EL MITO DE LAS DIETAS
La flora intestinal, clave de un peso saludable
Tim Spector
Antoni Bosch editor
Manacor, 3, 08023, Barcelona
Tel. (+34) 93 206 0730
www.antonibosch.com
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Título original de la obra: The Diet Myth
First published in 2015 by Weidenfeld & Nicolson, The Orion Publising Group, London
© Tim Spector, 2015
© de esta edición: Antoni Bosch editor, S.A.U.
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ISBN: 978-84-946103-9-4
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Diseño de la cubierta: Compañía
Maquetación: JesMart
Corrección: Raquel Sayas
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No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright .
A mi familia y otros microbios
Índice
Había sido una ascensión dura: me había llevado seis horas subir los 1.200 metros hasta la cima, avanzando con mis esquís de travesía con piel de foca artificial para no resbalar hacia atrás en la nieve.
Como mis cinco compañeros, me sentía cansado y algo mareado, pero quería contemplar la espectacular vista que había sobre Bormio a 3.100 metros, en la frontera italo-austríaca. Llevábamos seis días recorriendo la zona con esquís, alojándonos en refugios de montaña, haciendo mucho ejercicio y disfrutando de buena comida italiana. Nos quitamos los esquís para caminar los diez metros que quedaban hasta la cumbre, pero me noté inestable y, pensando que mi leve vértigo empezaba a hacerse notar, no me atreví a asomarme por el precipicio para mirar. Cuando iniciamos el descenso, el tiempo se estropeó, unas nubes cubrieron el cielo y comenzó a caer una nieve ligera. Me costaba ver el rastro de delante, pero supuse que era porque se me estaban empañando las viejas gafas. Por lo general, esquiar de bajada es la parte fácil y tranquila, pero yo me encontraba extrañamente cansado y no me sentí aliviado hasta una hora después, culminado el regreso.
Cuando llegué a la altura del guía francés de montaña, este me señaló un gran árbol, a unos cincuenta metros, que albergaba dos ardillas alpinas. Observé las ardillas, pero para mí eran cuatro (dos en diagonal encima de las otras dos), y me di cuenta de que veía doble. Desde mi época de neurólogo residente conocía las tres causas probables a mi edad, ninguna buena: esclerosis múltiple, tumor cerebral o apoplejía.
De nuevo en Londres, tras unos días bastante angustiosos conseguí que me hicieran un escáner IRM en el que, por fortuna, no se veía nada indicativo de dos de esas causas; con todo, aún quedaba la posibilidad de que hubiera sufrido un pequeño derrame cerebral.
Al final, un colega oftalmólogo fue capaz de diagnosticarme, por teléfono, una oclusión del cuarto nervio craneal. Esto apenas me sonaba, pero lo bueno era que normalmente mejoraba, sin tratamiento, al cabo de unos meses. Se desconoce la causa precisa, pero tiene que ver con un espasmo, una constricción y microobstrucción de la arteria que abastece a ese nervio, que a su vez controla algunos de los movimientos oculares. Un verdadero alivio. Solo tenía que esperar a que el ojo se recuperara, y llevar al principio un parche y luego unas gafas de empollón con lentes de prisma para no ver borroso.
No era capaz de leer ni usar el ordenador más de cinco minutos seguidos y, para complicar aún más las cosas, me había subido la presión sanguínea. Esto desconcertaba a mis colegas especialistas, pues la presión no tenía por qué cambiar tan de repente, pero yo sabía que la mía sí había variado pues me la había tomado yo mismo por casualidad dos semanas antes. Tras varias pruebas cardíacas para excluir causas extrañas, me recetaron fármacos contra la hipertensión y aspirina para diluir la sangre.
En apenas dos semanas había pasado de ser un hombre de mediana edad deportista, con un estado de forma superior a la media, a ser lo más parecido a una víctima deprimida de apoplejía, hipertenso y adicto a las pastillas. Durante el tiempo en que me vi obligado a no trabajar mientras mi visión mejoraba poco a poco, tuve muchas ocasiones de meditar.
