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Primera edición: octubre de 2022
© 2022, SANINO LA ANCHA S. L.
© 2022, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2022, Marta Valdivieso Rodríguez, por la edición
Fotografías de Matías Pérez Llera
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ISBN: 978-84-1896-742-9
Compuesto en: M.I. Maquetación, S.L.
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Setenta recetas perfectas que cuentan la historia de la familia de La Ancha, vinculada a la cocina desde hace más de un siglo.
La familia Redruello llegó a Madrid hace un siglo para fundar una modesta tasca, y hoy posee varios restaurantes de referencia en Madrid y Barcelona. ¿El secreto? Una atención exquisita a la materia prima y el respeto al producto. Nino Redruello revela aquí las recetas esenciales de esta saga de taberneros, explica su elaboración con estilo desenfadado y ofrece alternativas, claves y trucos para alcanzar los mejores resultados.
El libro es además un viaje gastronómico: de las raíces tradicionales de La Ancha a la cocina de proximidad y los platos de inspiración nórdica de Fismuler, del inconfundible escalope Armando o la célebre merluza rebozada con chipirones a la dorada casi cruda con almendras y uvas o la famosa tarta de tres quesos. Mezcla de recetario, álbum de recuerdos y atlas de productos españoles, este libro es la puerta de entrada a la cocina de una familia dedicada desde hace décadas a deleitar a sus comensales.
Nino Redruello forma parte de la familia que creó La Ancha y está al frente del grupo de restaurantes derivados de esta casa de comidas.
Introducción
Mi bisabuelo, Benigno Redruello, nació en una braña cerca de Luarca, en Asturias. Pertenecía a una etnia llamada «vaqueiros de alzada», que se dedica a la ganadería trashumante y que, en aquella época, era discriminada en las iglesias y los pueblos. Siempre he pensado que fue esa exclusión lo que le llevó a abandonar su tierra e irse a Madrid, donde al poco de llegar, en 1919, abrió una taberna. Estaba en la calle Mayor, entre la plaza de la Villa, donde se encontraba el Ayuntamiento, y la calle de Bailén. Era un local estrechísimo y alargado al que, por esa razón, llamó La Estrecha. Así, paradójicamente, empieza la historia de La Ancha.
Un año después de abrir La Estrecha, mi bisabuelo le pidió a mi bisabuela que mandara al mayor de sus hijos, mi abuelo Santiago, que entonces tenía diez años, para que le ayudara. Luego fue sumándose el resto de la familia: su madre y sus hermanos, primos y tíos.
Durante la Guerra Civil, La Estrecha permaneció abierta, a pesar de que, cada vez que sonaban las sirenas, clientes y trabajadores tenían que protegerse en el sótano, que servía de almacén. En la década de 1940, la segunda generación empezó a montar sus propias tabernas y llegó a haber seis La Estrecha en Madrid. La de mi abuelo estaba en la calle de los Madrazo, cerca del paseo del Prado y el tramo más céntrico de la calle Alcalá. Fue por entonces cuando un primo suyo inscribió como propio el nombre de «La Estrecha» en el Registro Civil e instó a mi abuelo a que cambiara el de su taberna. Fue un momento dramático, pero mi abuelo, supongo que una vez pasado el enfado, en lugar de enroscarse tiró hacia delante. Si no podía ser La Estrecha, sería La Ancha.
Durante años, nuestra historia estaría ligada a la calle de los Madrazo. En ella fue donde mi abuelo conoció a Elia, la muchacha de la tahona de al lado que se convertiría en mi abuela. Y en ella nacieron mi padre, Antonio, y mis tíos Santiago, Nino y Encarna, siempre igual: mi abuela, tras romper aguas en la taberna, al acabar el servicio, subía al pisito alquilado que tenían en el número 29 y daba a luz.
La vida de tabernero era muy dura. Durante veinticinco años, cada noche, después de cerrar, mi bisabuelo esperó dormitando sobre una banqueta a que de madrugada le llamaran los panaderos de la tahona de al lado para servirles un pacharán. Solo entonces se iba. Mi abuelo, siendo solo un niño, trabajaba jornadas interminables. Pero también fue duro para mi padre y mi tío Nino. No pudieron estudiar como les habría gustado, tuvieron que espabilar rápido y aprender a base de mucho ingenio y tesón.
En la década de 1960, mi padre y mi tío empezaron a asumir responsabilidades y mi abuelo a soltarlas, aunque durante años acudiera a la taberna para jugar una partida de dominó o controlar que nadie andaba con las manos vacías. Con el tiempo, mi padre abrió una La Ancha en Velázquez, que en 1969 se trasladó a Príncipe de Vergara, donde sigue hoy. Y en 1988, La Ancha original se trasladó muy cerca, a la calle Zorrilla. Fueron realmente ellos quienes convirtieron, con su constancia, honestidad y respeto, una taberna de barrio en dos restaurantes de destino, con muchos clientes fieles con los que mantenemos una relación muy personal, algo increíble.
Mi padre y mi tío Nino se han pasado la vida juntos, y me he dado cuenta de que para mí son como dos padres. Recuerdo pasar, desde pequeñito, todo el tiempo libre con ellos, con mi madre, Inma, y mi tía Miren, y mis hermanos Santi e Ignacio. Yo soy el pequeño de los tres. Santi, el mayor, que estudió empresariales, decidió con el tiempo dedicarse a la hostelería y acabamos trabajando juntos. Y qué bien que lo hizo, porque ha sido fundamental en todas las decisiones y comparte conmigo, con enorme generosidad, el peso familiar. Ignacio, el mediano, que es arquitecto y tiene un estudio que se llama Arquitectura Invisible, diseña y construye los restaurantes. Y yo fui el que, con cinco años, ya tenía claro que quería ser cocinero como mi tío Nino.
Pero, desde el principio, mi gran preocupación fue no ser la generación que hundiera la empresa. Tal vez porque en esas reuniones en las que nos juntábamos todos siempre se hablaba del negocio, de la importancia del producto que servías, de la responsabilidad de hacer las cosas bien, de no relajarse. Y lo que escuchas desde niño se te queda. Así que, con quince años, me pasé el verano en la cocina con mi tío, en La Ancha de Zorrilla. Me pareció durísimo, pero volví los dos años siguientes. Tenía cierto complejo de niño de papá y me agobiaba no ser merecedor de mi familia. Después de la selectividad, estudié cocina en la escuela de Luis Irízar, en San Sebastián. Luego pasé por Arzak, Zuberoa o El Bulli y trabajé en el extranjero, en Londres y Bérgamo. Buscaba ilusionarme mucho, pero también esforzarme hasta el límite, para poder sentirme parte de mi familia y estar a su altura.
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