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PRÓLOGO
Conocí a Artur trabajando en Arthur Andersen en lo que él denomina su primera vida . No compartimos muchos trabajos juntos, pero enseguida congeniamos. Quizá fuese porque, aunque de maneras diferentes, los dos nos veíamos como un poco extraños en aquel mundo y teníamos una forma semejante de aproximarnos a él. Aparte de muchas de las virtudes de las que él mismo habla en este libro, aprecié en él su sencillez, su honestidad y, sobre todo, una ironía y un sentido del humor que afloraban en los mejores momentos. Algunas de las virtudes y cualidades de Artur que yo intuía, o que conocía en parte, solo las he llegado a comprender totalmente al leer el relato de su infancia y su juventud en este libro.
Con Artur siempre tuve la sensación de que era de esas personas con las que te podrías reencontrar después de años sin verte y reanudar la conversación como si te hubieras visto el día anterior. Siempre intuí que mantendríamos nuestra relación con el paso del tiempo, pero nunca pude imaginar que sería en unas circunstancias como las actuales.
En esta su segunda vida nos vemos con frecuencia. Periódicamente voy a verle a Castelldefels y comparto con él la mañana. A veces desayunamos, a veces nos damos un paseo por la playa y, si está bien de ánimo, comemos juntos con amigos. En ocasiones llego y me doy cuenta de que está en off y tenemos que esperar el efecto de la medicación. A veces puede caminar ligero y otras veces tenemos que sentarnos a los pocos pasos. Intento acompañar a Artur en los ritmos de su enfermedad.
Probablemente, Artur piense que mis visitas las hago por amistad y porque le aprecio, lo cual es verdad. Incluso puede que crea que lo hago porque siento mucha empatía por su situación, que también es verdad. Pero Artur no sabe que para mí estas visitas son unas lecciones de vida, de reflexión y de inspiración incomparables.
Porque a través de su sinceridad y de sus confidencias me hace ver lo frágiles y lo vulnerables que somos. Cómo pretendemos controlar todos los pasos de nuestra vida y luego son el destino y el azar los que nos marcan el paso.
Porque sus dudas me hacen reflexionar continuamente sobre cómo afrontaría yo una enfermedad de este tipo, cómo actuaría yo ante las situaciones a las que debe hacer frente.
Porque me hace ver cómo afecta la enfermedad a las relaciones con sus seres más queridos. Con su mujer, Manoli, y sus hijos, Pau y Sara, que, como él mismo reconoce, siempre le ha conocido enfermo.
Porque me enseñan que la cara más dura del párkinson se manifiesta en sus pequeñas limitaciones cotidianas, en su dependencia para realizar detalles intrascendentes que nosotros podemos hacer sin esfuerzo y a los que no damos ningún valor.
Porque, al lado de todo este sufrimiento diario, Artur es capaz de mantener sus ilusiones, ya sea grabar una canción de su admirado Springsteen, ir a ver un partido del Liverpool a Anfield con su hijo o planificar las próximas vacaciones de verano con su familia.
Y también porque Artur ha hecho de la propia enfermedad su auténtico propósito vital. Para conocerla, para investigarla, para derrotarla y para ayudar a los demás enfermos en un gesto de profunda solidaridad.
Por todo ello quiero agradecerle a Artur la confianza que se manifiesta en nuestras charlas, en las conversaciones sinceras y en las confesiones íntimas sobre cómo se convive con esta enfermedad. Conversaciones en las que no hay margen para lo accesorio ni para lo irrelevante que habitualmente ocupa tanto tiempo de nuestras vidas. Son, pura y simplemente, magníficas lecciones de vida.
Por todo, muchas gracias, Artur.
Rafael Abella Martín
Rafael Abella y Artur Amich
INTRODUCCIÓN Y AGRADECIMIENTOS
Nunca me hubiera imaginado que llegaría un día en que escribiría esta breve introducción al que es nada más y nada menos que mi tercer libro. Y esto es en sí mismo una consecuencia y una demostración de lo que intentaré explicar aquí.
