© Patricia Tomoe Abella, 2013.
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Introducción
Decir que vivimos en un mundo donde nos rodean las malas noticias, las situaciones de tensión, los pensamientos negativos y las influencias dañinas no es ninguna novedad. Pero es importante saber que, a pesar de todo lo que pueda suceder en nuestro entorno, tanto en el más inmediato como en el más lejano, es posible conseguir un estado de paz mental que nos permita afrontar cualquier trance de una forma equilibrada y serena. No es un camino fácil, y no existe una píldora mágica que elimine los problemas del día a día o los sucesos excepcionales que nos provocan tensión. Es cierto que hay fármacos capaces de aliviar los síntomas derivados del estrés, pero, ¡ojo!, solo los síntomas, no las causas. En nuestras manos está ir más allá para preparar el cuerpo y la mente, y proporcionar a nuestro organismo los recursos que nos reporten el bienestar que define una vida sana y feliz. Con ellos adquiriremos la capacidad de superar casi cualquier situación con ciertas garantías.
Vivimos en un mundo y una sociedad que van a una velocidad vertiginosa. Desde el principio de los tiempos el hombre ha tenido que adaptarse a su entorno y ha sufrido situaciones de estrés e inquietud durante el proceso de dicha adaptación. Pero la evolución humana no hubiera sido posible sin esa capacidad de aclimatación. Los cambios forman una parte indispensable de nuestra vida.
Sin embargo, no todo el mundo tiene la misma capacidad de adaptarse, aceptar la frustración y/o modificar hábitos de conducta dañinos, pero hay que saber que existen formas de aprender a preparar la mente y reducir al mínimo el sufrimiento que nos provocan los períodos de incertidumbre y tensión.
Somos seres únicos, irrepetibles. Hemos sido educados para temer a los necesarios cambios, para no arriesgar —podríamos decir que hemos sido deficientemente programados—, y cuando nos encontramos ante realidades en las que nuestra aparente estabilidad se tambalea, inmediatamente nos sentimos desequilibrados. Todos aglutinamos una serie de virtudes y de defectos latentes. Nuestra más valiosa labor es la de potenciar las virtudes y pulir los defectos. El equilibrio de la mente, del pensamiento, es el que nos permitirá afrontar, lidiar y superar el incierto día a día, siempre susceptible de amanecer con variaciones y con circunstancias que, de no estar lo suficientemente preparados, pueden resultarnos perturbadoras.
El estrés es el principal desestabilizador del equilibrio mental, por eso vamos a empezar el libro conociéndolo mejor. Pero, además, mediante las sencillas pautas y ejercicios que este útil manual de técnicas de relajación pone a vuestro alcance, dispondréis de las herramientas imprescindibles para alcanzar un estado de relajación en cualquier momento, en cualquier situación. Esto no solo repercutirá de forma positiva aportando bienestar mental y físico, sino que mejorará la salud en todos los aspectos.
¡Empezamos!
Conociendo al enemigo: el estrés
La palabra «estrés» proviene del término inglés stress, y su definición hace referencia a una reacción fisiológica del cuerpo en la que se conjugan diversos mecanismos de defensa para hacer frente a una situación percibida como una amenaza o demanda.
Esta reacción es una respuesta natural y necesaria para sobrevivir, y no siempre tiene un sentido negativo, al contrario: puede ser un catalizador que en un momento dado genera energía para motivar a las personas. Cuando ese estrés se prolonga en el tiempo y no se maneja adecuadamente es cuando se torna negativo, ya que puede llegar a provocar daños en el organismo.
El concepto como tal fue definido en la década de los treinta por Hans Selye, entonces un estudiante de medicina de la Universidad de Praga que observó una serie de síntomas comunes en los enfermos a los que estudiaba, independientemente de la dolencia que padecieran. A este conjunto de síntomas, Selye los llamó «síndrome de estar enfermo». A raíz de sus investigaciones, en el año 1950 publicó su trabajo sobre el tema, titulado: «Estrés. Un estudio sobre la ansiedad».
CAUSAS DEL ESTRÉS
A grandes rasgos, podemos decir que hay dos tipos de estímulos que pueden ser desencadenantes del estrés. El primero es el de los estímulos externos (problemas familiares, afectivos, trabajo, dificultades económicas, etc.), que causan estrés mental. El segundo es el de los estímulos internos del organismo (dolor, enfermedades, traumas, etc.), que provocan estrés físico.
En cualquier caso, hemos de saber que el origen del estrés está en el cerebro, que es el responsable de reconocer y responder a los factores causantes del mismo. Ante un estímulo o «amenaza» se inicia una cadena de procesos fisiológicos regidos por el cerebro en la que se generan toda una serie de sustancias que nos mantienen alerta y nos impulsan a responder ante la situación estresante.
El hipotálamo, la glándula endocrina situada en el cerebro, se encarga de regular las emociones (así como el dolor y el hambre) y, junto con la glándula hipófisis (situada en la base del cráneo), genera unas hormonas que activan las glándulas suprarrenales situadas encima de los riñones. Estas producen, entre otras hormonas, adrenalina y cortisol. Así, tras la percepción de peligro o amenaza, se produce una activación generalizada del organismo. Es una reacción que desencadena un proceso complejo en el que también intervienen otras sustancias, como la dopamina y la serotonina, unos neurotransmisores que tienen efectos estimulantes; proteínas como la gelanina, que actúa como ansiolítico o reguladora de la ansiedad; y las hormonas sexuales, que influyen sobre el sistema inmunológico y el nivel de actividad física. Es así como un estrés de intensidad manejable produce un efecto energético y vigorizante, y nos mantiene alerta, concentrados y competitivos, ayudándonos a adaptarnos a los cambios y a afrontar situaciones de incertidumbre o que conlleven cierto riesgo.
El estrés es una respuesta del organismo necesaria para sobrevivir, siempre que no se prolongue en el tiempo
Un símil útil para entender mejor este funcionamiento consiste en imaginar nuestra mente como si fuera un muelle. Tiene una capacidad de «dar de sí», pero con un límite. Supongamos que tenemos que someternos a una entrevista de trabajo. Es una situación nueva y desconocida, donde no podemos prever los resultados. Eso genera un estrés momentáneo, es decir, el muelle se tensa. Una vez hemos pasado la entrevista, independientemente del resultado de la misma, esa tensión y estado de nervios se calman, el muelle se recupera y vuelve a su forma originaria.
El ejemplo de la entrevista serviría como muestra de un «estrés momentáneo», que no causa males mayores. En cambio, si el estado de presión se perpetuase en el tiempo, por ejemplo, porque una mala situación económica se prolonga demasiado, el muelle se tensaría peligrosamente. Cuanto más tiempo pase en esa etapa de tensión, menos capacidad de recuperación tendrá el muelle. Y eso es lo que nos pasa también a las personas. El estrés prolongado provoca daños en el organismo. Es lo que se conoce como distrés: el punto en el que no hemos podido adaptarnos a la situación y se produce un agotamiento a nivel físico.