Apéndice
OBJETIVIDAD ILIMITADA
Los ejemplos que contiene este apéndice pretenden ilustrar, aunque sea mínimamente, la psicología de la consciencia objetiva tal como quedó caracterizada en el cap. VII. Son pocos en número, pero indicativos de una masa considerable que podríamos multiplicar indefinidamente.
Es posible que algunos lectores se quejen de que estos ejemplos no dan un cuadro «equilibrado» de la ciencia y la tecnología, sino que se limitan a insistir injustamente en algunas posiciones o actitudes absurdas y del todo extravagantes. Me permitiré aclarar por qué y cómo he seleccionado estos ejemplos de objetividad y no otros.
1.- A menudo, cuando entramos en una discusión de los aspectos menos agradables de la investigación científica y la innovación tecnológica, los casos que se ponen a consideración o bien son ejemplos claramente extremos universalmente condenados (como el de los físicos nazis que experimentaron sobre especímenes humanos), o bien son imágenes tomadas de la ciencia-ficción, fácilmente descartados porque son, justamente, ficticios. Los ejemplos que exponemos en este apéndice no los hemos sacado de ninguna de estas dos fuentes. Por el contrario, se derivan de lo que a mi juicio puede llamarse sin más rodeos tendencias generales de la ciencia (incluidas las ciencias del comportamiento) y la tecnología. Me he esforzado en ofrecer informes, ejemplos y documentos de fuentes de toda solvencia que pueden superar todas las pruebas en cuanto a su honestidad profesional. Mi intención es presentar casos de carácter rutinario y casi casual, de manera que puedan ser aceptados como expresión de la ciencia y la tecnología corrientes de nuestros días tal como las practica nuestra sociedad, con un sentido de completa inocencia y ortodoxia (y muchas veces con el apoyo y la financiación masiva de fondos públicos). Sospecho, en realidad, que muchos científicos y técnicos no encontrarán nada objetable en las observaciones e ideas expuestas aquí, sino unos criterios de investigación perfectamente legítimos, e incluso sumamente interesantes, a los cuales solo podría oponerse una mentalidad anticientífica malintencionada.
2.- Además, quiero insistir en que el material presentado aquí tipifica lo que la tecnocracia está más dispuesta a apoyar y premiar. Son el tipo de ideas y la clase de hombres cuya posición ganará en influencia en la medida que la sociedad tecnocrática consolide su poder. Cualesquiera sean las aclaraciones y los adelantos benéficos que la explosión universal de la investigación produce en nuestro tiempo, el principal interés de quienes financian pródigamente esa investigación seguirá polarizado hacia el armamento, las técnicas de control social, la objetería comercial, la manipulación del mercado y la subversión del proceso democrático a través del monopolio de la información y el consenso prefabricado. Lo que exige la tecnocracia, por tanto, son hombres de una indiscutible objetividad que puedan consagrarse a cualquier tarea y cumplir su obligación de entregar puntualmente su mercancía, la que sea, sin el escrúpulo de preguntarse por el destino último de su trabajo.
Conforme pasa el tiempo, puede suceder muy bien que algunos talentos bien dotados y sensibles sientan íntimamente que cada vez les es más difícil servir al sistema tecnocrático. Pero hombres con una consciencia tan estricta —los potenciales Norbert Wiener, Otto Hahns y Leo Szilards— serán fácilmente reemplazados por rutinarios conformistas que harán todo lo que se espera de ellos, que cerrarán la boca mientras prosiguen su investigación y que serán capaces de convencerse de que la alta consideración que les confieren es, en verdad, la justa y feliz recompensa que merece su búsqueda idealista del conocimiento. Podría pensarse que un hombre que ha sido alquilado por piromaniacos para perfeccionar más las cerillas tendría que empezar a pensar, llegado a cierto punto, que él también es un criminal. Pero la fama y el dinero pueden hacer maravillas en orden a salvaguardar el sentido de la inocencia propia.
