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Eduardo Punset - Por qué somos como somos

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Eduardo Punset Por qué somos como somos

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¿Por qué somos como somos? Es una pregunta que seguramente en los comienzos del siglo XXI se plantea de manera totalmente distinta a como se hiciera en épocas anteriores. Por primera vez en la historia el conocimiento científico comienza a formar parte de los intereses y de la sociedad en general.Y es que hay pocas aventuras tan apasionantes como las que nos ofrece en nuestro tiempo la investigación científica de primer nivel, aquella que busca explicación a interrogantes que hasta hace poco parecían territorio exclusivo de filósofos, teólogos o místicos.¿Cuáles son los mecanismos que van desde un gen, desde un cromosoma, desde una molécula… hasta el ladrido de un perro, hasta el sentimiento del amor, hasta el hecho de recordar algo con ternura? La neurociencia, nuestra principal aliada en la búsqueda de estas respuestas, nos enseña pautas fundamentales para comprender la individualidad de la conducta humana mediante el estudio del cerebro y del sistema nervioso. A través de algunos de sus especialistas más destacados vemos cómo la sofisticación del lenguaje, la memoria y el aprendizaje nos diferencia de las otras especies animales, y atisbamos nuevas perspectivas sobre la sexualidad y la reproducción; algunas de ellas, inquietantes. Sobre asuntos menos susceptibles de ser analizados en un laboratorio, como la belleza, el dinero o el comportamiento social, compartimos ideas con antropólogos, economistas y psicólogos. Todo ello, conducido por la pasión divulgadora, la sagacidad y el talento de Eduardo Punset.

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¿Por qué somos como somos? Es una pregunta que seguramente en los comienzos del siglo XXI se plantea de manera totalmente distinta a como se hiciera en épocas anteriores. Por primera vez en la historia el conocimiento científico comienza a formar parte de los intereses y de la sociedad en general.Y es que hay pocas aventuras tan apasionantes como las que nos ofrece en nuestro tiempo la investigación científica de primer nivel, aquella que busca explicación a interrogantes que hasta hace poco parecían territorio exclusivo de filósofos, teólogos o místicos.¿Cuáles son los mecanismos que van desde un gen, desde un cromosoma, desde una molécula… hasta el ladrido de un perro, hasta el sentimiento del amor, hasta el hecho de recordar algo con ternura? La neurociencia, nuestra principal aliada en la búsqueda de estas respuestas, nos enseña pautas fundamentales para comprender la individualidad de la conducta humana mediante el estudio del cerebro y del sistema nervioso. A través de algunos de sus especialistas más destacados vemos cómo la sofisticación del lenguaje, la memoria y el aprendizaje nos diferencia de las otras especies animales, y atisbamos nuevas perspectivas sobre la sexualidad y la reproducción; algunas de ellas, inquietantes. Sobre asuntos menos susceptibles de ser analizados en un laboratorio, como la belleza, el dinero o el comportamiento social, compartimos ideas con antropólogos, economistas y psicólogos. Todo ello, conducido por la pasión divulgadora, la sagacidad y el talento de Eduardo Punset.

