Véronique Deiller - El Baby Bang: 30 lecciones para superar el caos tras la llegada del bebé

En el imaginario colectivo (es decir, en la mente sobrehormonada de los postadolescentes en la flor de la vida), la receta para anunciar un embarazo es simple como la de una tortilla: un maratón de achuchones, unas cuantas náuseas —y preguntarse: «Vaya, ¿no será este el pequeño milagro tan esperado después de doce días y medio?» (fíjate, nunca es sushi que te ha sentado mal)—, un test de embarazo siempre positivo, lágrimas, expresiones de incertidumbre porque siempre hay que hacer que dure el suspense y —después de una declaración más o menos lacrimógena en la que le damos a nuestra pareja un palo de plástico que hemos regado con un chorro de pipí como si fuera la mejor muestra de amor del mundo— lágrimas, alegría, felicidad, todo el mundo contento y pum, treinta y tres minutos más tarde, el bebé está ya en brazos de sus padres, que siguen llorando.

En nuestra realidad, la tortilla no salió del todo bien. En nuestro caso no hubo una fecundación de campeonato, sino huevos no demasiado frescos, a juzgar por las doscientas treinta y cuatro personas, aproximadamente, a las que tuvimos que acudir para poder procrear. Para nosotros no hubo polvete memorable, sino una inseminación de buena mañana en el sótano de color salmón (¿por qué siempre pintan las paredes de color salmón?) de un hospital de las afueras de París, con la ropa empapada de Coca-Cola Light gracias a la máquina averiada del departamento de reproducción asistida (#OutfitDelDía). Nosotros no tuvimos test de embarazo casi sin lavar guardado en una caja de zapados tuneada con amor y cinta de regalo que había sobrado en Navidad, sino un fallo en los ordenadores de un laboratorio de París «que ya nos llamaría». Y para nosotros no hubo embarazo que pasa en un abrir y cerrar de ojos, sino más bien una gestación tan larga que parecía la de una elefanta asiática.

En resumen, incluso antes de que nuestra niña divina viera la luz del sol, tendríamos que haber dudado de que nuestra vida de tres fuera a ser exactamente como habíamos imaginado. Pero ¡eso era pedirnos demasiado! Irrumpimos en la crianza sobreinformados, sobremotivados, sobrepreparados (desde el fular portabebés casi anudado hasta la biblia de los padres perfectos: todo estaba listo)… Y, evidentemente, no fue como nosotros pensábamos. En primer lugar, porque a nuestra ecuación bien engrasada se sumaba una nueva incógnita que, a primera vista, era imposible de despejar: nuestro bebé.

Una cosa bastante mona, pero un poco rara, ha salido de tu/su cuerpo. ¿Cómo reaccionas?

• Estoy alegre: ha nacido el niño divino, ¡resuenen, resuenen trompas y clarines!
• Voy con cautela: estaba previsto… o, por lo menos, en teoría estaba previsto.
• No me quita el sueño: mi pareja se encargará, como siempre.
• No sabe/No contesta: Pero que no me arruine la vida, ¿eh?

Antes de ser padres, V. y yo atravesamos una fase prehijos particular —pero, al fin y al cabo, muy mainstream— en la que tuvimos que recurrir a la reproducción asistida. Aunque todo fue bien, en ese periodo algo extraño me vi afectado por el síndrome exclusivamente masculino del «pero ¿y yo para qué sirvo aparte de para decir que todo irá bien?».