Musculación
práctica
Un plan desmitificador de preparación física para hombres y mujeres que quieren una zona media poderosa y una espalda sin dolores
Lou Schuler
Alwyn Cosgrove
Esta edición se ha publicado según el acuerdo con Avery,
miembro de Penguin Group (USA) Inc.
Copyright de la edición original: © 2010, by Lou Schuler and Alwyn Cosgrove
Título original: The New Rules of Lifting for Abs
Traducción: Pedro González del Campo Román
Diseño cubierta: Rafael Soria
© 2013, Lou Schule
Alwyn Cosgrove
Editorial Paidotribo
Les Guixeres
C/ de la Energía, 19-21
08915 Badalona (España)
Tel.: 93 323 33 11 – Fax: 93 453 50 33
http://www.paidotribo.com
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Primera edición:
ISBN: 978-84-9910-195-8
ISBN EPUB: 978-84-9910-478-2
BIC: WSU
Fotocomposición: Editor Service, S.L.
Diagonal, 299 – 08013 Barcelona
Introducción
Si me cae un árbol encima del hombro…
M is problemas comenzaron con un árbol. Fue en diciembre de 2006, alrededor de un mes antes de mi decimoquinto cumpleaños. Un árbol había caído invadiendo el patio de al lado y yo, como buen vecino, puse en marcha la sierra mecánica y empecé a cortar el árbol en pedazos lo bastante pequeños como para llevarlos a mi leñera que distaba unos 60 metros.
Gozaba por aquel entonces de una condición física fantástica. En el gimnasio entrenaba habitualmente con pesas que se acercaban a mis mejores marcas de todos los tiempos. Fuera del gimnasio me sentía lo bastante fuerte como para afrontar cualquier situación que un tipo de una familia del extrarradio se viera obligado a resolver.
Digamos, por ejemplo, un árbol caído.
Mi coqueta sierrecita mecánica desertó antes de que hubiera cortado el árbol en trozos manejables. Eso me dejo con un tronco de por lo menos, calculo yo, 45 kilogramos, algo al alcance de mi fuerza, pero terriblemente complicado de manipular. Puse el tronco vertical, lo apoyé contra el hombro, lo levanté del suelo y empecé a caminar hacia la leñera.
Había recorrido la mitad del césped del jardín cuando resbalé y aterricé sobre la mesita para pícnics. El hecho de que rompiera en pedazos la mesa como si de un palito seco se tratase debería haberme servido para pensar que quizá necesitaba otra estrategia para salvar la distancia que me quedaba.
Así que no escuché a mi cuerpo y la prueba palpable de la mesa rota y volví a cargar con el tronco. Esta vez lo cargué sobre el hombro derecho, el cual, como la mesa de pícnic, nunca ha vuelto a ser el mismo. No me rompí ni luxé nada que yo sepa. No tuve que pasar por quirófano. Simplemente, perdí la fuerza y el grado de movilidad que antes tenía a pesar de los cientos de series de ejercicios correctivos y los mejores esfuerzos de un fisioterapeuta de gran talento.
Un año después sufrí una pequeña hernia en el costado derecho de la porción inferior del abdomen. No hubo necesidad de operar, pero, como con el problema con el hombro, mi fuerza declinó casi de inmediato.
Unos meses después, me hice daño en la rodilla derecha practicando sentadillas a una pierna en el gimnasio. Estuve cojeando seis meses hasta que busqué la ayuda de un especialista en tejidos blandos, quien hundió los pulgares en los músculos de mi pierna hasta que deshizo las contracturas y restableció mi grado de movilidad. La mejoría duró una semana o dos hasta que sufrí un desgarro en un músculo de la pantorrilla derecha mientras ejercía de entrenador del equipo de fútbol de mi hija.
