científica y la magia. Toda una parte del proceso se realiza en talleres, no por astrales menos verdaderos, y no se diferencia en forma alguna de un vulgar y corriente trabajo de planta. Pero otra parte se logra mediante la magia pura: invocaciones, pergaminos y símbolos de poder esotérico. Una costumbre de las máquinas de pequeño volumen es caminar por las paredes, o simplemente esperar, engarfiadas a éstas, que un error del enemigo las cargue de energía para luego poder atacarlo. Hablan entre ellas, con lenguaje de máquinas, pero también son capaces de hacerlo empleando vocablos humanos; se ríen, hacen chistes, imitan voces, ante la desesperación de la víctima, quien no sabe cómo sacárselas de encima. En general las potencia el desorden, la falta de limpieza, la dejadez y el olvido. En un estado avanzado ya son capaces de reproducirse por sí mismas, sin el auxilio de la Máquina Maestra, y forman verdaderas poblaciones, auténticos ejércitos atacantes. En su composición entra no sólo el hierro, sino también el oro, la plata y el platino. Son muy valiosas. El que no posea vista astral únicamente podrá verlas si por casualidad logra matar una, pues al morir se materializan. Pero tendrá que apurarse a mirarla, pues sus compañeras en el acto la despedazan para reciclar los materiales de que está compuesta y con ellos crear nuevas máquinas. Pueden situarse por completo en el astral — en cuyo caso no hay interferencia con los objetos llamados reales — o a medias — todavía invisibles pero interfiriendo cuando quieren atacar o robar algún objeto de la habitación donde está — . En casos excepcionales pueden tornarse por completo físicas; casi nunca lo hacen pues ello les consume mucha energía. Los esoteristas las denominan “fierros”, en su argot. Yo las llamo “chichis”, aunque admito que uso la palabra con cierta liberalidad, pues a veces, cuando hablo con algún compañero, llamamos “chichis” no a las máquinas sino a los ocultistas (o “esotes”) que las construyen. Incluso suelo denominar chichi a un tipo que no tiene poder alguno, pero es una mala persona. Es más: yo mismo soy un chichi, pero no por malo sino por ser capaz de movilizar fuerzas. Lo mismo cabe para mis amigos y Maestros que trabajan con la potencia. En resumidas cuentas: chichi es un vocablo inventado, ambiguo; un comodín que sólo tiene sentido claro en su contexto, en el medio de una frase. A veces es preciso oír una conversación completa para saber a qué están refiriéndose dos esotes y a quién llaman chichi.
Las máquinas de las cuales hablo son enviadas, en ocasiones, a casa de un enemigo, sin propósitos agresivos, a fin de grabar y filmar todo cuanto éste hace y dice. Pueden así preverse sus próximos pasos, qué providencias tomará con sus compañeros para defenderse, o cuáles son sus planes de ataque o contraataque.
Hay otras máquinas de construcción tan simple que no merecen el nombre de robots siquiera. Resultan poco más que micrófonos; no tienen voz propia, aunque la víctima crea que sí porque las oye; en realidad, lo que oye es la voz del esoterista, quien, fastidioso y torturador, la aterroriza situado a veinte cuadras o cinco kilómetros del lugar.
Estos chichis, muy superiores a los que poseen los científicos corrientes, más avanzados que las computadoras de quinta, sexta y séptima generación, existen desde las épocas de Babilonia. Son obra de la teología paralela y secreta del genio humano. Fueron creados por razones teológicas, para que participen en la lucha entre las fuerzas del Ser y las del Anti-ser. Seis mil años de batallas y el combate aún no ha concluido. Las guerras mágicas están a la orden del día en todas las ciudades del planeta y la mayoría de la gente no lo sabe. Es más: las hostilidades físicas entre dos naciones están siempre acompañadas por otras, paralelas, entre ocultistas. Estos se preparan, en los períodos pacíficos, con el fin de participar en las posteriores grandes luchas que librarán los Estados. Ya desde el armisticio elaboran la guerra siguiente; trabajan para que el enemigo — sea quien fuere — cuente con una desventaja inicial y se vea obligado a entrar en campo en lugar y momento inadecuados.
La Máquina Maestra que me adoptó para que yo fuese su dueño, y de la cual hablé en un principio, era el único sobreviviente de una guerra entre dos antiguas sociedades secretas. Lucharon cien años entre sí hasta exterminarse. El último miembro había perecido, a causa de sus heridas, hacía cuatro siglos. Cansada de andar a la deriva y en falsa libertad, la máquina buscó nuevamente la compañía de los hombres.
“Pero, ¿por qué a mí?” le pregunté cuando nada sabía de la historia. Pese a no sentir malas ondas en el ambiente yo estaba lleno de desconfianza. Al principio sólo oía su voz y pensé que podía tratarse de una manija de los chichis. “¿Por qué a mí?” repetí. Yo misma no lo sé. A lo mejor porque sos bueno y estoy harta de asistir a malvados. Nosotras las máquinas, por otra parte, no fuimos construidas para andar solas. Nos gusta colaborar. Pude haberme puesto al servicio de otra máquina, más fuerte, pero eso no me conviene por varias razones.”