S i no sabemos de dónde venimos ni quiénes somos; si no aceptamos nuestro origen, no aceptamos quiénes somos; si no nos reconocemos como hijas, hijos, hijes de la sexualidad, viviremos en el eterno desconocimiento de quiénes somos. Desde el vientre hasta el último aliento somos sexualidad andante.
Episodio I. Mateo hace preguntas.
Mateo es un niño muy alegre, siempre está contento, es curioso, empático, adorable. El único defecto que su madre le encuentra es que le encanta hacer preguntas “incómodas” a ella, a papá, a las maestras y a quien esté dispuesto a responder y aclarar sus dudas. “¿A qué te refieres con preguntas incómodas?”, le pregunté en consulta a Marta, su madre.
—Me pregunta por allá abajo.
—¿A qué te refieres con allá abajo?
—Mi cosita, la de su padre, la de él mismo.
Marta está completamente aterrorizada de mostrarse como una mujer sexuada, al punto de no ser capaz siquiera de nombrar los genitales.
—En mi casa jamás se habló de sexualidad, ni de genitales, ni siquiera de menstruación. Y ahora no sé qué hacer con Mateo. Imagínate que ayer le preguntó a mi madre si ella aún hacía cositas con el abuelo. Mi mamá casi se cae de la silla.
La falta de educación sexual en la infancia nos hace llegar a la vida adulta completamente incapaces y desinformados. Hacemos malabares para sentirnos medianamente cómodos con la vida sexual en pareja o con la intimidad personal, y definitivamente no tenemos las herramientas para afrontar una conversación sobre sexualidad con una personita que hace preguntas sin parar.
—No estoy nunca lista para las preguntas de mi hijo, no sé por dónde empezar, no tengo las palabras, tampoco la facilidad. Cuando me pregunta, mi cara me delata y él descubre que no tengo ni idea de cómo responder. Estoy aquí porque definitivamente quiero ser capaz de darle respuestas a mi hijo.
—Bueno, vamos a olvidarnos de Mateo por un momento, Marta, porque para tener respuestas para él, primero debes responder tus propias preguntas. Cuéntame de ti. Quiero saber tu historia ¿Cómo fue tu educación sexual, en casa, en la escuela? ¿Cómo fue la relación de tus padres mientras crecías? ¿Se permitían tus padres tener intimidad? ¿Qué te enseñaron sobre tu cuerpo? ¿Cómo fue tu primer encuentro con la excitación?
—La educación sexual en mi casa no existió. En la escuela aprendí que no había nada peor para una niña que quedar embarazada o contraer una infección de transmisión sexual. Solo sabía que era “malo”, nada más. La verdad es que no tenía ni idea sobre cómo embarazarme o cómo infectarme. Lo aprendí cuando sucedió. Esa fue mi educación sexual: ensayo y error, escuchar las historias de mis amigas en el colegio y los novelones de mis primas más grandes. Por años quedó grabada en mí la idea de que el sexo es peligroso, enferma y te embaraza.
La relación de mis padres fue compleja. Mi papá trabajaba todo el tiempo. Mi mamá se quedó en casa, pero yo pude ver que no era del todo feliz. Ella era muy talentosa para las manualidades y era feliz ayudándome con las tareas más artísticas. Creo que algo de ella se sentía frustrada y estancada. Sé que de pequeña sus padres fueron muy estrictos con relación a la religión y eso hizo que ella fuera muy tímida para los temas sexuales. Se casó muy joven con mi papá. La verdad nunca los vi ser afectuosos entre ellos. Quizás en un cumpleaños. Pero era raro que se abrazaran o besaran frente a mí.
Lo que aprendí sobre mi cuerpo fue lo básico que enseñaban en la escuela y lo que mis amigas comentaban en el recreo. En casa aprendí que el cuerpo no se toca, no se explora y no se comparte, que hay que tenerle miedo.
Después de escuchar a mis amigas hablar sobre las cosquillas que sentían en su cosita cuando se tocaban, decidí probarlo. Tenía quince años. Ahora sé que fue lo más cercano que tuve a un orgasmo, pero me dio miedo. Pensé que estaba haciendo algo sucio y, si soy honesta, aún pienso en la sexualidad, en la masturbación y en los orgasmos como algo pecaminoso, sucio, prohibido.
