Introducción
Hace un tiempo recibí un mail que me conmovió. Lo escribió una chica que siempre había querido ser profesora de Literatura. Era su gran cuenta pendiente, su sueño de toda la vida. Diez años atrás lo había intentado. Cursó primer año y después se casó, nacieron sus hijos y tuvo que interrumpir. Intentó retomar, hacía una materia o dos, pero no conseguía completar la carrera. Los años pasaban y el sueño se alejaba. “Pude terminar de estudiar porque leí tu libro”, me contaba en el mail. Y no solo eso. Había algo más: tenía un docente que le decía que no podría lograrlo. Que no le daba la cabeza para ser profesora.
En Alta Negra, yo había contado de aquel profesor de mi secundaria que una vez me había dicho que yo no podría con lo que me había propuesto. Cuando escribí sobre aquella situación y cómo la enfrenté, no imaginaba que había más de esos profesores que les decían a otras mujeres, sin piedad y sin justificativos, que no podían. Y esta chica se había animado a mostrar que sí podía y me estaba diciendo en ese mail que mi libro, mi historia, la habían ayudado para ese gran paso. Se había sentido identificada.
A partir de que el libro estuvo en las librerías, empezaron a llegarme mensajes como ese. Otra vez, otra chica me escribió una larga carta. Eran como tres páginas. Me la dio en la mano y se fue. En ella compartía su experiencia: había crecido en una provincia y viajó para estudiar a Buenos Aires, donde había conseguido trabajo en una casa con cama adentro. Y ahí pasó algo que lo cambió todo. El dueño de la casa, su jefe, había abusado de ella durante cinco años. Recién cuando leyó mi libro, empezó a modificar su modo de pensar porque hasta entonces, durante todo ese tiempo, había soportado la situación creyendo que ese abuso era lo que le tocaba tolerar por tener trabajo. En Alta Negra conté que yo había mantenido durante mucho tiempo un pensamiento similar; muchas veces había sostenido situaciones dolorosas porque creía que era el precio que tenía que pagar. La chica de la carta, al igual que la que estudió Literatura y tantas otras, se sintió interpelada por mi historia, de alguna manera le sirvió de inspiración. En ella hubo un cambio de perspectiva que le permitió tomar la decisión de irse, por fin, de aquel lugar.
El mundo nos pone muchas barreras. Y esas barreras las llevamos, también, adentro. Las transformamos en paredes, en limitaciones que nos impiden hacer lo que soñamos. O incluso intentarlo. Y quizás ese sueño primario tiene un fin, y ese fin lleva a otro que ni imaginábamos que teníamos en nuestro interior, dormido, que de alguna manera era necesario para que transitáramos por un camino que resulta ser realmente el indicado para nosotros. Hay que derribar esas paredes. Es necesario sacarse ese miedo interno, arrancarlo, porque es algo que nos instalan la sociedad, las creencias, la cultura y las mil formas del “no podés”.
Cuando terminé Alta Negra, sentí que me sacaba un peso de encima, una parte de mi vida que necesitaba procesar. No pensé, en ese momento, que estaba poniéndole voz a lo que otras mujeres vivían. Eso lo supe cuando empecé a recibir sus cartas, sus mails, sus mensajes privados en las redes contándome sus peleas, sus desafíos, sus historias, como las dos que incluí acá. Experiencias fuertes y conmovedoras. Eran mujeres que se habían animado. En todo este tiempo, comprendí el poder que había tenido escribir mi historia para compartirla con otras personas. Lo que había despertado. Y entendí, o asumí, eso que todavía me da pudor, que no termino de creer: que con el tiempo me ha tocado jugar el papel de referente, de ejercer el liderazgo.
