Agradecida y deudora
Una tupida red de personas desde diversos ángulos y situaciones ha contribuido a hacer posible este trabajo que se ha nutrido de las aportaciones de un buen número de personas que me han ido surtiendo de ideas, anécdotas y vivencias que he ido guardando cuidadosamente durante años y que impregnan el texto y mi pensamiento a modo de intercambio generoso. Mi primer agradecimiento es para ellas, y también para las mujeres y hombres con quienes he ido conversando, aprendiendo y dudando durante tantos años; con quienes he construido mi pensamiento, siempre en relación. Trataré de nombrarlas a todas.
Como puede comprobarse a lo largo del texto, me siento deudora de la obra de algunas mujeres cuyos pensamientos, reflexiones y propuestas han sido un estímulo y un placer durante muchos años. Martha Holstein, Germaine Greer, Carolyn Heilbrun, Betty Friedan, Margaret Gullette y Toni Calasanti, entre otras, me han ayudado a mirar la complejidad del envejecer desde múltiples ángulos.
Por encima de todo me siento afortunada, porque he dispuesto de una amplia comunidad de seres empáticos, próximos y dialogantes que me han facilitado día a día seguir en la brecha. El hecho de vivir entremezclada con flores de todas las edades es lo que me ha permitido «mirar hacia atrás» y «pensar hacia adelante» y, sobre todo, valorar la genealogía como fuente de conocimiento. Por una parte, la actitud crítica y la realidad cotidiana de mi peña de amigas mayores me confirma que mis utopías no lo son tanto; por otra, mi relación personal y profesional con mujeres más jóvenes que ensayan otras vidas me invita a imaginar que «otra vejez es posible».
Durante el proceso de escritura, y para perfilar esto y aquello, he dado la lata a muchas personas de las que me fío, con llamaditas intempestivas, e-mails apresurados preguntando, corroborando, recabando sugerencias que han sido un soporte excelente y un generoso regalo. Mis principales «víctimas» han sido, en este caso, mis compañeras de las «veladas feministas». Mis amigas Marisa Calero —diccionario ambulante del español urgente—, Marina Fuentes-Guerra —la mirada estructural y certera— y Heide Braun —la prueba del algodón— han leído atentamente, con dedicación, sabiduría y espíritu crítico los borradores finales. Más que amigas. Ahí también han estado Nati Povedano, Montse Moix y Dolores Juliano dándome pistas y ánimos. El trayecto recorrido con Carmen Alborch me dio el impulso de la recta final. Y, sobrevolándolo todo, la comunidad de cuidados con Caleli Sequeiros y Cristina Blanco. Qué hondas las ventajas de las redes.
Juana Castro ha escrito expresamente el poema que enmarca el libro. Me siento agradecida y dichosa por los años de nuestra mutua complicidad feminista. Un auténtico regalo.
Agradezco a Rosa Regàs su generosidad y confianza al escribir el prólogo. Cuando aceptó mi propuesta mi corazón de cronopia bailaba «tregua y catala».
El acogimiento y entusiasmo de Carme Castells, editora y amiga, me ha dado una tranquilidad enorme, la sensación de seguir ahí con el espíritu de otros tiempos envolviéndolo todo.
He estado bastante monotemática en los últimos meses, ciertamente. Los paseos diarios con Juan Serrano han sido una oportunidad para ir desgranando dudas y estrategias. Su lectura y opinión acerca de algunos capítulos me ha permitido comprobar el interés del tema, más allá del objetivo esperado. Él y Bruno —mi pequeña comunidad familiar— son el sustrato sobre el que el libro ha podido ser una realidad. Mis hermanas —Mamen, Bei y Lali— son mi más entusiasta club de fans y mi esquema de pertenencia básico.
Rafi Cano lleva más de veinte años facilitándome tiempo para mis trabajos y haciendo ligera mi vida. En esto también he sido afortunada… ¡ah! y, por supuesto, cantar en el coro de la Universidad de Córdoba, ver crecer a Gonzalo y los ratos con Olga ladrando y reclamando mi atención han supuesto un imprescindible amarre a la cordura.
