Así es como entra la luz.
I NTRODUCCIÓN
Ser madre o padre cambia la vida. Ese es un cliché que todos hemos escuchado y con el cual concuerdo plenamente: ¡la llegada de Matteo a mi vida fue una revolución!
También es verdad que nuestros hijos son pequeños grandes maestros que nos desafían en dimensiones que jamás hubiéramos imaginado. Algunos nos traen desafíos más grandes que otros.
Mi hijo fue un guerrero en el sentido más amplio de la palabra. Nos enfrentó al abismo de la pérdida inminente cuando supimos de su enfermedad. Y al mismo tiempo, nos entregó el amor más puro que alguien pueda siquiera vislumbrar, y perlas de sabiduría que llevamos con orgullo.
Esta es nuestra historia.
Empecé a escribir porque me urgía sacarme del pecho la ansiedad, los miedos y la pena. Pero al mismo tiempo, había un propósito en mi escritura. Guardar memoria de lo inconmensurable, del hecho cierto de que nadie puede quitarnos a nuestros seres queridos, de que habitan dentro de nosotros. De que la muerte es un velo, pero nuestras almas, lo que somos en esencia, siguen unidas. De que vale la pena amar con todo, aunque sepas que perderás al sujeto de tu amor en cualquier momento.
La primera escritura de este texto se dio en forma de diario bajo el apremio de las fechas del calendario, cuando todo se precipitaba: un viaje a Malasia en busca de sanación en el quinto cumpleaños de Matteo, justo antes del declive y el final. Luego le sigue el diario que escribí tras el paso de mi hijo a otra vida, con el dolor, el desgarro y el trabajo espiritual que significa una partida para quienes nos quedamos de este lado de la existencia.
Antepongo un texto escrito en retrospectiva, para dar orden y concierto a lo vivido. Para que puedan comprender la biografía de este gran guerrero que tuve la suerte de acompañar.
Perderle miedo a la muerte está en el centro de esta historia. ¿Quién puedo ser cuando pierdo ese miedo?
LA HISTORIA
O RIGEN
Cuando Matteo nació, descubrí unos ojos profundos y sabios, con mucha fuerza e intensidad. Sentí un corazón enorme y un alma ancestral. Lo amé de una manera incondicional desde el segundo en que lo vi. ¡Mi hijo es muy hermoso! Chocheábamos porque todos decían que era un bebé muy, muy guapo.
Los primeros exámenes tras el nacimiento se sucedieron sin percances. Y al cuarto día, nos devolvieron a casa. Cuando al fin llegamos, nos miramos con Lucas, mi marido, y dijimos: «¿Y ahora qué?». No podíamos creer que nos hubieran dejado volver con esta criatura tan chiquita y frágil. Estábamos abrumados por la responsabilidad, como seguro muchos padres.
Recuerdo las primeras semanas. Desde el principio tuve que esforzarme para que me bajara la leche, lo cual no fue nada sencillo. En el hospital una enfermera rusa me enseñó a sacarme la leche con un saca leche de fuerza industrial. ¡Qué alivio cuando por fin brotó el oro líquido de mis pechos! Te quedabas dormido en mis brazos, desnudito, piel contra piel, como había leído que era recomendado para el desarrollo del apego.
Pasaron tres o cuatro días suaves, sin mucho acontecer, durmiendo poco, pero felices de estar juntos en casa. Pero vino el primer control con tu pediatra Jody Lappin, quien a lo largo de tu corta vida se convertiría en mi mejor aliada. Ella nos advirtió de que no estabas subiendo de peso. Nos dijo que teníamos que ponernos las pilas con la frecuencia de los horarios de tomas de leche, y que sería necesario incluso despertarte si te quedabas dormido en mi pecho.
