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Velázquez Navarrete - Afecto y lenguaje

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Velázquez Navarrete Afecto y lenguaje

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Director de la colección: Gonzalo Pontón Gijón

Consejo asesor:

José Manuel Blecua

Fàtima Bosch

Victòria Camps

Salvador Cardús

Ramon Pascual

Borja de Riquer

Joan Subirats

Jaume Terrades

© del texto: Eduardo Velázquez Navarrete, 2014

© de esta edición: Edicions UAB, 2014

© de la fotografía de la cubierta: Nazarenko Andrii / Shutterstock.com

Edicions UAB

Servei de Publicacions de la Universitat Autònoma de Barcelona

Edifici A

08193 Bellaterra (Cerdanyola del Vallès)

Tel. 93 581 10 22

www.uab.cat/publicacions

ISBN (digital): 978-84-941904-3-8

Depósito legal (digital): B.2288-2014

Conversión a formato digital: gama, sl

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright .

CAPÍTULO VI

Deseo. ¿Qué queremos del mundo?

«—¿Por qué está tan oscuro, Hija de la Luna? —preguntó.

—Los comienzos son siempre oscuros, Bastián.

—Quisiera verte otra vez, Hija de la Luna. ¿Sabes? Como en el instante aquel en que me miraste.

Otra vez oyó la risa suave y cantarina.

—¿Por qué te ríes?

—Porque estoy contenta.

—¿Por qué?

—Acabas de formular tu primer deseo.»

[...]

—Fantasía nacerá de nuevo de tus deseos, Bastián.

[...]

—Tienes que darle un nombre —susurró la Hija de la Luna.»

M ICHAEL E NDE . La historia interminable.

Además de sentir y pensar hacemos cosas, actuamos en el mundo y operamos con la realidad. Nos comportamos de una determinada manera. ¿Por qué hacemos lo que hacemos? Los niños continuamente andan buscando cosas, no solo pidiendo sino también encontrando. Si ven que tenemos algún objeto o lo tiene otro niño, eso despierta su interés de manera poderosa. Despierta su deseo. Y cuanto más difícil es obtenerlo, más lo solicitan. Piden lo que no tienen y sobre todo lo que tienen los demás. El deseo les mueve a buscar aquello que quieren. No ya lo que necesitan. Esto pasa en los niños más pequeños. Cuando crecen, desean. Un mes antes de que vengan los Reyes todos hemos empezado a desear

El deseo es como un motor que nos pone en marcha. Los clásicos hablaban del interés, la parte concupiscente que localizaban en el vientre, el apetito o la voluntad.

Porque deseamos, buscamos, y por ello actuamos. La mayoría de nuestros comportamientos se encaminan a intentar satisfacer deseos. Algunos son tan simples que se limitan a necesidades puramente biológicas; esto no es deseo en sí. Pero la mayoría son deseos de algo, de otra cosa. Y hasta esto lo simbolizamos de una u otra manera y lo hacemos pasar por ese tamiz de las palabras y los símbolos hasta deformarlo verdaderamente. Si tengo sed, pues tengo que levantarme para beber agua o intentar convencer a alguien para que me traiga una bebida. Pero otras veces no solo necesito comer sino que también necesito comer algún alimento concreto que pienso que será especialmente placentero, agradable, que me brindará la satisfacción que espero. Y de ahí la transformación de la alimentación en un espectáculo de imágenes donde se incita, sobre todo, a desear. «La comida entra por los ojos», se suele decir.

La necesidad y sobre todo el deseo se han presentado a lo largo de la historia de muchas maneras.

El autogobierno del que hablaban algunos escritores de la antigüedad, que buscaban no perturbarse por las vicisitudes emocionales y la autosuficiencia, no solo se relaciona con las emociones sino también con los deseos. Epícteto, estoico, un griego del siglo I, escribía en su Manual de vida : «Aniquila por completo el deseo, al menos en el momento presente. Y es que si deseas algo de lo que no depende de nosotros, por fuerza serás infortunado; y si algo de lo que depende de nosotros, aún no tienes a tu disposición nada de cuanto sería hermoso que desearas; así que usa solamente el impulso o la repulsión, pero con suavidad, de manera excepcional y sin tensiones».

