Prólogo
NIKOS KAZANTZAKIS sugiere que el maestro ideal es aquel que se pone en el papel de un puente por el cual invita a sus alumnos a cruzar, y que luego de haberlos ayudado en el cruce se desploma con alegría, alentándolos a crear sus propios puentes.
Las diversas exposiciones incluidas en este libro representan tales puentes. Son simplemente ideas, conceptos y sentimientos que he compartido con satisfacción y he expuesto en el pleno entendimiento de que podrían ser aceptados, festejados, ignorados o rechazados. Eso no importaba.
Vuelvo a desarrollarlos aquí para aquellos que no asistieron a la exposición original o para quienes deseen experimentarlos en una segunda oportunidad.
Me alegra haber compartido estas ideas. Sigo impresionado de que hubiese habido miles que quisieran oírme. Para mí representan diez emocionantes años de crecimiento y de entrega. Mirando hacia atrás compruebo que no tengo remordimiento alguno, y sé que, para mejor o para peor, habré de continuar exponiendo mis ideas puesto que estoy decidido a continuar construyendo puentes.
L. B.
El amor como modificador del comportamiento
HOY HE VENIDO a hablarles del amor. Suelo denominar estas conferencias. «Amor en el aula». Son ustedes realmente muy audaces al permitirme venir a hablarles del amor en el aula. Por lo general se me pide que lo disimule, o que al menos le agregue algo. Por ejemplo, «El amor, coma, modificador del comportamiento». Entonces suena muy científico y nadie se asusta. Lo mismo ocurre cuando dicto mi clase de amor en la universidad; todos los profesores se ríen y me preguntan cuando me ven caminando por el campus: «¿Tienes clase práctica el sábado?». Yo les contesto que no.
Deseo relatarles brevemente cómo comencé con esta idea del amor en el aula. Hace unos cinco años me entrevistó el decano de la Facultad de Educación. Se trataba de un hombre muy formal sentado detrás de un enorme escritorio. Yo acababa de dejar el puesto de director de educación especial en un amplio distrito escolar de California luego de decidir que no servía como administrador. Soy maestro y quería volver al aula. Me senté, y él me preguntó: «Buscaglia, ¿qué querría estar haciendo dentro de cinco años?». En el acto, y sin vacilaciones, le respondí:
«Me gustaría dictar un curso sobre el amor». Se produjo una pausa, un silencio como el de ustedes en este instante. Luego él se aclaró la garganta y agregó: «¿Y qué más?».
Dos años más tarde me encontraba dictando ese curso. Tenía veinte alumnos. Hoy en día tengo doscientos, y una lista de espera de seiscientos. La última vez que inauguramos el curso hubo un lleno completo en los primeros veinte minutos del período de inscripción. Eso les demuestra el profundo entusiasmo que despierta un curso sobre el amor.
Nunca deja de sorprenderme el hecho de que cada vez que la Comisión de Política Educativa se reúne para determinar los objetivos de la educación norteamericana, el primero que fijan es siempre la autorrealización o autoactualización. Sin embargo todavía espero encontrar una materia, desde la escuela primaria hasta los cursos de posgrado, que se ocupe de temas como: «¿Quién soy yo?». «¿Para qué estoy aquí?». «¿Cuál es mi responsabilidad frente al hombre?» o, si lo prefieren, «El Amor». Que yo sepa, este es el único establecimiento educativo del país, y posiblemente del mundo que ofrezca un curso denominado «El Amor», y yo soy el único profesor suficientemente loco como para dictarlo.
Yo no enseño en esta clase, sino que aprendo. Nos sentamos sobre una enorme alfombra y conversamos durante dos horas. Generalmente continuamos hasta la noche pero como mínimo permanecemos las dos horas formales, y compartimos nuestros conocimientos partiendo de la premisa de que el amor se aprende . Psicólogos, sociólogos y antropólogos nos han dicho durante años que el amor se aprende. No es algo que suceda espontáneamente. Nosotros creemos que si lo es y de ahí surgen tantas diferencias en el terreno de las relaciones humanas. Pero, ¿quién nos enseña a amar? Un ejemplo sería la sociedad en que vivimos, y eso ciertamente varía. Nuestros padres nos han enseñado a amar. Ellos son nuestros primeros maestros, aunque no siempre los mejores. No podemos exigirles que sean perfectos. Los hijos siempre crecen esperando que sus padres sean perfectos; después se desilusionan y se enojan cuando se dan cuenta de que esos pobres seres humanos no lo son. Tal vez lo más importante de llegar a la adultez sea que cada uno de nosotros pueda ver a esas dos personas, que lo han criado, ese hombre y esa mujer, como seres comunes y corrientes, con sus problemas, sus conceptos erróneos, su ternura, su alegría, su pesar y sus lágrimas, y aceptar que son sólo seres humanos.
