Contra la nueva educación pretende ejercer una crítica racional y razonada a una pedagogía oficial que desprecia el conocimiento y la cultura y apuesta, en opinión del autor, por la felicidad ignorante y la empleabilidad de ocasión.
El autor examina de forma mordaz los principales dogmas pedagógicos posmodernos, y elabora una defensa apasionada, pero no pasional, de la instrucción pública como motor de una sociedad avanzada, idealmente meritocrática y con una sólida base ética que ampare el derecho de todos al ascenso social.
Desde su condición de músico, profesor y ciudadano, Alberto Royo se muestra decidido a presentar batalla, consciente de que sus planteamientos no discurren con viento a favor sino que suponen, hoy, casi un acto subversivo, una provocación.
Alberto Royo
Contra la nueva educación
ePUB v1.0
Librera virtual22.01.18
A mi mujer, Alicia, musa e inspiración en todo.
A mis hijos, Juan y Amaia, en quienes pienso
cuando aspiro a una sociedad mejor.
Prólogo
Entre el lamento y la carcajada
Para comprender el estado de la enseñanza en España, y después de haber leído este libro de Alberto Royo, sólo se me ocurre una comparación, que puede ser ilustrativa y también pavorosa: imaginemos que nuestro sistema de salud hubiera caído en manos de brujos, gurús, homeópatas, sanadores, astrólogos y estafadores. Imaginemos que estos individuos ocuparan todos los puestos directivos, dictaran las políticas sanitarias, los programas de estudio de los médicos y el personal sanitario, la mayoría de los cuales, a pesar de todo, intentarían seguir haciendo su trabajo. La comparación se detiene en un punto: si una caterva así se hubiera adueñado de la sanidad de un país, la catástrofe habría sido tan inmediata y tan devastadora, y el clamor público tan escandaloso, que se habrían tomado medidas correctoras inmediatas, entre ellas, sin la menor duda, el desenmascaramiento, el escarnio y la expulsión de los charlatanes.
Ha ocurrido algo semejante en la educación española, pero el escándalo sigue sin estallar. Año tras año las evidencias cercanas que percibe cada uno y los informes internacionales atestiguan el mal estado de la educación en España, pero, extrañamente, esa constatación no despierta alarmas, ni parece preocupar ni movilizar a nadie. Y, lo que es más asombroso, los mismos pseudoexpertos, charlatanes, brujos, gurús, sanadores, astrólogos, etcétera, que han desbaratado nuestro sistema educativo y nos han hecho perder una ocasión histórica de corregir nuestro atraso, los mismos estafadores siguen impartiendo sus doctrinas, elaborando sus programas, inspirando planes educativos cada vez menos duraderos y más dañinos en su ineficacia. Hace años propuse en un artículo que se concediera rango universitario a la astrología y a la ufología, dado que ya gozaban de él saberes tan comparablemente sólidos como la psicopedagogía. Al poco tiempo, caminando por Granada, un coche paró a mi lado en la acera, y se bajó de él un individuo de cara apacible, aunque de gestos alarmantes, que se dirigió a mí: «¿Tenía usted intención de ofender en su conjunto al colectivo al que pertenezco o sólo de criticar algunos abusos individuales?». Le informé de que la respuesta correcta a su pregunta era la primera: no, no me refería a casos individuales, o puntuales, como es más probable que él dijera. Mi objeción era total, colectiva, y tenía una consciente voluntad de ofender.
Es llamativo que miembros de una profesión —por llamarla de algún modo— tan sensible a la crítica negativa, sobre todo cuando va acompañada de sarcasmo, sean tan indiferentes a los datos de la realidad, y que reclamando para su campo de conocimiento —también por llamarlo de algún modo— la categoría de «ciencia» muestren tal indiferencia a la espina dorsal del método científico, que es la comprobación experimental. Año tras año, reforma educativa tras reforma educativa, las personas que se ocupan en la práctica y a diario de la tarea de enseñar constatan el deterioro de su posición y la dificultad de llevar a cabo sin agotamiento ni desmoralización el oficio al que se dedican. Año tras año también se constata el descenso de los mínimos educativos, y las páginas de los periódicos aparecen tan llenas de errores y de faltas de ortografía como los trabajos de los estudiantes universitarios. Pero nada de eso siembra la duda entre los pedagogos y los comisarios políticos de diverso pelaje que ahora dictan la ley en la escuela.