Con tu papá llegamos a ponerte la leche en la boca cada ciertos minutos, gota por gota, con una jeringa, mientras rebotábamos en una pelota de yoga gigante para «ordenarte» y para calmarte con el ritmo de los rebotes. Llorabas y no podías dormir mucho tiempo. Fue duro, durísimo. Pero en ese minuto no me daba cuenta, solo estaba comprometida con el hecho de que debía amamantarte a toda costa.
Al poco tiempo nos percatamos de que algo no funcionaba con mi leche, pues ya no salía pese a los esfuerzos de ponerte regularmente en mi pecho. Nos preguntamos de dónde venía el problema: ¿de ti o de mí? Fue como un mes de preguntas e inquietudes. A finales de diciembre, después de mucho trabajo y de no flaquear en mi absoluta resolución de que te amamantaría, nos dimos cuenta de que el problema venía de tu succión, que no era suficientemente fuerte para estimular mi producción de leche.
Llamamos a un especialista para ver si tenías «frenillo corto», el trastorno de la lengua más frecuente cuando hay problemas de succión al nacer. Y estuvimos a punto de cortarte el frénulo, pero los análisis no eran concluyentes, por lo que decidimos no hacerlo.
El plan de acción para alimentarte se hizo más categórico y claro: yo me sacaría la leche y te la daría en un sistema que encontré llamado SNS, que permitía una alimentación suplementaria mientras te daba pecho. Consistía en una botellita donde ponía mi propia leche que se agarraba a mi hombro. La botellita tenía un tubito por donde bajaba la leche desde mi clavícula hasta mi pecho. Yo te ponía en mi pecho con el tubito extra para que la leche fluyera más fácilmente y no tuvieras que trabajar tanto, y así engordaras.
Las horas sin dormir se acumulaban y se agregaban a aquellas en las que pasaba sacándome la leche, es decir a todas horas del día. Fue épico. Lo tratamos todo. Lo di todo. Solo dimensioné lo difícil que fue cuando tuve a tu hermanita: ella tomó leche de mi pecho y solo tenía que sacarme una vez en la mañana para tener algo en el congelador. Recuerdo haber llorado varias veces los primeros meses que tuve a Luna en mis brazos; lloraba con un trastorno post traumático, pensando en todo lo vivido contigo. No había tenido hasta entonces un elemento de comparación y no había podido dimensionar lo estresante que había sido contigo.
Yo decía «ay, es muy difícil», y todo el mundo me decía «sí, es muy difícil», pero no sabían lo que quería decir, ¡ni yo lo sabía!
Tu peso sería una pelea que nunca ganaríamos del todo. El tema de engordar y del diagnóstico médico de «falta de crecimiento» nos perseguiría toda tu vida. Creo que fue como a los tres o cuatro meses que decidimos darte una mamadera más grande e incluir un poco de fórmula en las noches a ver si te ayudaba a dormir un par de horas más, y a engordar un poco. Luego la mamadera en medio de la noche también sería de fórmula. Y así, poco a poco engordaste, siempre al borde de no ser lo suficiente, siempre muy bajo de los promedios médicos.
Desde un comienzo me obsesioné con anotarlo todo: cuánta leche me sacaba, cuánto tomabas, cuántas veces vomitabas, pues eran muchas las veces que después de un largo tiempo de darte a beber, vomitabas ferozmente. A veces vomitabas sin ninguna razón aparente.
Como seguías llorando mucho y no dormías más que unas pocas horas de corrido, consideramos darte un medicamento para el reflujo, a ver si podía apaciguar tus llantos y vómitos. Toda tu vida tomarías ese antiácido, excepto durante un breve periodo, a pesar de todos mis intentos por sacártelo con una nutrición ideal.
No dormías nada bien. Nos pasábamos el día y la noche rebotando arriba de la pelota de yoga rítmicamente para calmarte, lo que afortunadamente funcionaba bastante.
Otro signo inusual era que tu cabecita era más chica de lo normal. Su circunferencia siempre fue más pequeña, incluso antes de nacer.