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Greger Michael - Comer para no morir: descubra qué alimentos han demostrado científicamente ser capaces de prevenir y curar enfermedades

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Greger Michael Comer para no morir: descubra qué alimentos han demostrado científicamente ser capaces de prevenir y curar enfermedades
  • Libro:
    Comer para no morir: descubra qué alimentos han demostrado científicamente ser capaces de prevenir y curar enfermedades
  • Autor:
  • Editor:
    Grupo Planeta;Paidós
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  • Año:
    2016
  • Ciudad:
    Barcelona etc
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Comer para no morir: descubra qué alimentos han demostrado científicamente ser capaces de prevenir y curar enfermedades: resumen, descripción y anotación

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La gran mayoría de muertes prematuras podrían prevenirse con tan solo llevar a cabo sencillos cambios en la dieta y en el estilo de vida. En Comer para no morir, el doctor Michael Greger, experto en nutrición y médico de fama mundial, analiza las quince primeras causas de muerte (enfermedades cardiovasculares, distintos tipos de cáncer, diabetes, enfermedad de Parkinson o hipertensión arterial, entre otras) y explica cómo algunos cambios en la alimentación y el estilo de vida pueden ser más eficaces que las pastillas u otros tratamientos farmacológicos y quirúrgicos, y de este modo vivir una vida más saludable.

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A mi abuela Frances Greger Prólogo Todo empezó con mi abuela Aún era - photo 1

A mi abuela, Frances Greger

Prólogo

Todo empezó con mi abuela.

Aún era un niño cuando los médicos la enviaron a casa sentada en una silla de ruedas, para que muriera. Le habían diagnosticado una enfermedad coronaria en fase terminal y ya le habían hecho tantas cirugías de bypass que, básicamente, los cirujanos se habían quedado sin espacio en que operar: las cicatrices de las sucesivas operaciones a corazón abierto habían ido dificultando cada vez más las siguientes, hasta que las opciones acabaron por agotarse. Los médicos dijeron que no podían hacer nada más por ella y la dejaron confinada en una silla de ruedas y con un dolor terrible en el pecho. Su vida había terminado a los sesenta y cinco años de edad.

Creo que muchos niños deciden que de mayores quieren ser médicos cuando ven a un ser querido caer enfermo o incluso morir. Sin embargo, en mi caso, lo decidí cuando vi que mi abuela mejoraba.

Poco después de que en el hospital le dieran el alta para que pasara sus últimos días en casa, emitieron por televisión un «60 Minutes» sobre Nathan Pritikin, un pionero de la medicina del estilo de vida que se había labrado la reputación de ser capaz de hacer retroceder la enfermedad coronaria terminal. Acababa de inaugurar un centro en California y mi abuela, desesperada, consiguió de algún modo cruzar el país para convertirse en una de sus primeras pacientes. Se trataba de un programa residencial, donde los pacientes seguían una dieta basada en alimentos de origen vegetal e iniciaban un programa de ejercicio físico que se intensificaba gradualmente. Mi abuela entró en silla de ruedas y salió por su propio pie.

Jamás lo olvidaré.

Incluso apareció en la biografía de Pritikin, Pritikin: The Man Who Healed America’s Heart (Pritikin: el hombre que curó el corazón de América), donde se describe a mi abuela como una «de las personas que estaban al borde de la muerte»:

Frances Greger, del norte de Miami (Florida), llegó a Santa Bárbara en silla de ruedas, para asistir a una de las primeras sesiones de Pritikin. Le habían diagnosticado enfermedad coronaria, angina de pecho y claudicación. Su situación era tan mala que caminar le provocaba un dolor intensísimo en el pecho y en las piernas. A las tres semanas, no sólo se había levantado de la silla de ruedas, sino que caminaba unos dieciséis kilómetros diarios.

Era un niño, así que eso era lo más importante para mí: podía volver a jugar con la abuela. Sin embargo, con los años, pude entender la importancia de lo que había sucedido. En aquella época, la profesión médica ni siquiera pensaba que fuera posible hacer retroceder la enfermedad coronaria. Se prescribían fármacos para intentar ralentizar su avance y se practicaban operaciones quirúrgicas para circunvalar las arterias obstruidas en un intento de aliviar los síntomas, pero la previsión era que la enfermedad fuera empeorando cada vez más hasta provocar la muerte del enfermo. Por el contrario, ahora sabemos que en cuanto dejamos de ingerir alimentos que obstruyen las arterias, el organismo puede curarse a sí mismo y, en muchos casos, puede llegar a destaponar arterias sin necesidad de fármacos ni de cirugía.

