ALBERTO JESÚS LAISECA (Rosario, 11 de febrero de 1941 - Buenos Aires, 22 de diciembre de 2016). Nacido en la ciudad de Rosario en 1941 pero residente durante su infancia y su adolescencia en la provincia de Córdoba, Laiseca se había radicado en Buenos Aires en 1966; después de Su turno para morir (1976), su primer libro, había publicado Poemas chinos (1987), los relatos de Matando enanos a garrotazos (1982) y dos novelas, Aventuras de un novelista atonal (1982) y La hija de Kheops (1989), aunque sería en la década siguiente cuando iba a ingresar en la primera plana de los escritores argentinos, debido a la entrevista consagratoria de Speranza, pero también, y sobre todo, gracias a una serie de obras excepcionales: los cuentos de Por favor plágienme (1991) y las novelas La mujer en la muralla (1990), El jardín de las máquinas parlantes (1994) y El gusano máximo de la vida misma (1999). En ellas, Laiseca profundizaba en lo que llamó «realismo delirante», un estilo que situaba la desmesura y la libertad creativas por sobre la demanda de verosimilitud de los hechos narrados, que «no se suceden o precipitan debido al puro automatismo psíquico, las alucinaciones o la escritura bajo el dictado del inconsciente, como en la receta del surrealismo histórico, ni tampoco a partir de los desplazamientos por contigüidad del significante, como en el modelo barroco», según el crítico argentino Martín Prieto, sino mediante el ejercicio deliberado de la exageración.
Con su método, le confesó a Speranza, no hacía otra cosa que ponerse «a la altura del universo, porque el universo es realista delirante». Poseedor de saberes diversos que incluían la poesía china clásica, el sistema de alcantarillado de la ciudad de Buenos Aires, las batallas de la Primera Guerra Mundial, la IV Dinastía egipcia y las «ciencias ocultas», el escritor presumía de lo mucho que se había documentado para escribir tres de sus libros más importantes, La mujer en la muralla —la bella historia de una mujer que camina treinta kilómetros por día durante años para reencontrarse con su marido—, El jardín de las máquinas parlantes y La hija de Kheops; en esta última, Laiseca hacía unas afirmaciones acerca del consumo de cerveza por parte de los constructores de las pirámides que la arqueología iba a confirmar sólo años más tarde, en una demostración de que su «realismo delirante» respondía a una concepción nada improvisada de las líneas de fuerza de la Historia.
«La pasé muy mal en una época de mi vida. Pensaba mucho en el suicidio, fueron décadas así», afirmó el autor de Las cuatro torres de Babel (2004) o La puerta del viento (2016). Aunque su figura iba a hacerse popular gracias a su participación en algunos filmes y en el programa televisivo Cuentos de terror, en el que echaba mano de sus dotes de narrador oral para recrear relatos del género, Laiseca —quien había ejercido oficios diversos, trabajando en las cosechas, como empleado de la compañía telefónica y como corrector de pruebas— publicó diecinueve libros a lo largo de su vida; el más importante y extenso de ellos fue una especie de leyenda durante años: Los sorias se eleva en sus 1400 páginas desde las dificultades de convivencia entre tres hombres en un cuarto de pensión a una lucha de dimensiones planetarias, pero, en realidad, su tema, dijo su autor, es la «humanización» de unas personas deshumanizadas por el dolor y las humillaciones. Laiseca, quien creía que la literatura tiene como finalidad hacernos más íntegros, más sabios, más humanos, murió el 22 de diciembre del año 2016 a los 75 años de edad.
Alberto Laiseca, 1991
Retoque de ilustraciones: diego77
Editor digital: Titivillus
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Notas
[1] Judith Gociol, «A modo de presentación», p. 13.
[1] Ricardo Piglia, «La civilización Laiseca», prólogo a Alberto Laiseca, Los sorias, Buenos Aires, Simurg, 1998.
[2] «… el plagio viene primero, la creación después» (Alberto Laiseca, Por favor, ¡plágienme!, p. 160).
[3] En Félix Weinberg, El salón literario de 1837, Buenos Aires, Librería Hachette, 1977, p. 122.