Este toque de atención me hizo replantearme mi salud y me lanzó a una odisea personal no solo para intentar aumentar mis posibilidades de vivir más y mejor, sino también para disminuir mi dependencia de los medicamentos y averiguar si modificando mi alimentación podía llegar a estar más sano. Pensé que cambiar mis hábitos dietéticos de toda la vida sería un desafío sensacional… pero resultó aún más sensacional descubrir la verdad sobre la comida.
El mito de las dietas modernas
Determinar qué es bueno o malo en nuestra dieta es cada vez más difícil incluso para alguien como yo, un médico y científico que ha estudiado epidemiología y genética. He escrito centenares de artículos científicos sobre distintos aspectos de la nutrición y la biología, pero me ha costado mucho pasar de los consejos generales a las decisiones prácticas. Por todas partes hay mensajes confusos y contradictorios. Saber a quién y qué creer es un problema mayúsculo. Mientras algunos gurús de las dietas nos dicen que «pastemos» tomando comidas y bocados pequeños a intervalos regulares, otros discrepan y nos animan, pongamos, a saltarnos el desayuno, ingerir un copioso almuerzo o evitar las cenas pesadas por la noche. Unos están a favor de comer una cosa (como sopa de col) excluyendo todas las demás, mientras una dieta francesa denominada ingeniosamente le forking afirma que, si para comer se usa solo tenedor, desaparecen los kilos de más.
A lo largo de los últimos treinta años, casi cada componente de la dieta ha sido elegido como malo de la película por algún experto. Pese a este escrutinio, nuestras dietas siguen deteriorándose a escala global. Desde la década de los ochenta, cuando se descubrieron las primeras conexiones entre los niveles altos de colesterol y las enfermedades cardíacas, se ha ido afianzando la idea de que una dieta sana ha de incluir pocas grasas. La mayoría de los países han acabado recomendando oficialmente reducir la cantidad de calorías totales consumidas como grasas, en especial la carne y los productos lácteos. Disminuir las grasas significa aumentar los hidratos de carbono. Este ha sido el pilar de los consejos médicos y, al menos en apariencia, parecía tener sentido, pues, en comparación con los hidratos de carbono, las grasas contienen el doble de calorías por gramo.
En contraste con esta línea oficial, los planes dietéticos de distintos grados de complejidad, como las dietas Atkins, paleolítica o Dukan, que se popularizaron desde principios de la primera década del siglo xxi , exhortan a la gente a no permitirse tantos hidratos de carbono y a comer solo grasas y proteínas. La dieta del índice glucémico (IG) identifica ciertos tipos de hidratos de carbono que, mediante la liberación de glucosa, elevan rápidamente el nivel de insulina en la sangre, considerado el enemigo principal; por su lado, la dieta South Beach apunta tanto a los hidratos de carbono malos como a las grasas malas; otras (como la Montignac) prohíben determinadas combinaciones de alimentos; y el reciente fenómeno del ayuno (como la dieta 5:2) fomenta el «ayuno» intermitente mediante períodos de menor ingesta calórica. Existen innumerables alternativas: me quedé mudo de asombro al descubrir más de treinta mil libros disponibles, con sus páginas web y su publicidad correspondiente, que defendían diferentes regímenes y suplementos dietéticos que iban desde lo sensato hasta lo peligroso y extravagante.
Yo quería encontrar una fórmula que me mantuviera sano y redujese los riesgos o síntomas de las enfermedades actuales más frecuentes. Sin embargo, los planes dietéticos más populares se centran en la pérdida de peso más que en otros aspectos ligados a la nutrición o la salud. Ciertas personas con exceso de peso sufren, no obstante, pocas consecuencias metabólicas adversas, mientras que otras aparentemente delgadas tienen muy poca grasa bajo la piel pero mucha alrededor de sus órganos internos, de lo cual se desprenden consecuencias desastrosas para su salud. En cualquier caso, los científicos todavía no saben por qué pasa esto.
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