Ray Kurzweil - Cómo crear una mente
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- Libro:Cómo crear una mente
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- Editor:ePubLibre
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- Año:2012
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Experimentos mentales históricos
La teoría de Darwin de la selección natural nació muy tarde en la historia del pensamiento.
¿Se debió este retraso a que se oponía a la verdad revelada, a que se trataba de un tema absolutamente nuevo en la historia de la ciencia, a que era aplicable solo a los seres vivos o a que se centraba solo en los objetivos y en las causas finales sin postular un origen de la creación? Yo creo que no. Simplemente, Darwin descubrió el papel jugado por la selección, una forma de causalidad muy diferente de los mecanismos de acción-reacción utilizados por la ciencia hasta ese momento. El origen de una enorme variedad de seres vivos pasó a poder ser explicado mediante la contribución hecha por aquellas nuevas características (seguramente de origen aleatorio) que les habían permitido sobrevivir. En la física o en la biología, muy poco o nada hacía presagiar que la selección fuera un principio causal.
—B. F. SKINNER
En último término, aparte de la integridad de la propia mente nada es sagrado.
—RALPH WALDO EMERSON
Una metáfora tomada de la geología
A principios del siglo XIX, los geólogos se hicieron una pregunta fundamental. Por todo el planeta había grandes cavernas y cañones tales como el Gran Cañón del Colorado en los EE.UU. y el desfiladero de Vikos en Grecia (el cañón más profundo encontrado hasta la fecha). ¿Cómo surgieron estas majestuosas formaciones?
Siempre había una corriente de agua que parecía haber aprovechado la oportunidad para discurrir a través de estas estructuras naturales, pero antes de la mitad del siglo XIX se consideraba absurdo que estos suaves flujos pudieran ser los creadores de valles y acantilados tan enormes. Sin embargo, el geólogo británico Charles Lyell (1797–1875) sugirió que era el movimiento del agua lo que, grano de arena a grano de arena, había esculpido estas enormes modificaciones geológicas a lo largo de grandísimos periodos de tiempo. Al principio, esta sugerencia fue ridiculizada, pero dos décadas después fue mayoritariamente aceptada.
Una persona que observó cuidadosamente la respuesta de la comunidad científica a la tesis radical de Lyell fue el naturalista inglés Charles Darwin (1809–1882). Hay que tener en cuenta la situación de la biología hacia 1850. Se trataba de un campo infinitamente complejo que se topaba con innumerables especies animales y vegetales, cada una de las cuales presentaba una gran complejidad. Por encima de todo, la mayoría de científicos se resistía a intentar plantear una teoría unificadora de la deslumbrante variedad encontrada en la naturaleza. Esta diversidad servía como testimonio de la gloria de la creación de Dios, y por supuesto de la inteligencia de los científicos que eran capaces de abarcarla.
Darwin abordó el problema concibiendo una teoría general de las especies que era análoga a la tesis de Lyell y con ella explicó los cambios graduales en las características de las especies que se producen a lo largo de muchas generaciones. Después, durante su famoso viaje en el Beagle, combinó esta perspectiva con sus propios experimentos mentales y observaciones. Darwin sostuvo que en cada generación los individuos que sobreviven mejor en su nicho ecológico son los individuos que dan lugar a la siguiente generación.
El 22 de noviembre de 1859 se publicó su libro El Origen de las Especies, en el que dejaba clara su deuda con Lyell:
Me doy perfecta cuenta de que a esta doctrina de la selección natural, considerada por las imaginarias instancias superiores, se le pueden hacer las mismas objeciones que al principio se erigieron contra las nobles opiniones de Sir Charles Lyell cuando postuló «los cambios actuales de La Tierra como evolución geológica». Sin embargo, es muy raro escuchar hoy que, por ejemplo, las olas que azotan la costa sean consideradas como causas insignificantes cuando se habla de la excavación de gigantescos valles o de la formación de los más amplios acantilados de tierra adentro. La selección natural solo puede actuar mediante la preservación y acumulación de modificaciones heredadas infinitamente pequeñas, cada una de las cuales es aprovechada para la preservación del ser vivo en cuestión. Al igual que de la geología moderna casi han desaparecido las opiniones que defienden que un gran valle pueda ser excavado mediante una sola ola diluvial, la selección natural (si es un principio verdadero) acabará con la creencia en la creación continua de nuevos seres orgánicos o en la modificación repentina y profunda de su estructura.