Entonces, ¿cómo podría Marta enseñarle a Mateo sobre la sexualidad si ella misma no tuvo la oportunidad de aprender sobre este tema, ni se ha dado el chance de hacerlo?
Cuando somos pequeños, aprendemos de nuestros padres todo el tiempo: a comer, a caminar, a reír, a ser cordiales, a jugar… Entonces, ¿quién nos enseña a vivir la sexualidad? Al convertirnos en padres tenemos la responsabilidad de mostrar a nuestros hijos la forma más honesta y plena de vivir, lo cual incluye el disfrute de la sexualidad en todas sus facetas, la respuesta a sus preguntas sin misterios y la petición de ayuda si es necesario.
Si mamá y papá no han conectado con la sexualidad, el cuerpo y el placer de una forma abierta y sin prejuicios, será muy difícil transmitir a los hijos/hijas/hijes la seguridad necesaria para establecer relaciones sexuales sanas.
Episodio II. Qué asco me da imaginarlos.
En mis talleres me gusta invitar a quienes participan a cerrar los ojos unos segundos e imaginar a mamá y papá haciendo el amor. Lo común es que las caras sean de horror, asco, sorpresa, incomodidad. A veces ni siquiera cierran los ojos.
Me gusta preguntarle a la gente cuál es su origen y escuchar las diversas respuestas, infinitas y creativas; muchas de ellas son una evolución de aquello que les dijeron en la infancia cuando se atrevieron a preguntar de dónde vienen los bebés.
En mi primer libro Sex Détox tengo un capítulo entero con ilustraciones sobre las respuestas que nos hemos inventado como sociedad ante esta pregunta: la cigüeña, la semilla que papá sembró en mamá, las estrellas, el amor de mamá y papá. Y puede que mamá y papá se quisieran mucho, puede que no, pero la verdad es que venimos del encuentro de un ovocito y un espermatozoide, de una vagina y un pene.
He escuchado muchas historias de concepción de personas adultas que son incapaces de nombrar los genitales de sus padres, ni siquiera los propios, como Marta en el apartado anterior, y tampoco de narrar la historia completa. Es imprescindible reconocer a nuestros padres como seres sexuados para poder darle sentido lógico a nuestra existencia. En alguna oportunidad le pregunté a María, de 34 años, cuál era su origen y me dijo que ella venía del encuentro de sus padres, y profundicé:
—¿Cómo fue ese encuentro? —Y me respondió—:
—Mi madre dice que hermoso.
Entonces, María nació de un encuentro hermoso.
Pedro, de 27, me dijo que él había nacido en México pero que vivía desde hace muchos años en Alemania. Entonces, Pedro nació de México y Alemania.
Valentina, de 19, me contó cómo se conocieron sus padres: desde muy pequeños jugaban juntos, las familias se conocían.
—Mi padre se enamoró a primera vista, así nací yo.
Entonces, Valentina nació de una mirada.
Lorena, de 45, estaba convencida de que era hija de la energía vital de papá y mamá . Y claro que sí: somos hijas, hijos, hijes del amor, de un encuentro y de la energía, pero nos estamos olvidando de lo básico, lo íntimo, lo personal.
En definitiva, nuestras historias muestran la necesidad de esconder, evitar, esquivar, invisibilizar todo lo que tenga que ver con genitales, deseo, erótica, placer, fluidos, erecciones, excitación y los progenitores. Estamos permanentemente negando la sexualidad de nuestros padres y entonces, automáticamente, negamos la nuestra.
Mirar a nuestros padres como personas que viven una vida sexual es normalizar la sexualidad, integrarla, empezar a construirla como algo que está bien. Todo niño, niña, niñe que obtiene una respuesta obsoleta y deshonesta cuando pregunta cómo se hacen los bebés, también se pregunta: “¿Qué tan malo será esto, que buscan ocultarlo, disfrazarlo, de cualquier manera?”. Este registro queda en nuestro inconsciente por años haciendo que tengamos vidas sexuales desinformadas y temerosas de nuestra propia intimidad, deseo, cuerpo y erótica.