Y lo notable es que, si hemos aprendido el amor de estas personas y de la sociedad, podemos olvidarlo y volver a aprenderlo. Por lo tanto, existen grandes esperanzas para todos nosotros, pero en algún momento de la vida hay que aprender a amar. Creo que muchas de estas cosas están en nuestro interior, y nada de lo que vaya yo a decirles será sorprendentemente novedoso. Lo que van a encontrar aquí es a alguien que tendrá el coraje de enfrentarlos a todos ustedes y decir, para quizá liberar en el interior de cada uno la siguiente afirmación: «Eso mismo siento yo, y ¿acaso es tan malo sentir así?».
Hace cinco años, cuando comencé a hablar del amor, me encontraba muy solo. Recuerdo una oportunidad, y algunas personas de esta audiencia estuvieron también presentes, cuando me trabé en discusión con un colega de otra universidad respecto de la incidencia de la modificación del comportamiento en el afecto. Después de pasar yo largo rato gritando y clamando en nombre del amor, este caballero me dijo: «Buscaglia, usted es totalmente irrelevante». Creo ser el único ser humano que posee la singular distinción de ser irrelevante. ¡Y es fantástico! Pero ya no me siento tan solo, puesto que encuentro tantas personas volcándose al afecto y estudiándolo.
Uno de los momentos más significativos para mí fue encontrar el libro de Leonard Silberman, Crisis en el aula .
Si no lo han leído, léanlo; es estupendo. Probablemente sea uno de los textos más importantes en educación. Ya está incluso en la lista de bestsellers . El que sienta interés por los niños debe leer la obra de Silberman, como también los padres. Debería estar al alcance de todo el mundo. Este libro es el resultado de una beca Carnegie otorgada a su autor, sociólogo y psicólogo, para que verificara el estado actual de la educación en nuestro país. Silberman llega a la conclusión de que, considerando que en los Estados Unidos la educación es para todos, la estamos practicando notablemente bien en lo relativo a la lectura, la escritura, la matemática y la ortografía. En eso somos muy buenos. Pero fracasamos estrepitosamente en enseñar a los individuos a comportarse como seres humanos . Con sólo mirar a nuestro alrededor podemos corroborarlo. Decididamente, hemos estado poniendo el acento en la sílaba equivocada.
Durante mi primer año en la Universidad de California del Sur me hallaba yo dictando un curso. Hay un hecho sorprendente, que me imagino ustedes también habrán experimentado: se reciben vibraciones de parte del público.
Ciertas cosas suceden entre uno y el público si se habla con sentimiento. Sería maravilloso tener siempre grupos poco numerosos para sentarnos, conversar de veras y relacionarnos, en vez de estas reuniones multitudinarias. No obstante, entre los espectadores siempre hay algunos rostros que sobresalen, ciertos cuerpos que vibran. Llegan hasta uno y uno llega a ellos. De tanto en tanto, cuando necesitamos apoyo, los miramos fijamente y recibimos una sonrisa que dice: «Sigue, hombre, que lo estás haciendo bien». Entonces uno se siente capaz de cualquier cosa. Bueno, yo tenía una persona así en ese curso, una hermosa jovencita. Siempre se sentaba en la sexta fila y asentía todo el tiempo. Cuando yo decía algo ella musitaba: «¡Oh, sí!», tomaba apuntes, y yo pensaba: «Realmente me estoy comunicando con ella. Entre nosotros está sucediendo algo maravilloso. Ella está aprendiendo», etcétera. Pero un día dejó de venir. No se me ocurría qué podía haberle pasado y la busqué durante un tiempo. Finalmente le pregunté a la prefecta de mujeres, y ella me dijo: «¿No se enteró? Esta chica, cuyos trabajos eran absolutamente brillantes, se fue a Pacific Palisades, una zona con altos acantilados que caen al mar. Estacionó su auto, se bajó y se tiró desde los acantilados a las rocas de abajo». Esto todavía me afecta y me hace reflexionar: ¿Por qué nos dedicamos a llenar a las personas de datos olvidándonos de que son seres humanos?