La escritura nunca estuvo en mi lista de virtudes ni de objetivos ni de nada que la situara como una posible actividad. Crecí y maduré asumiendo como buenos y deseables los objetivos y metas que la sociedad consideraba como exitosos, con un peso muy importante de lo material en comparación con lo inmaterial. Aprendí sobre la motivación (necesidad) de logro y siempre me he sentido bien conviviendo y activándome con este tipo de motivación. El modelado social influye decisivamente en este tipo de motivación; la sociedad crea modelos de logro y los dota de un poder referencial, con lo que generan conductas de imitación e influyen sobre todos los aspectos de nuestra vida cotidiana.
Hice lo que cabía esperar, estudiar mucho y, en la medida de lo posible, en los mejores centros para acceder a una carrera profesional que me permitiera mejorar continuamente, enriquecerme intelectualmente y alcanzar un nivel social y económico suficiente para considerarme realizado, satisfecho y feliz, de acuerdo con mi concepto de felicidad durante todos aquellos años. El progreso profesional implica casi siempre delegar funciones manteniendo el control sobre las cosas, basando este en la confianza depositada en quien se ha delegado y en uno mismo. El miedo a perder parte de lo conseguido con mucho esfuerzo me ha generado la necesidad de sentir que poseo un control razonable sobre el estado de las cosas de las que, de una forma u otra, soy, o puede entenderse que soy, responsable. Y con ello llegué hasta lo más alto de la pirámide y pensé que manteniendo un esfuerzo constante razonable no me podía pasar nada; creí que había llegado a un punto en que mantenía y mantendría siempre el control y, con él, la tranquilidad y la satisfacción.
Pero lo que parece que nunca te pasará, porque es improbable, porque es cosa de otros y para otros, puede pasarte, como me ocurrió a mí. Con menos de cincuenta años, y tras unos cuantos infradiagnosticado, una pérdida de motilidad fina en tres dedos de mi mano izquierda al escribir con el teclado del ordenador abrió la caja de Pandora, y me comunicaron que padecía una enfermedad llamada párkinson que me acompañaría toda la vida, una enfermedad que es degenerativa, con lo que sufriré conscientemente un proceso de envejecimiento acelerado (no se sabe cuánto) que, hasta el momento, no hay forma de interrumpir ni curar.
Temblaron gravemente los cimientos que fui construyendo durante cuarenta y siete años. Me cambió la vida para siempre, se aceleró con velocidad supersónica mi jubilación y, con cuarenta y nueve años, tenía las veinticuatro horas del día, de todos los días que me quedaban de vida, para hacer lo que quisiera con el permiso de la evolución de los síntomas de la enfermedad en cuanto a las limitaciones crecientes que podían, y pueden, surgir para realizar las actividades cotidianas (salir de la cama, afeitarme, ducharme, vestirme, desayunar, caminar, comer y muchas otras rutinas hasta el momento de volver a acostarme).
Cabía la opción de buscar refugio, de quedarme quieto, callado, hundido, apático, porque la causa era en sí misma un drama; podía decidir pasar a ser un espectador en lugar de un actor, como creo que había sido siempre. Pues no, había aprendido a disfrutar cumpliendo retos exigentes, con mucha actividad mental diaria, me había esforzado muchísimo para llegar a un nivel social mejor que el que soñé, y lo hice desarrollando un conjunto de virtudes o fortalezas que no tenían por qué caer en un saco roto.
Decidí mirar hacia adelante, con una nueva óptica, con unos nuevos valores y prioridades, para ser lo más feliz posible; establecer nuevas metas que me motivasen lo suficiente —siguiendo mi predilección por la motivación de logro—, reinventarme; aprender de la nueva situación para ayudarme y poder aportar y ayudar a otros; enfocar todo mi aprendizaje a vivir lo mejor posible con una situación que cada vez me limitará más, aplicando lo generado durante muchos años de esfuerzo. Frente a esta enfermedad, muy agresiva y devastadora, con una evolución y efectos totalmente incontrolables, intento, y creo que he conseguido, un cierto control gracias a todas las fortalezas y virtudes que logré desarrollar durante mi primera vida.
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