CAPÍTULO 1
Principio y fin
Hay algo deliciosamente escandaloso en la frase «mujer mayor fresca y esplendorosa».
JEAN SHINODA BOLEN
Tan frescas. Estas dos palabras definen en gran medida el espíritu de este libro que escribo desde mis 60, situada más allá de algunas batallas, con la mirada cautelosa que otorgan los años y las vidas vividas hasta el momento —oteando, curiosa, las que me quedan por vivir—, ahora que he llegado a algunas conclusiones, aunque tengo pocas certezas, muy pocas, y muchos interrogantes. Lo hago tan fresca, sin ira ni rencor, con ánimo de iniciar una conversación que haga grande el mundo para las mujeres en la edad mayor, que contribuya a desvanecer los miedos con que nos acercamos a la vejez e iluminar un día a día por construir.
En gran medida el objetivo de este libro se basa en la convicción de que las mujeres mayores carecemos de una carta de navegar que nos indique cómo manejarnos con el tiempo recibido —treinta años más de vida que nuestras madres— o, al menos, la carta que se nos ha dado no nos sirve, porque limita nuestras posibilidades de movernos con libertad, o simplemente porque no ofrece modelos para vivirlos como lo que son: un regalo, no una condena. En este libro trato de iniciar una reflexión sobre el legado recibido, que en buena parte nos invita a la discreción y la máscara.
Llevo largo tiempo dándole vueltas al tema de encontrar una explicación liberadora al hecho triunfante de vivir muchos años, que es lo que caracterizará la vida de las personas en el siglo XXI. Es cierto: vivimos ahora muchos más años que antes, pero ¿cómo vamos a vivirlos? Por el momento, si atendemos al argumentario en uso no resulta fácil plantearlos como una aventura gozosa, como un logro del que podemos disfrutar, sino más bien parece un camino oscuro. Este imaginario tiñe nuestro pensamiento desde muy temprano de manera que, ancladas en la idea de la eterna juventud como único valor, nos pasamos casi la mitad de nuestra vida añorándola, sin encontrar a nuestro alrededor una imagen validada de mujer mayor que nos permita saber que vamos por un camino interesante y significativo.
Nacer es iniciar una senda que tiene un fin: morir. Nacer y morir no son más que el principio y el fin de un recorrido vital del que cada quien dispone de un capital de partida. Por delante nos espera más o menos tiempo, más o menos salud y cantidades variables de otros elementos que constituirán nuestro yo individual, nuestra vida. Por suerte, diríamos, porque resultaría difícil otorgar significado y proyecto a una vida sin etapas, sin tareas evolutivas que cumplir, carente de diversas fases de desarrollo, de nudos que resolver y sortear. Es esta condición de finitud la que nos permite sentir el imperativo de aprovechar el tiempo, de disfrutar la vida, que se agudiza justamente con la edad; sin ella, probablemente caeríamos en el desinterés de la falta de metas y objetivos.
Un hecho es cierto: vivimos muchos más años que antes y no disponemos de modelos para saber qué podemos sentir, cómo podemos estar, de qué manera relacionarnos, a qué tenemos derecho y a qué no, ¿quién dice cómo, qué, cuánto? Se trata, pues, de repensar, reinventar, ampliar, esponjar nuestra propia vida, porque los años de los que disfrutaremos la mayoría no vienen con libro de instrucciones. Antes a los 40 estábamos ya para el arrastre; por tanto, nos resulta impensable imaginarnos con 90 años y tan campantes. ¿Cómo viviremos estos treinta o cuarenta años de más en los que apenas podemos volver la mirada hacia nuestras madres y abuelas, porque ellas no los vivieron y, en todo caso, quienes sí lo hicieron se encontraron con un mundo pequeño y limitador, del que no fueron protagonistas? ¿Cómo seremos, ahora que sabemos leer, escribir, producir, ahora que llevamos ya muchos años hablando entre nosotras para darnos la palabra, reconocer nuestra voz y legitimar nuestros deseos? Ahora que sabemos, más que nada, lo que no queremos, dónde y cómo no queremos estar, ser, vivir, y tratamos de descifrar las claves del trayecto.