Y lo ejercí desde que era algo así como la líder natural del primer equipo de fútbol en el que jugué, como organizadora de torneos o como fundadora de la Asociación Femenina de Fútbol Argentino (AFFAR), también cuando me invitaron a hablar en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) o a avanzar en un área de género en el club Boca Juniors. Lo hice de distintas maneras. Como decía, con pudor. A veces, sin creérmela. Adoptando distintos personajes. Como pude. Pero antes de todo eso debí tomar las riendas de mi vida. Eso fue lo primero que tuve que liderar: mi vida.
Y así como el libro anterior fue una manera de ordenar y procesar mi historia, en este me propuse ordenar y procesar todas las respuestas que puedo dar a las preguntas, mensajes y correos que he recibido en estos últimos años. Hay una en particular que se repite: “¿Cómo hiciste?”. Y no se puede responder de una manera tan simple. No hay una sola fórmula.
Por eso, para que me acompañen en este libro, convoqué a otras mujeres que conocí en el camino que me trajo hasta acá. Que me ayudaron a convertirme en la mujer que soy hoy. Ellas son Mónica Moccia, Solange Wissocq, Ethel Zulli, Romina Escobar, Blanca Aguirre, Marian Vidaurri y Mercedes D’Alessandro.
Estas amigas y mentoras son muy diferentes entre sí y eso es lo bueno. Quiero mostrar nuestra diversidad. Y en esa diversidad, hay algo en común: son todas líderes de sus vidas, de sus trabajos, de sus mundos. Pero para ninguna fue fácil, porque nunca es fácil, y menos para las mujeres, asumir esos roles. Ellas, por distintas razones, se animaron y se arriesgaron. Comprendieron que el cambio se logra en la acción.
A veces nos sentimos solas frente a determinadas situaciones. Pensamos que somos las únicas que libran esas batallas. Pero no es así. Este libro busca animar a quienes quieren cambiar sus vidas. Alentarlas a que salgan, a que superen la represión, que muchas veces es propia, creció dentro de nosotras después de que el sistema hizo ese trabajo fino de instalarla, al decirnos qué tenemos que hacer, cómo debemos pensar, de qué forma tenemos que amar. No es fácil desarmar eso.
No puedo mentirles: es un camino que tiene a menudo un lado cruel. Muchas veces, en la vida, avanzamos lastimadas por lo que dijeron otros, por las traiciones. Sin embargo, el lado luminoso de ese recorrido, y su resultado, valen más que mil tormentas.
Hace un año fui a Santa Fe, a un club de barrio. Una madre se acercó para saludarme. Me siguen dando pudor esas demostraciones de afecto, porque todavía tengo que trabajar mucho en mi amor propio. Puedo ponerme el traje de la chica que pelea contra el mundo, aunque por dentro no me resulta tan fácil. Todas peleamos contra nuestros fantasmas. Ese día, se acercó esta señora y me contó: “Mi hija es mamá de mellizos. El marido le pegaba todos los días”. Se puso a llorar, pero siguió: “Yo nunca la pude convencer de que se fuera. Y un día ella leyó tu libro y por fin se fue. Juntó el valor”. Me quedé helada. Y empecé a entender que hay muchas historias así, de mujeres que un día juntaron valor. Todo empezó a ser más claro a partir de aquella conversación con esa madre. Otras mujeres se han acercado para decirme: “Es la primera vez que leo un libro y fue el tuyo”. Y a continuación me confesaban que atravesaban o estaban dejando atrás situaciones de violencia, de maltratos. Poco a poco, comprendí el poder que había tenido compartir mi propia historia, como un puente para que otras mujeres se sintieran identificadas, alentadas a cambiar, menos solas. Tengo claro que fui eso: un puente. Para cruzar a otro lugar. Son ellas las que cambiaron porque algo de su fuerza se despertó. Empezaron a creer en ellas mismas. Si con Alta Negra pude ayudar a eso, siento que dejé algo.
Este libro no tiene recetas mágicas, pero sí busca alumbrar los modos de salir adelante. Por eso aquí comparto mi historia, mi mirada y la de otras mujeres.