A pesar de haber puesto el máximo cuidado en la redacción de esta obra, el autor o el editor no pueden en modo alguno responsabilizarse por las informaciones (fórmulas, recetas, técnicas, etc.) vertidas en el texto. Se aconseja, en el caso de problemas específicos —a menudo únicos— de cada lector en particular, que se consulte con una persona cualificada para obtener las informaciones más completas, más exactas y lo más actualizadas posible. EDITORIAL DE VECCHI, S. A. U.
© Editorial De Vecchi, S. A. 2016
El Código Penal vigente dispone: «Será castigado con la pena de prisión de seis meses a dos años o de multa de seis a veinticuatro meses quien, con ánimo de lucro y en perjuicio de tercero, reproduzca, plagie, distribuya o comunique públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la autorización de los titulares de los correspondientes derechos de propiedad intelectual o de sus cesionarios. La misma pena se impondrá a quien intencionadamente importe, exporte o almacene ejemplares de dichas obras o producciones o ejecuciones sin la referida autorización». (Artículo 270)
Introducción
Juventa era una ninfa cuya juventud y belleza subyugaron al propio Júpiter, que se enamoró perdidamente de ella. Sus sentimientos lo volvieron celoso, y para sustraer a su protegida la concupiscencia que siempre provocaba, la transformó en una fuente cuyas aguas puras y claras tenían el poder de rejuvenecer a quien acudiese a bañarse en ellas.
Desde entonces, los hombres no han cesado de buscar la famosa fuente milagrosa y le han conferido diversas ubicaciones, de Grecia a la orilla del Nilo, en una búsqueda vana que aún prosigue.
No existe ninguna sociedad, desde los albores de la humanidad, que no haya soñado con la eterna juventud. Con la riqueza de las historias que relatan, leyendas y mitos atestiguan la universalidad de uno de los mayores fantasmas de la humanidad. La literatura también rebosa de personajes ejemplares y catárticos, prendados de la juventud hasta la locura o la condena, del Fausto de Goethe a El Retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde.
De los siglos de búsqueda de la eterna juventud, nos queda una plétora de secretos de brujas y algunas auténticas estafas: ingestión de testículos de animales, sales de oro, carne de niños, caldos de gallina con jugo de víbora, inhalación del aliento de jóvenes vírgenes, baño de leche de burra, emplastos de pétalos de rosa…
Pensamos, riéndonos de estas chiquilladas, que nuestro siglo es más sensato y que la poderosa ciencia vela por nosotros. Sin embargo, el miedo a la vejez sigue figurando entre los temores más tenaces, y el sueño de la eterna juventud, lejos de haber muerto, nos empuja a veces a las peores locuras y extremos. Como prueba de la vigencia de este tema tenemos la profusión de artículos de prensa, la incesante actividad de los laboratorios de cosmética y el éxito del lifting o de los tratamientos de células frescas.
Dicen que la sensatez les llega a los hombres con la edad. No parece ocurrir lo mismo con la humanidad; nuestras sociedades idolatran más que nunca a la diosa juventud.
Jovencitos y jovencitas son los dueños de los sueños. El cine, los medios de comunicación y la publicidad transmiten sin cesar imágenes de jóvenes radiantes. Cualquiera diría que es imposible encontrar en nuestros países a un superviviente de cuarenta años…
Nuestra sociedad exalta unos valores que sólo atribuye a la juventud: dinamismo, movimiento, creatividad, combatividad, capacidad de trabajo, velocidad, técnica, fuerza, pasión y entusiasmo. El trabajador, el consumidor, el enamorado y el aventurero deben ser jóvenes y activos.
En un mundo que cuenta con un número creciente de viejos debido a la prolongación de la vida, unos valores así equivalen a dejar fuera de juego a una fracción cada vez más grande de la población. Esta grave observación arroja mucha luz sobre la esquizofrenia de nuestra sociedad.
La vejez es una noción vaga, fácil de manipular y muy relativa. Cambia de aspecto y valor según el enfoque (médico o cultural, por ejemplo), la sociedad y la época. Se valora o no, comienza a los 75 años para el presidente de una multinacional o a los 30 años para un deportista…
Las civilizaciones antiguas respetaban a los ancianos y se sometían a su juicio. La ciudad ideal de Platón se basaba en unas competencias y una experiencia que sólo pueden adquirirse pasados los cuarenta. En la mayoría de las sociedades tradicionales, la vejez constituye un símbolo de sabiduría, de altos valores morales, sociales y religiosos.
Sin embargo, hoy en día la situación tiende a invertirse, y en muchos casos ha desaparecido el antiguo respeto por la sabiduría de los viejos. La experiencia de los ancianos ha perdido todo su valor; lo que es viejo se rechaza como superado, negativo, sinónimo de muerte, decrepitud y tristeza.
■ Una sociedad que envejece
Nuestras sociedades modernas descubren, en un sentido, lo que es la vejez. El envejecimiento de la población y la prolongación de la vida son fenómenos relativamente recientes. Los viejos a los que se llamaba respetuosamente «ancianos» sólo constituían antaño una fracción marginal de la población —sigue siendo así por ejemplo en África o en algunas tribus—. Si hoy en día los mayores de 60 años representan más o menos la quinta parte de la población total, deberían representar la cuarta parte en 2020, según las previsiones.
Cuando la mayoría de las personas moría a los 35 o 40 años, no se planteaban demasiado los problemas médicos, políticos y sociales propios de la vejez.
En Roma, la esperanza de vida se situaba en torno a los 25 años; todavía en el siglo XVIII pocos superaban los 35 o 40 años; a principios del siglo XX la esperanza de vida alcanzaba 45 años para los hombres y 49 para las mujeres; en los años treinta, era de 56 y 62 años respectivamente; en los años sesenta, de 68 y 75 años, y ahora es de 72 y 80 años.
En 1950 había muy pocos centenarios en España; hoy en día hay bastantes, con mayoría de mujeres. En la actualidad se llevan a cabo investigaciones para intentar determinar, a partir del estudio de los miembros de una misma familia con una vida de duración excepcional, un posible gen de la longevidad. Aunque aún no hemos penetrado en el secreto de los centenarios, sabemos que tienen puntos en común: todos afirman haber llevado una vida normal y activa sin excesos, ni tabaco ni alcohol, haber estado enfermos raramente, dormir bien, ser optimistas, tener una alimentación con pocas grasas y carne, y muchos tienen progenitores que también vivieron mucho tiempo. Una persona cuyos padres murieron a los 90 años tiene cuatro veces más posibilidades que otra de alcanzar esa edad.
La prolongación de la vida se debe a la mejora de las condiciones de vida, higiene y alimentación, así como a los avances médicos y quirúrgicos. A comienzos del siglo XX las enfermedades víricas y microbianas constituían aún la primera causa de mortalidad; desde entonces, sulfamidas, antibióticos, vacunas y sueros han puesto fin a enfermedades infecciosas. Las enfermedades de las que morimos hoy eran en gran parte desconocidas para nuestros antepasados, ya que se trata de enfermedades del «envejecimiento», trastornos degenerativos y tardíos (cáncer, enfermedades cardiovasculares, etc.).