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La confusión nacional.
La democracia española ante la crisis catalana
ISBN: 978-84-9097-425-4
e-ISBN: 978-84-9097-447-6
DEPÓSITO LEGAL: M-6.461-2018
IBIC: 1DSEJ/JPHF/KCP
este libro ha sido editado para ser distribuido. La intención de los editores es que sea utilizado lo más ampliamente posible, que sean adquiridos originales para permitir la edición de otros nuevos y que, de reproducir partes, se haga constar el título y la autoría.
INTRODUCCIÓN
UNA DECEPCIÓN DEMOCRÁTICA
La democracia española ante el espejo
Este libro tiene un mensaje que puede resultar incómodo: la democracia española no ha estado a la altura de las circunstancias en la cuestión catalana, especialmente durante la crisis del otoño de 2017, aunque los problemas venían de tiempo atrás. Los errores que haya cometido el independentismo catalán, que a mi entender son muchos y graves, no pueden nublarnos el juicio con respecto a nuestro propio sistema democrático, que, según intentaré argumentar, ha mostrado serias deficiencias.
A medida que se desarrollaba la crisis catalana, se ha ido activando un nacionalismo español cuya manifestación más visible y superficial ha sido la proliferación de Banderas españolas en los balcones y cuya consecuencia política más importante ha sido la justificación de las reacciones represivas e intransigentes del Estado. El discurso principal de este nacionalismo es el siguiente: frente a la política identitaria de los independentistas que quieren romper España, se erige una sociedad española abierta y democrática, un Estado español con siglos de antigüedad que cuenta con instituciones que garantizan las libertades, los derechos fundamentales y la igualdad política. Mientras que el nacionalismo catalán, según este punto de vista, es excluyente, va contra el curso de la historia y pretende establecer nuevas fronteras que separen, España ha apostado por la integración supranacional, por unirse con otros pueblos europeos.
Por desgracia, un análisis frío y desapasionado de lo sucedido nos conduce a un diagnóstico considerablemente más sobrio (y sombrío). En una democracia madura, en la que los principios de tolerancia y consentimiento estén bien asentados, las fuerzas políticas y las instituciones del Estado habrían logrado algún tipo de acuerdo, evitando de este modo el enfrentamiento, la imposición y la deslegitimación mutua. El conflicto catalán, por motivos muy diversos, ha ido intensificándose a lo largo de los últimos diez años, encontrando en el Estado y la sociedad española unas veces la indiferencia y otras el cerrilismo, y ha terminado explotando y produciendo la peor crisis constitucional de nuestra historia reciente. El resultado está a la vista: represión policial en la jornada de votación del 1 de octubre; una parte del Gobierno catalán en la cárcel, otra huida en Bélgica; dos líderes de asociaciones civiles presos; centenares de alcaldes investigados por su implicación en el 1-O; varias decenas de causas judiciales en marcha, y la autonomía catalana intervenida por el Gobierno central. Es legítimo pensar que había formas de resolver la crisis más respetuosas con el ideal democrático. Incluso si la razón estaba en contra de los independentistas, en una democracia más profunda los conflictos se superan de otra manera.
No se trata solamente de los resultados finales de la crisis constitucional. Si pensamos en términos algo más generales, hay base para afirmar que se ha judicializado en exceso lo que era un problema fundamentalmente político. Los jueces han adquirido un protagonismo desmedido ante la falta de iniciativa del Gobierno y los partidos políticos. Algunas de las decisiones judiciales solo son explicables teniendo en cuenta la combinación de conservadurismo ideológico de la judicatura española y un clima de opinión exaltado e intransigente, en buena medida azuzado por los principales medios de comunicación, que han actuado con una beligerancia exagerada, haciendo periodismo de trinchera en lugar de informar y analizar con un mínimo de imparcialidad. El Tribunal Constitucional, por lo demás, ha mantenido una posición muy rígida en el tema nacional, casi dogmática, contribuyendo decisivamente a tensar y polarizar el debate político.
Por si todo lo anterior no fuera suficiente, debe llamarse la atención sobre un asunto de extrema gravedad que ha pasado demasiado desapercibido fuera de Cataluña durante los años del procés . El Gobierno de Mariano Rajoy, en lugar de negociar con las autoridades catalanas y buscar una solución mutuamente aceptable, optó por promover una “guerra sucia” de baja intensidad, creando un operativo policial en la sombra para sacar, con cargo a los fondos reservados y sin ningún tipo de control judicial, los trapos sucios de los dirigentes independentistas. En un Estado de derecho sólido, este tipo de maniobras, en los bordes mismos de la legalidad e inaceptables en cualquier caso desde un punto de vista democrático, habrían acabado en un fenomenal escándalo con dimisiones incluidas y quién sabe si también con elecciones anticipadas. Que este asunto no haya merecido una mayor atención revela las limitaciones de nuestra esfera pública y un preocupante grado de impunidad política.
Me gustaría aclarar que el análisis crítico de la democracia española no supone en absoluto la condonación de los abusos y errores cometidos por autoridades y representantes del pueblo catalán. Como he tenido oportunidad de escribir en otras ocasiones, creo que el movimiento independentista desarrolló un discurso irreprochablemente democrático hasta las elecciones autonómicas de 2015, que planteó como plebiscitarias. Los partidos favorables a la independencia obtuvieron una ajustada mayoría absoluta de escaños y menos del 50 por ciento de los votos emitidos. A pesar de un nivel de apoyo limitado (aunque indudablemente importante), los independentistas optaron por la vía unilateral, agotando con ello tanto el crédito democrático que habían acumulado hasta ese momento como la simpatía internacional que su causa despertaba. Me parece, por tanto, que el independentismo ha actuado de forma irresponsable, desobedeciendo la ley sin tener suficientes razones ni apoyos para ello. Que el Estado español no haya sabido reaccionar a las demandas catalanas no da carta blanca a los independentistas en su lucha por conseguir una República propia.