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Luis Piedrahita - A mí este siglo se me está haciendo largo

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Luis Piedrahita A mí este siglo se me está haciendo largo
  • Libro:
    A mí este siglo se me está haciendo largo
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
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  • Año:
    2014
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Hola jovenzuelos Soy Luis Piedrahita y quiero presentaros el libro más - photo 1

«Hola, jovenzuelos: Soy Luis Piedrahita y quiero presentaros el libro más divertido del siglo XXI, A mí este siglo se me está haciendo largo. En él escribiré sobre el queso. ¿Que qué es eso? Eso es queso. Escribiré sobre las tapas de los retretes. ¿De qué va este capítulo? Va de retretes, Satanás. Escribiré sobre las bayetas y los trapos, y explicaré cómo todo trapo atrapa todo. Escribiré sobre el marisco, pues del mar más arisco sale el mejor marisco, y escribiré también sobre el estornudo y el hipo, tan diferentes y a la vez tan distintos. En definitiva, escribiré sobre todas aquellas cosas que demuestran que este siglo ha empezado equivocándose, trastabillando, y que se nos va hacer muuuuy largo… Escribiré sobre todas esas minucias e insignificancias que acumulamos por los rastrillos y los cajones de casa, como las canicas, los clips, las encías de los galápagos, la pelusilla que se nos queda en el ombligo. De todas esas cositas pequeñas que a la larga son las que hacen de la vida algo realmente grande y de este libro algo imprescindible como el respirar, necesario como el pestañear, apetecible como el bostezar y gratificante como el rascarse. ¿Estás listo para reírte del siglo más largo de todos los tiempos?».

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Luis Piedrahita

A mí este siglo se me está haciendo largo

ePub r1.0

Titivillus 28.05.15

POR LA
CIUDAD

*****

LAS SALAS DE ESPERA

Las aves de la paciencia

despliegan sus salas de espera

Unos de los lugares más desesperantes que existen son las salas de espera.

Antes de nacer, la primera sala de espera por la que pasamos es un testículo. Todos hemos estado allí esperando a que nos llamen. Suelen llamar los sábados. Estás allí y es como cuando vas a ver la Giralda: van llamando por grupos. Salen todos corriendo y a empujones, para subir a una torre y ser el primero en llegar al mirador.

Luego, a lo largo de la vida pasamos por varias salas de espera. Los médicos mayores, esos que montan la consulta en una casa, suelen tener una sala de espera tipo asador castellano: con sillones de cuero, ceniceros de bronce, cuadros de perros mordiéndole el cuello a un ciervo… Yo siempre me he preguntado quién habrá pintado todos esos cuadros de perros mordiendo cuellos de ciervos. ¿Cuántos habrá en España? ¿Mil? Yo creo que los médicos los ponen para que los pacientes vean al ciervo y digan: «A mí me dolía un poco la garganta pero, la verdad, viendo ese cuadro, yo no estoy tan mal».

Entras allí y está todo el mundo en silencio. Dices:

—Buenas tardes.

Y se oye una especie de rumor…

—Mñstardesmñmsñ…

La primera cuestión es dónde sentarse. La norma es sentarse lo más lejos posible de otras personas. Lo único que sabes de esas personas es que todas están enfermas. No sabes lo que tienen, pero todos tienen algo. Ves un señor con ojos de huevo y dices: «Yo ahí no me siento, que igual me los contagia». Cierto que te puedes contagiar, pero también te puedes curar… Yo miro de qué tiene cara cada uno y luego me siento al lado del que más me interese. Por ejemplo: si ando un poco estreñido, pues me busco a alguien que tenga cara de gastroenteritis o de andar un poco suelto, y me siento cerquita para ver si nos contagiamos un poco y nos equilibramos.

Al entrar, habría que decir:

—Buenas tardes, tengo jaqueca por forzar demasiado la vista. ¿Hay alguien que tenga ojo vago?

—Sí, yo. Siéntese aquí.

Y si nadie quiere hablar, que cada uno lleve un cartelito con su enfermedad. El caballero que va con cartel de incontinencia se sienta al lado de la señora que dice «Retengo líquidos» y, por la teoría de los vasos comunicantes, se equilibran. Si hubiera comunicación, la mitad de los casos se solucionarían en la sala de espera.