Poco antes de su muerte, el más grande científico desde Newton confesó al mundo que, si tuviese que escoger de nuevo, le gustaría ser un buen zapatero. Muchas veces me ha parecido que, bastante antes de aprender nada sobre mesones, teoría de la información o ADN, todo joven aspirante a científico o técnico en nuestras facultades y escuelas debería conocer esa angustiada confesión y ser obligado a rastrear sus implicaciones. Mas, por desgracia, sospecho que en el lamento de ese gran hombre hay un pathos demasiado hondo que ya no aprecian los aprendices de brujo que se agolpan en confuso y grande número para sacar billete en el pringoso tren de la tecnocracia. Y allí adonde vayan los científicos y los técnicos, les seguirán diligentemente los pseudocientíficos y los ingenieros sociales. Dadas las deslumbrantes tentaciones del recinto de la investigación, cuyo límite es el firmamento, ¿a qué andar por ahí perdiendo el tiempo zascandileando con tonterías sobre la sabiduría tradicional y la duda moral? Esto distrae, desvía del brillante, arduo y monomaniático foco que en tanta estima y consideración tiene a los expertos, sobre todo si uno piensa que, en los tiempos que corremos, los aprendices en estos campos de actividad tienen que dar el golpe pronto porque si no… quizá nunca. Así es cómo la trabajosa búsqueda de un éxito rápido y espectacular prende y se manifiesta por todas partes. Si pudiera encontrar la manera de injertar la cabeza de un mono en un gallo azul (al fin y al cabo, ¿por qué no?)… si pudiera sintetizar un virus lo bastante letal para barrer del mapa a toda una nación (¡hombre!, ¿por qué no?)… si pudiera inventar una máquina que escribiera tragedias griegas (al fin y al cabo ¿por qué no?)… si pudiera encontrar una droga que llevase a la opinión pública a creer que la Guerra es la Paz y que el refugio anti lluvia radiactiva es nuestro otro hogar (¿por qué no?)… si pudiera inventar la manera de programar los sueños para meter en ellos alguna cuña publicitaria (¿y por qué no?)… si pudiera saber cómo se organiza el ADN para que los padres puedan encargar una progenie a la medida con plenas garantías de posterior rentabilidad, así Mozart, Napoleón, (¿y por qué no?)… si pudiera inventar un método para enviar gente desde Chicago a velocidades de vértigo de Estambul (¿y por qué no?)… si pudiera montar una computadora que simulase la inteligencia de Dios (¿y por qué no?)… ¡Y ya soy famoso!
Aquí tenemos de nuevo la estrategia clave de la tecnocracia. Monopolio de todo el suelo cultural; absorción y anticipación de todas las posibilidades. Siempre que la ciencia y la tecnología se interesan por algo, su preocupación fundamental es tener un sombrero mágico lleno de toda forma imaginable de investigación y desarrollo, lo mejor para confundir y asombrar al populacho. Por eso ha de estar siempre dispuesta a subvencionar toda pieza intelectual cobrada por muy raquítica que sea, con tal que aspire a ser o perseguir una forma cualquiera de conocimiento científico. Pues, a fin de cuentas, nadie puede decir lo que puede salir de la investigación pura. Mejor es acapararlo todo, y así está uno en condiciones de picar aquí o allá y escoger la hazaña que conviene programar y desarrollar.
3.- La noción de «equilibrio», aplicada a la estimación de la obra científica y técnica, supone la existencia de valores bien definidos susceptibles de distinguir con ellos una relación deseable de otra indeseable. Suponer que existen estos valores en nuestra cultura es en extremo engañoso; pero la suposición forma parte esencial de la política de la tecnocracia y es, en verdad, uno de sus más firmes baluartes.
De entrada, hemos de comprender que a ese nivel no hay ningún medio basado en criterios puramente científicos para invalidar ningún esfuerzo encaminado a aumentar el conocimiento, sin que importe gran cosa a dónde conduce o qué se va a derivar de él. El proyecto particular puede ser desagradable para los más escrupulosos (por razones «puramente personales»), pero, a pesar de todo, el conocimiento es el conocimiento; y cuanto más, mejor. Al igual que Leigh-Mallory decidieron escalar el Everest simplemente porque el Everest estaba