© Carlos Alberto Jaramillo, 2021
© Editorial Planeta Colombiana S. A, 2021.
Calle 73 Nº 7-60, Bogotá.
www.planetadelibros.com.co
Diseño de cubierta: Oliver Siegenthaler
ISBN 13: 978-958-42-9747-1
ISBN 10: 958-42-9746-5
Primera edición: octubre de 2021
Desarrollo E-pub
Digitrans Media Services LLP
INDIA
Impreso en Colombia – Printed in Colombia
Conoce más en: https://www.planetadelibros.com.co/
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A mis grandes maestros de amor:
La Mona, Luciano, Lorenzo
y, por supuesto, mis padres.
¿CóMo?
En agosto del 2019, mientras caminaba con mi esposa, “La Mona”, por las calles del centro de Santiago de Chile, se nos acercó una señora que nos saludó con tono cariñoso, como si nos conociéramos de antes. Sacó un libro de su bolso y me dijo: “Gracias”. Sin darnos tiempo para responder, nos mostró en su celular unas cuantas fotos. “Mire, doctor, esta era yo antes”. Deslizó su dedo por la pantalla del móvil. “Y esta soy yo, unos meses después de poner en práctica lo que usted escribió”. Nos explicó que había dejado atrás la diabetes tipo 2 y que ahora su vida era otra. Nos costaba creer lo que nos decía. Estábamos a más de 4200 kilómetros de distancia de Bogotá, Colombia, donde vivimos, y de repente, en otro país, una mujer chilena se cruzaba en nuestro camino y nos contaba esta hermosa historia. ¿Qué podíamos hacer? Lo que se debe hacer en estos casos, llorar los tres, la señora, La Mona y yo, abrazados. Guardo ese recuerdo como un tesoro.
El libro que tenía en su bolso era el primero que escribí, El milagro metabólico (2019), que hoy ha vendido centenares de miles de ejemplares en papel, y en sus formatos digitales, en toda América y en Europa; y ha sido durante dos años consecutivos, 2019 y 2020, el título con mayores ventas en Colombia. A veces me resulta difícil creerlo. Asimilarlo. Cuando comencé a escribir los primeros párrafos, en septiembre del 2018, soñaba con que sus páginas pudieran ser una puerta abierta hacia la sanación de los lectores, no me importaba si eran miles o tan solo un puñado de ellos. Aquel día, en Santiago, mientras abrazaba a una entrañable amiga desconocida, entendí que el mensaje comenzaba a ganar fuerza en todo el continente.
En ese texto inicial, que tiene un lenguaje desenfadado y explicaciones sencillas –así soy yo, detesto la solemnidad médica–, mandaba un mensaje claro: nuestra salud, sin importar la edad, el género, la clase social, los ingresos, la ideología o el equipo de fútbol, comienza por una buena alimentación, acompañada de un cambio de vida. Todas esas transformaciones requieren algo de disciplina, y no hablo de esfuerzos sobrehumanos; no tendrá que levantarse a las tres de la mañana para tomar una ducha helada que ilumine su cerebro; la disciplina –sin látigo ni castigo– es un camino de aprendizaje y sí, de repetición.
Con la repetición se construyen los hábitos. De ellos, justamente, nos habla el periodista estadounidense Charles Duhigg en su libro El poder de los hábitos (The Power of Habit, 2012). Él nos sugiere construir uno muy sólido, fuerte, que se convierta en la piedra angular de la que se deriven los demás hábitos de nuestra vida, y así generar un círculo virtuoso. Comparto plenamente su teoría. Para mí ese hábito “clave” es la nutrición.
Nadie, ni usted, ni yo, ni la tía Bertha, ni el primo musculitos, sabíamos cómo alimentarnos de la manera adecuada cuando llegamos a este mundo. El primer ejemplo serán nuestros padres. Comeremos como ellos, comeremos lo que nos den, lo que veamos en su mesa (¡ojalá haya buenas proteínas y vegetales y grasas saludables!). En el colegio tendremos profesores de matemáticas, de filosofía, de historia y nuevas tecnologías, pero no habrá una sola clase sobre cómo alimentarnos.
Si tuvimos malos modelos nutricionales, llegaremos a la adultez convertidos en máquinas de tragar y masticar. No tendremos tiempo para pensar en cosas tan “insignificantes” como nuestra propia dieta. No hay espacio en nuestra agenda para atender esas tonterías. Es mejor pedir a domicilio algo rápido que nos permita trabajar más tiempo: “Sí, por favor, mándeme una hamburguesa doble con queso y adición de tocineta; y unas papas fritas, las más grandes que tenga, con una gaseosa XL light, hoy será un día largo. ¿Postre? ¿Tiene un brownie con cubierta de caramelo?”. Seremos increíbles abogados, con gastritis y obesidad, o geniales arquitectas, con hígado graso y al borde de la diabetes. Habitantes todos de un planeta de chatarra similar al de la película Wall-E (2008). Nuestro cuerpo y nuestra mente nos pasarán la factura en pocos años.
La mala alimentación es la causante, el detonante, la perpetuadora o el agravante de múltiples desastres como la diabetes, las enfermedades cardiovasculares o el cáncer, afecciones que provocan millones de víctimas, año tras año –lo expondré con mayor detalle en el siguiente apartado–. El mundo engorda sin parar. Se estima que para el 2030 uno de cada dos estadounidenses será obeso. Y nosotros, los profesionales de la salud, poco estamos haciendo para detener esa avalancha. ¿Cómo pretendemos lograrlo si nadie nos enseñó qué es una buena nutrición? Queremos corregir las enfermedades solo con fármacos y cirugía –valiosísimas herramientas que salvan vidas, pero que no son las únicas–. No hablamos con nuestros pacientes sobre la relevancia de una dieta balanceada, del deporte, de la meditación, la autoconciencia, la medicina natural, la farmacología vegetal, los aceites esenciales, los botánicos, los suplementos, los nutracéuticos; no lo hablamos porque nadie nos lo enseña.
Yo lo aprendí fuera de las aulas de la medicina tradicional. Y quería compartirlo con usted, con su familia y con el mundo. Por eso me tomé el atrevimiento de redactar aquel libro, con mi forma inapropiada, espontánea y, ante todo, muy sincera, de escribir. Quería darle información útil, clara, basada en la ciencia y en la práctica, con muchísimo amor. El resultado rebasó todas las estimaciones. De pronto estaba caminando por Santiago y alguien me agradecía. De repente estaba en la mitad de un almuerzo y un comensal de otra mesa me gritaba: “¡Doc, hoy no pedí ‘juguito’ de mandarina!”; o quizás un joven de gesto tímido se acercaba y me preguntaba si podía tomarme una foto con él. “Doc, gracias”. Yo soy médico, no Madonna, así que todo esto era nuevo para mí.
Recibía centenares de mensajes de personas desconocidas en las redes sociales, en los seminarios o en los cursos que impartía; la mayoría decía lo mismo: que al leer El milagro metabólico habían comenzado a cambiar su alimentación, sus hábitos, sus vidas. Palabras similares oía en las sesiones de firmas de libros –que me encantan– y en los aeropuertos. Y en esos momentos de intercambio con las lectoras y los lectores, también escuchaba muchas preguntas, que no podía responder de inmediato, que necesitaban una charla larga, un café y explicaciones adicionales. Fui guardando en papelitos y en mi móvil muchas de esas dudas y apreciaciones; a la gente, realmente, le interesaba saber cómo nutrirse mejor, cómo construir su bienestar. Muchos me decían que querían “seguir avanzando”. ¿Por qué no hacer un nuevo libro que abordara en detalle aquellas peticiones?