Así que ahí estaba yo, en otoño de 2008, preguntándome que había hecho para provocar esta cadena de lesiones en el lado derecho de mi cuerpo. Llevaba entrenando desde los trece años. Todo cuanto hacía – mi trabajo, mis aficiones, mis amistades, mi vestuario, la forma de comportarme, incluso mi ejercicio de la paternidad– se basaba, al menos en parte, en mi entusiasmo por la actividad física en general, y por el entrenamiento de la fuerza en particular. Y ahora mi cuerpo me estaba diciendo que probara otra cosa.
Si ya has leído uno o los dos libros anteriores de la serie Nuevas reglas para levantar pesas, ya sabes cómo estructuraba antes mis entrenamientos: un calentamiento mínimo, seguido por cuarenta y cinco minutos a una hora en la sala de pesas. Aportaba gran variedad a los programas, porque, cuando tienes el privilegio de trabajar con Alwyn Cosgrove, un autor tan creativo como pudiera desear un escritor de libros sobre condición física, siempre hay algo nuevo que probar. No obstante, la estructura se mantuvo incólume durante años.
Mis nuevos entrenamientos eran radicalmente distintos. Empezaba con un calentamiento dinámico cuya finalidad era desarrollar y luego mantener la movilidad, la flexibilidad y la fuerza equilibrada de mi hemicuerpo inferior. Practiqué ejercicios para músculos que nunca había entrenado de forma activa tras casi cuarenta años levantando pesas. Las series de ejercicios eran complejas, pero el objetivo sencillo: no quería volver a sufrir contracturas musculares que requirieran la intervención de los pulgares de un fisioterapeuta.
La siguiente parte del entrenamiento estaba dedicada a ejercicios para la zona media. Sin ningún plan concreto, hice todo lo que pensaba que me ayudaría a compensar la túnica muscular rota de mi abdomen. Cuando los ejercicios comenzaron a resultar demasiado fáciles, busqué la forma de aumentar su grado de dificultad o pasé a hacer algo nuevo. Descubrí que, cuando practicaba esos ejercicios para la zona media del cuerpo casi al principio de los entrenamientos en vez de al final, podía realizarlos con más intensidad y prestando más atención a la ejecución, y, por consiguiente, obtenía más beneficios que nunca.
Sólo entonces –por lo general, transcurridos de quince a veinte minutos del entrenamiento– pasaba a la sala de pesas. Era muy limitado lo que podía hacer al principio. La lesión en el hombro convertía el press de banca en un ejercicio para masoquistas; incluso me dolían las flexiones de brazos. Las sentadillas con mucho peso estaban lejos de mis posibilidades debido a las molestias y fragilidad de las rodillas, y, debido a la hernia, tenía miedo de practicar el peso muerto con cargas máximas.
Aquellas ocho series con pesas pocas veces duraban más de veinte minutos, lo cual significaba que el tiempo transcurrido en el gimnasio era de treinta y cinco a cuarenta minutos. Hacía esto tres veces al día.
La lógica dice que yo debería haber obtenido unos resultados descorazonadores: pérdida de fuerza, reducción del número de ejercicios posibles, ampliación de los ejercicios de calentamiento y menos tiempo en la sala de pesas. Debería haberme vuelto más débil, más pequeño y más gordo.
Pero no fue así. Mi fuerza se estabilizó. Reemplacé parte del músculo perdido y lo más sorprendente, adelgacé. La ropa me sentaba mejor. La gente que llevaba tiempo sin verme me hacía comentarios sobre la esbeltez de mi cuerpo.
Intenté desentrañar qué había provocado ese resultado inesperado. ¿Estaba comiendo menos? Quizá. (Abordaré el tema de los horarios de las comidas y el modo de evitar comer demasiado en la cuarta parte.) ¿Estaba sometido a menos estrés? Pues no. Si algo había cambiado, era que tenía más estrés del habitual. ¿Estaba haciendo más ejercicio fuera del gimnasio? Sí. Además de entrenador de fútbol, estaba jugando al béisbol en un equipo por vez primera desde que tenía doce años. (Hablaré de las actividades fuera del gimnasio a lo largo del libro.)
La explicación más sencilla probablemente sea la mejor. Si comes menos y practicas más actividad física, está claro que terminarás teniendo menos grasa.
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