Y lo más desolador es que esa calamidad, que de vez en cuando hace su aparición en las primera páginas de los diarios, no suscitan ningún debate verdadero ni tiene el menor protagonismo en las escaramuzas electorales ni en los programas de los partidos políticos, a no ser para repetir algunos de los lugares comunes más nauseabundos: el rechazo del presunto elitismo del saber en la izquierda, y la obcecación en lo competitivo y lo mercantil de la derecha. Hace poco mantuve una conversación con un dirigente muy señalado de uno de los nuevos partidos que han empezado a ganar visibilidad y algo de poder en los últimos tiempos, y que muy probablemente tendrán un protagonismo decisivo dentro de muy poco. Le pregunté cuáles eran sus proyectos sobre la educación, y lo que me dijo me dejó helado: «Hay que acabar con la enseñanza memorística». ¡La enseñanza memorística! ¿Cuántos años hace que los pedagogos y los expertos vienen clamando contra ese pobre fantasma que está tan extinguido entre nosotros como los dinosaurios?
El grado de disparate al que han llegado los delirios verbales y por desgracia también prácticos de los charlatanes y los homeópatas de la educación nos empujaría sobre todo a las carcajadas si no fuera por el efecto que tiene sobre uno de los factores más importantes de nuestra vida civil, de nuestra economía y nuestra cultura, de nuestro sistema democrático. Quizá por eso, porque es un hombre con sentido del humor, Alberto Royo está tan preparado y es tan beligerante en su diatriba ilustrada. Tomarse en serio intelectualmente toda esa palabrería que oscila entre lo grotesco y lo indescifrable es concederle una respetabilidad que nadie desperdiciaría para rebatir los argumentos de un astrólogo. Son ataques de risa, tanto como de indignación, lo que provocan las melifluidades pedagógicas sobre la creatividad, la empatía, el coaching, etcétera. ¿Cómo va a debatir uno en serio con Paulo Coelho ¿Vamos a darle más crédito a Eduard Punset por sus afirmaciones gaseosas que por su canto a las bondades del pan de molde? Pero en un país que destierra la Filosofía de sus planes de estudio, Paulo Coelho parece inspirar algunos principios educativos, y el predicamento de Punset y similares entre los poderosos de la política y del dinero podría culminar alguna vez en su nombramiento como presidente del CSIC.
En ésas estamos. Yo creía poseer todos los argumentos que necesitaba para alimentar la indignación y el sarcasmo, y leyendo estas páginas me he sentido desbordado y abrumado. Alberto Royo, aparte del sentido del humor, tiene otras cualificaciones valiosas para referirse a todo esto: es un profesor de enseñanza secundaria, no un político, ni un charlista, ni un psicopedagogo; y, además, es un músico. Su condición de profesor le permite ver en la realidad de cada día lo que no saben ni quieren ver los que legislan o pontifican sobre educación con el mismo rigor que aquellos médicos escolásticos que seguían divagando sobre los cuatro humores mucho después de que se hubiera demostrado la circulación de la sangre. Pero yo creo que es su oficio de músico lo que le ayuda a precisar con claridad máxima la realidad de los procesos de aprendizaje, frente a las fantasías halagadoras y lúdicas y celebradoras de lo creativo de los promotores risueños del analfabetismo en cuyas manos estamos. La música da mucho, una vez que se la conoce, al que la escucha y, más aún, al que sabe tocarla. Pero esos dones de la música no son inmediatos, ni están abiertos por igual a todo el mundo, ni pueden adquirirse sin un repertorio de actitudes y de conocimientos que para los pedagogos son tan escandalosos como la teoría heliocéntrica de Copérnico para los prelados de la Santa Iglesia católica: el dominio de la música requiere esfuerzo, paciencia, repetición, memoria y humildad. Y no puede conseguirse sin la ayuda de un profesor. Y un profesor, además, que transmita sólidos conocimientos, muchos de ellos tan antiguos que se remontan a la Grecia arcaica. La célebre creatividad, en sí misma, no es nada: para crear al piano hace falta primero haber estudiado muchos años.
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