Charles Darwin, autor de El Origen de las Especies, que estableció la idea de evolución biológica.
Siempre hay múltiples razones por las que las nuevas ideas encuentran oposición, y en el caso de Darwin no es difícil identificarlas. A muchos analistas no les sentó bien que no descendiéramos de Dios, sino de los monos y antes de eso de los gusanos. La implicación de que nuestro perro mascota fuera nuestro primo, al igual que la oruga y la planta por la que se mueve (quizá un primo en millonésimo o milmillonésimo grado, pero pariente al fin y al cabo), fue tomado por muchos como una blasfemia.
Sin embargo, la idea cuajó pronto, ya que dotó de coherencia a lo que anteriormente había sido una plétora de observaciones sin relación aparente. Hacia 1872, para la publicación de la sexta edición de El Origen de las Especies, Darwin añadió este pasaje: «A modo de crónica de un estado de cosas pasado, he mantenido en los parágrafos anteriores […] varias frases que implican que los naturalistas creen que cada especie se creó por separado. He sido muy censurado por haberme expresado así. Sin embargo, esta manera de pensar era la creencia generalizada cuando este trabajo se presentó por primera vez […]. Ahora las cosas son completamente diferentes y casi todos los naturalistas admiten el gran principio de la evolución».
La idea unificadora de Darwin se acentuó durante el siguiente siglo. Así, en 1869, solo una década después de la primera publicación de El Origen de las Especies, el médico suizo Friedrich Miescher (1844–1895) descubrió una sustancia llamada «nucleína» en el núcleo celular que resultó ser el ADN.
A partir de la descripción de una molécula que podía codificar el programa de la biología, se asentó sobre seguro una teoría unificadora de la biología que proporcionaba una sencilla y elegante base para todo tipo de vida. Así, un organismo puede madurar hasta convertirse en una brizna de césped o en un ser humano dependiendo solamente de los valores que tomen los pares de bases que componen las cadenas de ADN en el núcleo de la célula y, en menor grado, la mitocondria. No obstante, esta perspectiva no acababa con la encantadora diversidad de la naturaleza, sino que nos hacía comprender que su extraordinaria diversidad surge a partir de una gran variedad de estructuras que pueden ser codificadas por esta molécula universal.
A lomos de un haz de luz
A principios del siglo XX, el mundo de la física cambió totalmente gracias a otra serie de experimentos mentales. En 1879, un ingeniero alemán y un ama de casa tuvieron un niño. Este no empezó a hablar hasta que cumplió los tres. Además, se sabe que a los nueve tuvo problemas en el colegio y que a los dieciséis fantaseaba con galopar a lomos de un rayo de luna.
Este joven estaba al corriente del experimento que en 1803 hiciera el matemático inglés Thomas Young (1773–1829) y que demostró que la luz se compone de ondas. En aquel tiempo, la conclusión fue que la luz debía de viajar a través de algún tipo de medio (después de todo, las olas del océano viajaban a través del agua y las ondas del sonido viajaban a través del aire y de otros materiales). A este medio por el que viajaba la luz los científicos lo llamaron «éter». Nuestro joven también conocía el experimento llevado a cabo en 1887 por los científicos Albert Michelson (1852–1931) y Edward Morley (1838–1923) que intentó confirmar la existencia del éter. La analogía en la que se basaba el experimento era un viaje en una barca de remos que se desplazaba hacia arriba y hacia abajo por el curso de un río. Si se rema a una velocidad constante, la velocidad de la barca medida desde la orilla será mayor si se rema a favor de la corriente que si se rema contracorriente. Además, Michelson y Morley asumían que la luz viajaría a través del éter a velocidad constante (es decir, a la velocidad de la luz).
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