Es curioso. Allí nadie habla con nadie, pero tampoco hay silencio. De vez en cuando suena algún suspiro de señora mayor. «Ayyy…». Parece que la pobre se está deshinchando. Las señoras mayores nunca están solas en una sala de espera. Suelen ir con una amiga de su edad o con una hija y, la verdad, es muy difícil saber cuál es la enferma y cuál la sana, porque allí todo el mundo tiene carita de pena. Incluso es difícil saber cuál es la madre y cuál es la hija. Hay gente que tiene cara de llevar allí desde antes de que pusieran la consulta del doctor.

—Pero, hombre de Dios, ¿cuánto tiempo lleva usted esperando?

—No lo sé. Yo estaba sentado en una silla en la calle y vinieron unos obreros y construyeron esta salita alrededor. Para mí mejor, que si llueve no me mojo.

Siempre hay un momento en el que la señora mayor intenta hablar bajito con la otra, pero todo el mundo las escucha. Es incómodo, porque a veces son temas íntimos y susurrados:

—Pues este médico fue el que me miró lo del quiste aquel de la axila.

—¿Y qué tal?

—Muy bien. Me lo pintó de blanco y negro, y así parecía que llevaba un balón de futbol debajo del brazo.

—¿No te lo quitó?

—Él no, pero me lo quitaron unos niños en el parque para jugar a la pelota.

—Claro.

En la sala de espera vives situaciones embarazosas con personas que no vas a volver a ver nunca. Esos sillones de cuero falso son terribles. A la mínima que te mueves suenan flatulentos. Claro, no sabes qué hacer. Todos te miran como diciendo: «Preferíamos los suspiros de la señora». Entonces, te mueves mucho como para dejar claro que no es lo que parece, pero, por alguna razón misteriosa, el sillón ya no hace ruido. Todos te miran como diciendo: «Sabemos lo que intentas, pero no nos engañarás». En ese caso, lo único que te puede salvar es una flatulencia real, para que todos digan: «Ah, pues sí. Era el sillón».

Toda sala de espera que se precie ha de tener una mesita con revistas. Hay algunas que no sé a qué esperan para cambiar las revistas. He llegado a ver Interviús de antes de que se inventara la silicona.

En las salas de espera de instituciones públicas no hay Interviús: hospitales, aeropuertos, Hacienda… Allí no hay sillones, ni cuadros de ciervos, ni mesitas de revistas… Allí hay una pantalla y todo el mundo la mira. Todos con su ticket en la mano a ver si sale su número. Yo cojo varios, así tengo más posibilidades. Siempre que hay que coger número me cojo veinte o treinta mil, pero no por mí. Lo hago para regalar esa discreta sensación de alivio a los que esperan con el número 22 000 y ven que en la pantalla todavía van por el 70. 70, 71… De repente, se ponen en el 21 998, 21 999 y 22.000. Lo hago por ellos, por regalar alivio a la gente que espera.

Esas salas de espera de lo público no tienen sillones de cueripiel. El sistema es otro. Sillas unidas por una barra de hierro. Es como una brocheta de sillas. Le pones unos mangos a los lados y es un futbolín de gente sentada. Si algún día inventaran el futbolín de jubilados, podrían basarse en esas sillas.

La sala de los aeropuertos es un sitio muy curioso para esperar. Llaman por turnos. «Pueden embarcar los clientes preferentes con tarjeta oro, platino, zafiro y rubí». Para ir todos en el mismo avión y comer en un plato de plástico hay demasiadas castas, ¿no? ¿Qué diferencia de trato cabe ya entre oro, platino, zafiro y rubí? Van delante y llegan al destino unas milésimas de segundo antes que el resto, pero no me parece que valga la pena. Dicen que es para que el que la tenga pueda sentirse un poquito superior. No me parece suficiente. Deberían sacar la tarjeta plutonio. El que la tenga tiene derecho a elegir a un pasajero, comerse su comida y tirarlo por la ventana en pleno vuelo. Así sí que te sientes un poquito superior.

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