[4] «Con ese realismo delirante que es mi estilo, con todos esos cálculos absurdos, en verdad, no hago otra cosa que ponerme a la altura del universo, porque el universo es realista delirante», dice Laiseca en entrevista con Graciela Speranza para el volumen Primera persona. Conversaciones con quince narradores argentinos, Bogotá, Norma, 1995.
[5] Ricardo Piglia afirma en su prólogo a Los sorias: «El repertorio de lo que llamamos literatura argentina no forma parte del horizonte de Laiseca», op. cit., p. 7.
[6] A la libreta de apuntes se va acercando, también, el Manual sadomasoporno, en el que se adopta la política de «poner» fragmentos sin marco porque su artífice «no tenía dónde ponerlos». El verbo «poner» parece de lo más relevante. Permite arriesgar que lo espacial es un problema no menor en la escritura de Laiseca, y quizás, que lo espacial es en gran medida lo que esta poética despliega y dirime.
[7] Ricardo Piglia, Crítica y ficción, Buenos Aires, Planeta, 2000.
[8] César Aira, «El milagro de Laiseca», en Revista Ñ, 20 de mayo de 2011.
[9] Juan Sasturain, «Prólogo» a Alberto Laiseca, En sueños he llorado, op. cit., p. 5.
[10] Fogwill, «Prólogo» a Alberto Laiseca, Aventuras de un novelista atonal, Buenos Aires, Santiago Arcos, 2002, p. 5.
[11] Miguel Dalmaroni, «Incidencias y silencios. Narradores del fin del siglo XX», en Roberto Ferro (director), Macedonio, tomo 8 de Historia crítica de la literatura argentina, Buenos Aires, Emecé, 2007, p. 121.
[12] «Delirios de un novelista pasional», entrevista de Flavia Costa, La Nación, 23 de mayo de 1999.
[13] César Aira, Ema, la cautiva, prólogo de Sandra Contreras, Buenos Aires, Eudeba, 2011, p. 15.
[14] César Aira, Copi, Rosario, Beatriz Viterbo, 1991, p. 33.
[15] «… el mayor defecto del olvido es que a veces incluye a la memoria», dice Borges en Revista Extra, N.º 133, julio de 1976.
[16] Esta anécdota, que aparece en la entrevista que Ricardo Romero le realiza a Laiseca para el tercer número de la revista Oliverio (2003), está replicando (plagiando) un fragmento de Por favor, ¡plágienme! (34)
[1] A Homero hay que mandarlo a Nüremberg por nazi.
[2] La Fosa Negra de Calcuta, para ese hijo de puta de Schopenhauer.
[3]El Golem (Gustav Meyrink). La bastardilla es mía.
[4] Todas citas de Paradiso.
[5] En el Apéndice I aparece un resumen de la doctrina «religiosa» de Trincado.
[6] Referencia a la secta del loco Jim Jones, que se suicidó en ese país con mil de sus partidarios. No en todos los casos las muertes fueron voluntarias.
[7] Los espectadores dejaban de reírse cuando el turno les tocaba a ellos, porque entonces teníamos chapistas que «inventaban» la soldadura autógena, amas de casa que patentaban la olla a presión, etcétera.
[8]El Aleph.
[9]En la noche de los tiempos (de Los mitos de Cthulhu).
[10] Admito que se presta a discusión. Un amigo mío opina que la vista es el sentido sensual por excelencia. «Durante generaciones, los seres humanos tuvieron contacto sexual a oscuras —comentó—. Precisamente el gran logro y la bofetada al puritanismo victoriano, fue la destrucción de ese prejuicio absurdo». Después pensó un poco y agregó: «No obstante tendrías razón en tu apreciación sobre Lovecraft, ya que para él la vista es un instrumento únicamente utilizado para enfocar objetos “abominables”, “aborrecibles”, etcétera y, por lo tanto, deserotizantes». La objeción de mi amigo es válida, eso por no mencionar que el oído, gracias al poder de la palabra, puede llegar a convertirse en el supremo instrumento del erotismo. Pero, siguiendo la observación antedicha, no es el caso de Lovecraft. Por otra parte: gusto y tacto sirven para los preliminares del acto amoroso (beso, etcétera); son los entremeses, la fiesta lúdica. Además un ciego puede realizar el acto sexual, pero un hombre cuyo tacto estuviera atrofiado, no.