y a Paloma, mi estrella roja.
INTRODUCCIÓN
PERO ¿QUIÉN MATÓ A LA CONTRACULTURA (SI ES QUE LA MATÓ ALGUIEN)?
Hay obras de ficción que, quizá sin que sus creadores lo hayan previsto, se convierten en lo contrario de lo que quieren o aparentan ser. La ficción también tiene su inconsciente, en cuyo interior se esconden, en ocasiones, las huellas de un trauma. ¿Se habrá planteado alguna vez Pedro Almodóvar que, bajo la luz y la insolencia cómicas de Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980), se oculta, en realidad, una película de terror? La opera prima del cineasta manchego llegó en un momento clave dentro de la historia que quiere contar este libro, que no es, ni mucho menos, la crónica de la evolución de un fenómeno convenientemente acotado y manejable, sino el relato de la forja, surgimiento, deriva y muerte (o mejor, ¿muerte?) de una sensibilidad que se manifestó en formas múltiples y cuyo recorrido vino a coincidir con la agonía de una dictadura, la promesa de un tiempo nuevo y el desencanto que aguardaba a la vuelta de esa esquina.
Con Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón , un cineasta amateur , que hasta entonces había dado a conocer su obra en circuitos subterráneos y alternativos, accedía por primera vez a las salas comerciales y, con ese movimiento, una sensibilidad que se había manifestado en los márgenes reclamaba la atención de un tipo de espectador que nunca antes había sido expuesto a los desafíos y a las transgresiones de un discurso de índole contracultural. No era el único caso de este tipo en el paisaje creativo de la época: a finales del año anterior había llegado a los quioscos la revista El Víbora , cuyo equipo estaba integrado por los dibujantes que, desde la intemperie, habían impulsado el fenómeno del cómix underground con sus publicaciones no profesionales difundidas clandestinamente durante los últimos años del franquismo. El Víbora se convertía, así, en el medio que iba a profesionalizar, de manera estable, a toda una generación de creadores, nacida, por así decirlo, en estado salvaje, y que, a través de su cabecera, alcanzaría una visibilidad más que considerable. Pese a que la obra de algunos de sus miembros ya había contado con provisionales escaparates en las páginas de la prensa profesional de vocación alternativa de finales de los setenta, esa nueva visibilidad y la estabilidad laboral proporcionadas por El Víbora —cuyo nombre original, Goma 3 , no había obtenido luz verde por parte de las instancias oficiales— resultaban experiencias realmente inéditas para buena parte del equipo. El estreno de la primera película de Almodóvar y los pasos iniciales en la andadura editorial de El Víbora constituían acontecimientos afines, como ponen de manifiesto algunos reveladores cruces de caminos: el cartel de Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón era obra del artista madrileño Ceesepe, otro histórico del underground , compañero de viaje de algunos de los creadores de El Víbora en los tiempos de la prensa marginal, que se integró en el equipo de esa publicación a partir de su décimo número, aparecido poco antes del estreno de la película. La década de los ochenta iba a estar marcada por la progresiva incorporación de todas esas estéticas y sensibilidades subterráneas a territorios que hasta ese momento les habían sido vedados.
La memoria sentimental de la Contracultura en España podría adoptar la forma de una cartografía, siempre provisional y revisable, de cruces de caminos: encuentros entre sensibilidades afines que trasladarán una misma energía comunicativa y libertaria de un punto a otro de la península, al esbozar la posibilidad de establecer una red de circuitos subterráneos. Encuentros que, en otras ocasiones, crearán bifurcaciones y abrirán la posibilidad de caminos alternativos donde se cumpla o se malogre el proyecto utópico —o los diversos proyectos utópicos— que estaban en el sustrato de ese impulso colectivo de ruptura y renovación.
Pero volvamos a la pregunta inicial. ¿Con qué sentido puede proponerse la idea de Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón como película de terror que desconoce que lo es? Basta con recordar su argumento: Pepi y Bom, dos amigas de la escena contracultural madrileña, deciden vengarse del policía que ha violado a la primera tras irrumpir en su apartamento al haber descubierto unas macetas de marihuana en su balcón. La contraofensiva de las heroínas pasa por corromper a Luci, la apocada esposa del agresor. Ese choque entre dos mundos se resuelve mediante la activación del deseo reprimido de esa conservadora ama de casa, cuya epifanía masoquista alcanza su cenit en la escena de la lluvia dorada que se afirma como el gran efecto provocador central del relato. El marido burlado emprende su proceso de reconquista mediante el ejercicio de la violencia y propina una brutal agresión a esa esposa adúltera, que había sido reconvertida en mascota y esclava sexual de la cantante punk Bom (y, con ello, liberada del yugo de un patriarcado tan interiorizado por la sociedad española que, como tantas otras cosas, pasará del franquismo a la democracia sin ver alteradas sus esencias).
El clímax final puede entenderse hoy como una broma desacertada sobre la violencia de género que no pasaría en nuestro presente los filtros de lo políticamente correcto, pero quizá en ella se exprese algo más profundo que permite comprender el sentido secreto de la película más allá de las intenciones iniciales de su creador: Pepi y Bom visitan a Luci en el hospital, donde está recuperándose de la agresión que ha sufrido. Al entrar en la habitación, el contraplano de la mirada de Pepi y Bom revela una imagen estremecedora que bien podría ser la perfecta síntesis del espíritu de la España negra: bajo un crucifijo, con su marido policía, trajeado y con gafas de sol situado a su derecha —sus dos manos marcan el territorio: la izquierda sobre el hombro de la esposa maltratada; la derecha protegiendo (o acorazando) sus propios genitales—, una Luci con el rostro amoratado y unas vendas que coronan su testa las recibe con una gélida y serena indiferencia. A partir de esa imagen se desarrolla una escena de ruptura, en la que la esposa felizmente extraviada en las turbulencias de la Contracultura corta los lazos con sus amigas recientes para reingresar en el ámbito de una normalidad que ha intensificado su ya medular sordidez: «Bom, yo soy mucho más perra de lo que tú te imaginas y tú no eres tan mala como pretendes. No has sabido darme lo que yo me merecía y últimamente me tratabas como si fuera tu chacha. No es que me queje, pero es que creo que me merecía algo mucho peor. Sin embargo, fíjate: ¡casi me mata!», desgrana la actriz Mercedes Guillamón —Eva Siva para la posteridad— ante la mirada perpleja de una Alaska en la piel de la explosiva Bom. Conviene no pasar por alto un último detalle, la frase que remacha la despedida de Luci: «Antes de marcharos, quiero agradeceros todo lo que habéis hecho por mí. Si no fuera por vosotras, no me trataría como lo que soy». En las imágenes que cierran la película, el paseo de vuelta a casa de Pepi y Bom matiza la crueldad del desenlace con una transparente celebración de la complicidad femenina, pero, en la serenidad de la escena, se infiltra una nota elegiaca que podría pasar fácilmente inadvertida: el personaje interpretado por Alaska reflexiona sobre el imperativo de cambio que le exige el momento y se lamenta de que «el pop ha pasado de moda, no se lleva». La Pepi a la que Carmen Maura da vida se atreve a sugerirle una posible carrera como cantante de boleros, indicación que no cabe interpretar como un repliegue en los códigos conservadores de la sentimentalidad de una tradicional cultura popular, sino como una constatación de que, tras la disgregación del territorio de la presente Contracultura, siempre quedarán ahí las trincheras del Camp, código y sensibilidad subterráneos que precedieron a las revoluciones de las que estas primigenias chicas Almodóvar se perciben ya como fines de raza.