Eduardo Punset
Por qué somos como somos
© 2008, Eduardo Punset
© 2008, RTVE del programa Redes
© De esta edición:
2008, Santillana Ediciones Generales, S. L. Torrelaguna, 60. 28043 Madrid
Teléfono 91 744 90 60
Telefax 91 74490 93
www.aguilar.es
Diseño de cubierta: Luis Sanz Cantero
Primera edición: octubre de 2008
ISBN: 978-84-03-09922-7 Depósito legal: M-38.655-2008
INTRODUCCIÓN
Hace muy pocos años, sobre todo en las décadas de los sesenta y los setenta, una reflexión sobre por qué somos como somos habría versado casi exclusivamente sobre genética y la programación de las conductas humanas implícita en los genes. Antes de 1953 -fecha histórica del descubrimiento del «secreto de la vida», como llamaron Watson y Crick a la estructura de la molécula del ADN- el entorno modulaba las almas. En la Rusia soviética se podría y debía construir un hombre nuevo transformando la organización social.
Antes de eso era todavía peor. Habíamos fabricado dioses a nuestra imagen y semejanza, y aplacábamos sus iras despeñando humanos por las murallas y consumando sacrificios humanos. Cualquier cosa salvo mirar qué pasaba dentro de uno mismo cuando aprendía, lidiaba con el vecino, amaba, sufría y moría. Es incomprensible -y sobre todo ha sido una fuente de amargura indecible- que hayamos sobrevivido sin saber nunca qué nos pasaba dentro, por qué nos comportábamos como lo hacíamos cuando estábamos emocionados, acosados por el miedo o la indiferencia.
Hoy empezamos a saber, por fin, por qué somos como somos. Una de las primeras cosas que hemos descubierto -hace nada menos que cuatrocientos años, pero como si no- es que ni el planeta ni nosotros mismos somos el centro del universo. Andamos subidos a 250 kilómetros por segundo en un planeta de una estrella mediana en la parte exterior de una de los billones de galaxias existentes. Y, no obstante, ¿cuántas personas siguen creyéndose el centro del mundo?
Nos ha costado más todavía -una mayoría de los habitantes de la Tierra sigue creyendo lo contrario- aceptar que es muy difícil detectar cualquier atisbo de propósito o intención en la historia de la evolución. En la perspectiva del tiempo geológico -¿hay otra manera de medir el tiempo?- somos la última gota de la última ola del inmenso océano cósmico.
Después de llenar páginas enteras, estanterías con los libros confeccionados con ellas, bibliotecas rellenas de esos libros para demostrar las cosas fundamentales que nos diferenciaban del resto de los animales, hemos tenido que renunciar una a una a casi todas de las supuestamente inamovibles verdades.
No es cierto que sólo nosotros sepamos fabricar herramientas, ni que seamos los únicos capaces de reconocernos en el espejo, ni que las demás especies no puedan comunicarse para hacerse entender o confundirse, ni que, finalmente, nadie más en el planeta pueda recurrir a los símbolos o a la capacidad metafórica para innovar. Descendemos de un antepasado común con los primates sociales y éstos, a su vez, del pez pulmonado que supo salir del mar y aposentarse en la tierra.
Sí es absolutamente cierto, en cambio, que estamos programados para ser únicos entre nosotros mismos. La neurobiología y el inconsciente se han confabulado para urdir un entramado en el que las leyes generales del cerebro se conciban con las huellas indelebles de la experiencia individual. Pero eso no quita -como solía decir el paleontólogo Stephen Jay Gould- para que sigamos, en realidad, en el reino de los artrópodos, para que seamos una comunidad andante de bacterias que, sin lugar a dudas, empezó su andadura miles de millones de años antes que nosotros y que nos sobrevivirá otro tanto, y para que lo que llamamos vida tenga que ver, fundamentalmente, con la memoria y sólo con ella.
Pero ahora sabernos, por fin, por qué somos como somos y, por tanto, por qué podríamos ser de otra manera si realmente quisiéramos. Para ello contamos con descubrimientos recientes que permiten iniciar ese camino. La plasticidad cerebral constituye una herramienta insospechada para el cambio. La belleza es la ausencia de dolor de la misma manera que la felicidad es la ausencia del miedo. Somos lo que somos, en gran parte, porque la belleza es un predictor excelso de la salud, nos da la medida de cómo estamos.
No podemos olvidar nunca que lo que es verdad de una clase o de un colectivo puede no serlo de un individuo, pero es bueno saber que, en términos generales, nos lo jugamos todo antes de los 5 años; es en el entorno de la negociación maternal donde se define el nivel de autoestima necesario para lidiar con el vecino, así como las ganas de seguir profundizando en el conocimiento de los demás. De lo ocurrido en aquel marco de negociación afectivo depende si abordamos el mundo adulto con amor, indiferencia, rechazo o ánimo de destruirlo.
Ahora sabemos también que el cerebro tiene sexo y que la diferenciación de géneros aparecida hace unos setecientos millones de años tuvo un impacto sin precedentes en los esquemas de reproducción y, sobre todo, en el coste vital. El coste de la diversidad que garantizaba el sistema de reproducción sexual fue, ni más ni menos, la renuncia a la inmortalidad.
Es muy probable que los graznidos fueran la primera muestra de comunicación verbal; que a ellos sucediera la música; a ésta, el lenguaje, que o bien era innato o bien crecía como un órgano más del cuerpo. La culminación de este proceso fue la escritura que, desde hace unos 4.000 años, introdujo el compromiso, la señal indeleble de una voluntad que permitió modular la convivencia social. Pero el análisis del origen del lenguaje ha permitido matizar que ni sirve siempre para entenderse ni es más perdurable que el lenguaje corporal. El contubernio social, el desafío de los demás, contri buyo como ningún otro factor al desarrollo de la inteligencia social.
Descubrir por qué somos como somos ha sido la primera pista para intentar ser de otra manera y rescatar de las tinieblas y el dogmatismo el código de los muertos que todavía rige el destino de millones de personas. ¿Cuántos años serán precisos para que las pautas configuradas para situaciones pasadas de hace decenas de miles de años den paso a sugerencias más adecuadas a unos humanos que acaban de triplicar su esperanza de vida? Lo primero era profundizar en saber por qué somos como somos.
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