Índice
Aprender
Milagro
Stanislas Dehaene
¿CÓMO APRENDEMOS?
Los cuatro pilares con los que la educación puede potenciar los talentos de nuestro cerebro
Edición al cuidado de
Yamila Sevilla y Luciano Padilla López
Traducción de
Josefina D’Alessio
Dehaene, Stanislas
¿Cómo aprendemos? / Stanislas Dehaene.- 1ª ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores Argentina, 2019.
Libro digital, EPUB.- (Ciencia que ladra… Serie Mayor // dirigida por Diego Golombek) Archivo Digital: descarga
Traducción de Josefina D’Alessio // ISBN 978-987-629-974-9
1. Desarrollo mental. 2. Neurociencias. i. D’Alessio, Josefina, trad. II. Título.
CDD 612.825
Cet ouvrage, publié dans le cadre du Programme d’aide à la publication VictoriaOcampo, a bénéficié du soutien de l’Institut français d’Argentine. Esta obra, publicada en el marco del Programa Victoria Ocampo de Ayuda a la Publicación, cuenta con el apoyo del Institut Français d’Argentine.
Título original: Apprendre! Les talents du cerveau, le défi des machines
© 2019, Stanislas Dehaene
© 2019, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.
Diseño de cubierta: Eugenia Lardiés
Ilustraciones de cubierta: Guido Ferro
Corrección: Mariana Gaitán y Héctor Di Gloria
Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina Primera edición en formato digital: noviembre de 2019
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
ISBN edición digital (ePub): 978-987-629-974-9
Este libro (y esta colección)
Adorable puente se ha creado entre los dos.
Gustavo Cerati, “Puente”
Un primer saber […] necesario para la formación docente, desde una perspectiva progresista[:] Enseñar no es transferirconocimiento, sino crear las posibilidades para su propiaproducción o construcción.
Paulo Freire,Pedagogía de la autonomía
Cuanto más estudio el cerebro humano, más me impresiona.
Stanislas Dehaene, en este mismo libro
En muchas universidades del mundo existen facultades o escuelas de Ciencias de la Educación; por supuesto, siguen las líneas clásicas y las más renovadoras de los últimos siglos en cuanto a pedagogía y otras disciplinas sociales y humanas. Pero a veces da la sensación de que dejaron en suspenso algunas ciencias y que, pasados ya los tiempos de Piaget, hubo cierto divorcio con el trabajo de laboratorio. ¿Qué fue de los experimentos, las evidencias y los conocimientos que la psicología cognitiva, la computación y, muy especialmente, las neurociencias aportan para mejorar nuestras experiencias de aprendizaje y de enseñanza? Mientras vemos naufragar programas educativos, mientras nos quedamos con más errores o mitos que pruebas, nos llegan noticias de los enormes avances de los estudios acerca de nuestra conciencia, el procesamiento de la información en el cerebro o la plasticidad neuronal que deberíamos aprovechar cuanto antes en las aulas.
Al otro lado del río, el estudio del cerebro viene prometiendo una revolución en nuestro conocimiento de cómo y por qué hacemos lo que hacemos y hasta cómo mejorar nuestro desempeño en diversos órdenes de la vida. Así, aunque los frutos son muy recientes, la tentación de vincular la investigación con el mundo educativo siempre ha sido importante. Pero el
pasaje nunca es tan simple y la expectativa es tan grande que esas promesas se exponen al riesgo de resultar engañosas.
Lo cierto es que durante muchos años los grandes logros de los laboratorios neurocientíficos se quedaban allí… en el laboratorio y, aunque supiéramos cada vez más sobre la memoria, la motivación o el alerta, las consecuencias no se veían en las aulas. Quizá por esto mismo, en la década de 1990 –ayer nomás– apareció un trabajo de John Bruer llamado “Neurociencias y educación: un puente demasiado lejos”. La respuesta llegó ya avanzado este siglo, con investigaciones que respondían “es tiempo de construir el puente”, delineando cómo por fin la escuela podía considerarse un campo para aplicar los frutos de la cerebrología.
Uno de los constructores del puente es Stanislas Dehaene, sin duda uno de los más importantes neurocientíficos contemporáneos. Con un rigor y un carisma a toda prueba, nos convence de que si existe un destino para los humanos, es el de aprender, tanto con lo que traemos de fábrica como con ese acelerador de mentes que llamamos escuela. Pero allí, en esa escuela, debemos considerar también el funcionamiento de la memoria (necesaria aunque no goce de la mejor prensa), el rol de la atención, la importancia del sueño y hasta de una buena alimentación. Y, también, explorar ciertas patologías del desarrollo como ventanas abiertas que nos permiten contemplar y comprender las funciones cerebrales.
Si de aprendizaje se trata, no podemos dejar de lado a las máquinas, que prometen (o amenazan con) entender procesos cada vez más complejos e incluso enseñarse a sí mismas, configurando modelos del mundo que se acercan a la realidad y que algunos agitan como un fantasma. Sin embargo, el autor nos tranquiliza recordando que –al menos por ahora– detrás de toda gran máquina hay siempre un gran ser humano. Y que ese mismo ser humano procesa datos, aprende y resuelve problemas mil veces más rápido que cualquier inteligencia artificial que quiera hacerle sombra.
Y es que, en el fondo, ¿por qué aprendemos? ¿Tenemos un instinto de aprendizaje? Podemos considerar las investigaciones clásicas sobre el canto de los pájaros para proponer que sí, lo tenemos. Muchos pajaritos suelen aprender sus músicas de otros tutores a los que imitan, para luego agregar un toque personal que les permitirá desempeñarse mejor en la Ópera entre los árboles. Cual pajaritos, los bebés parecen venir de fábrica con ese instinto, lo que los lleva velozmente a hablar, cantar, comer caramelos o desarmar los juguetes. Las investigaciones de Dehaene y sus colegas demuestran
inequívocamente que el cerebro de los bebés ya cuenta con herramientas aritméticas, lingüísticas y con un GPS muy refinado: el bebé es, desde el comienzo, una máquina de aprender. Crecer es, quizá, exagerarse a uno mismo, poner en práctica ese plan innato que se va enriqueciendo a lo largo de la vida. Como en el Aleph de Borges, el cerebro en desarrollo puede ser
“uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos” (algo que Dehaene nos aclara cuando encuentra en la teoría de Thomas Bayes la posibilidad de pensar al niño como a una suerte de estadístico).
Uno de los hallazgos prácticos de este libro es la propuesta de los cuatro pilares del aprendizaje, que permiten mejorar de verdad la educación. Ya los conocerán en detalle, pero vale la pena al menos enumerarlos para que esos principios virtuosos empiecen a abrirse camino en sus neuronas: la atención, ese mecanismo que nos permite darle importancia y amplificar ciertas señales e ignorar otras,
el compromiso activo, o curiosidad, que nos obliga a tener cerebros exigentes y motivados en el aula,
la detección y corrección de errores (el buen feedback que se aleja diametralmente del castigo frente al error) y
la consolidación, esto es, la puesta en marcha de los diversos pasos en la formación de las memorias.
Con esos cuatro jinetes del aprendizaje, y desplegando la evidencia empírica que funda cada una de sus afirmaciones, Dehaene pone a la vista cuáles son las consecuencias prácticas de sus investigaciones.
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