Los médicos sentenciaron a mi abuela a muerte cuando tenía sesenta y cinco años de edad. Y, sin embargo, gracias a una dieta y a un estilo de vida saludables, pudo disfrutar de treinta y un años de vida más junto a sus seis nietos. La mujer a quien los médicos habían dicho que tan sólo le quedaban unas semanas de vida no falleció hasta después de haber cumplido los noventa y seis años. Su casi milagrosa recuperación no sólo inspiró a uno de sus nietos a emprender una carrera en medicina, sino que le concedió los años de salud suficientes para ver cómo se graduaba en la facultad.

Para cuando me hube convertido en médico, gigantes como el doctor Dean Ornish, presidente y fundador de la entidad sin ánimo de lucro Preventive Medicine Research Institute, ya habían demostrado más allá de toda duda que Pritikin tenía razón. Junto a su equipo, Ornish usó los últimos avances científicos (tomografía por emisión de positrones, para demostrar que el enfoque menos invasivo posible (la dieta y el estilo de vida) puede hacer retroceder la enfermedad coronaria, la primera causa de muerte en el mundo occidental.

Los estudios del doctor Ornish y su equipo se publicaron en algunas de las publicaciones médicas más prestigiosas del mundo. Y, sin embargo, la práctica médica apenas cambió. ¿Por qué? ¿Por qué los médicos seguían recetando fármacos y practicando operaciones de fontanero, con lo que sólo conseguían tratar los síntomas de la enfermedad coronaria y retrasar lo que creían inevitable: una muerte temprana?

Ese fue mi revulsivo. Abrí los ojos y tomé conciencia de una verdad deprimente: sobre la medicina operan otras fuerzas además de la ciencia. Por ejemplo, el sistema sanitario estadounidense trabaja según un modelo de tarifa por servicio, es decir, que los médicos cobran en función de los fármacos que recetan y de las operaciones que programan. Se prima la cantidad sobre la calidad. No nos pagan por el tiempo que dedicamos a asesorar a los clientes acerca de los beneficios de una dieta saludable. Si, por el contrario, se pagara a los médicos en función de su eficacia, tendrían un incentivo económico para tratar las causas de enfermedad asociadas al estilo de vida. No espero ver demasiados cambios ni en la atención ni en la formación médicas a no ser que cambie también el modelo de retribución.

Al parecer, sólo una cuarta parte de las facultades de medicina estadounidenses ofrecen una asignatura específica de nutrición. Durante mi primera entrevista de ingreso en la Facultad de Medicina de la Universidad de Cornell, recuerdo que la persona que me entrevistó afirmó enfáticamente que «la nutrición es superflua para la salud humana». ¡Era un pediatra! Supe entonces que tenía un largo camino por delante. Ahora que lo pienso, el único profesional de la medicina que me ha preguntado alguna vez acerca de la dieta de algún familiar ha sido nuestro veterinario.

Tuve el honor de ser aceptado por diecinueve facultades de medicina. Elegí la de Tufts, porque era la que ofrecía la formación más amplia en nutrición: veintiuna horas lectivas (que suponían menos del 1 por ciento del programa de estudios).

Durante mis estudios de medicina, representantes de grandes farmacéuticas me invitaron a innumerables cenas donde abundaba la carne y a múltiples actividades de ocio, pero los de Gran Brócoli S. A. no me llamaron ni una sola vez. Hay un motivo por el que usted conoce los últimos medicamentos que han salido al mercado: los promocionan gigantescos presupuestos corporativos. El mismo motivo que explica por qué es muy probable que no vea jamás un anuncio de boniatos explica también por qué es muy posible que los últimos hallazgos sobre cómo los alimentos pueden influir en la salud y la esperanza de vida no lleguen jamás a oídos del público: no hay incentivo económico para ello.

En la facultad, y a pesar de que contábamos con las míseras veintiuna horas lectivas sobre nutrición, no se mencionó ni una sola vez que pudiera usarse la dieta para tratar la enfermedad crónica, no digamos ya para hacer que retroceda. El único motivo por el que yo conocía ese dato era mi historia familiar.

Hubo una pregunta que me persiguió durante toda mi formación: si la cura para la primera causa de muerte en el mundo occidental había podido caer en el olvido, ¿qué más podía haber ahí, enterrado en la literatura médica? Dar respuesta a esta pregunta se ha convertido en la misión de mi vida.

Dediqué la mayor parte de mis años en Boston a recorrer las polvorientas estanterías de la Biblioteca Countway de Medicina de la Universidad de Harvard. Aunque empecé a ejercer la medicina, independientemente de a cuántos pacientes viera a diario en la clínica e incluso cuando pude cambiar la vida de familias enteras, sabía que aquello no era más que una gota de agua en el mar. Así que me puse en marcha.

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