Ambos valoran la impasibilidad, es decir, no padecer, no perturbarse. Para ello recomendaban controlar el deseo o conocerlo y así llegar a la serenidad. Dice otro hombre que se dedica a tratar la angustia, Fernando Colina, que «todas las escuelas antiguas son escuelas de moderación. Lo son el estoicismo, el escepticismo, el epicureísmo (su hedonismo era más un principio de hedonismo que de comportamiento) y el cinismo. Todas se guiaban, pese a sus diferencias y su distinta fisonomía, bajo esa norma común. La moderación y el término medio fueron un principio ético universal que, no sin ciertos matices, ha llegado vivo hasta nosotros. Pathos , perturbatio , afectus , morbus , hexis , son los términos que se oponen a la moderación [...] la moderación representa la técnica por excelencia para frenar los deseos y regular los placeres. La felicidad quedaba ligada a la tranquilidad del ánimo y a la autarquía, es decir, al imperio del hombre sobre sí mismo, al gobierno eficaz de sus deseos que le permitía liberarse de toda inquietud».

Aspiraban los clásicos a la serenidad, a la impasibilidad, a la no perturbación y a poder «vivir tranquilos». Bueno, claro, es que eso es lo que querríamos todos. Evitar el displacer y la infelicidad. Esta aspiración se ha mantenido a lo largo del tiempo, esa «serenidad del alma» de la que habla Epicuro.

Más tarde, Locke, en el siglo XVII, en el Ensayo sobre el entendimiento humano también mencionaba el tema: «Que todos los hombres deseen la felicidad, es algo que no admite duda; pero, según ya advertimos, cuando no los atenaza ningún dolor, se inclinan a entregarse al primer placer que esté a la mano, o al que el hábito ha hecho recomendable para conformarse con él; de manera que estando satisfechos, hasta que algún deseo nuevo viniendo a inquietarlos altera esa felicidad y les muestra que no son felices, no ven más allá, porque su voluntad no está determinada a ninguna acción que los conduzca a perseguir algún otro bien conocido o aparente. Porque, como la experiencia nos enseña que no podemos disfrutar de toda clase de bienes, sino que uno excluye al otro, no fijamos nuestros deseos en cada bien mayor aparente, a no ser que juzguemos que es necesario a nuestra felicidad: si pensamos que podemos ser felices sin ese bien, entonces no nos mueve».

Aquí Locke ya usa la palabra felicidad ligada al deseo y al placer. No duda de que todos los seres humanos deseemos la felicidad, y el deseo «nos inquieta» y así altera esta felicidad. Lo de la felicidad es mucho más complicado que lo que alcanzo a comprender. Me quedo con eso de la serenidad. Como decíamos, se han propuesto varias recetas a lo largo de la historia para conseguirla. Famoso es aquel «nada te turbe, nada te espante» de santa Teresa de Jesús. Las diferentes religiones, por ejemplo, han propuesto su estrategia, desde el cristianismo (templanza, serenidad y, en general, no ceder ante el deseo) hasta el nirvana de los budistas (no desear). Y en nuestros días destacan la difusión de las técnicas de relajación, las propuestas de meditación o el movimiento New Age y su música de fondo, las propuestas orientales y todo eso. Aunque en general la vida ni tiene amaneceres serenísimos ni música de fondo...

Desde que nacemos pugnamos por la satisfacción. Desde el primer llanto pidiendo el pecho de una madre. En el ser de los niños está desear y perturbarse. Y alegrarse, y desesperarse, y llorar, y reír a carcajadas. Igual que querer saber y preguntar el porqué.

Sería legítimo preguntar: ¿Entonces por qué no me satisfago siempre? ¿Por qué no podemos estar siempre satisfechos? Sería una reclamación lógica y consecuente al alcance de todos.

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