Desde que Santa Teresa difundiera urbi et orbi la idea de que Dios se movía siempre entre los pucheros, a los hombres de la religión les comenzó a interesar el hecho gastronómico. Tanto entusiasmo han puesto en este empeño a lo largo de la historia que los obispos ejercen en nuestra tradición de grandes aficionados a la buena mesa, y otra de las consecuencias ha sido que la dulcería nacional tenga, desde hace décadas, sus mejores escenarios en conventos, monasterios y abadías. Y en verdad consiguen el efecto principal: en todos ellos se elaboran delicias celestiales que simplifican y acortan el camino hacia la santificación y la divinidad.
En todas estas cosas debió pensar algún día Luis de Lezama Barañano, vasco (Amurrio, 1936), sacerdote, periodista y hostelero, cuando comenzó a unir rezos y pucheros y puso en marcha la Taberna del Alabardero, escenario que, si no santo, sí que ha contribuido desde entonces a la felicidad de los seres humanos, lo que es, al cabo, el objetivo básico de quienes visten hábitos, ya sea externa o internamente. La taberna se inauguró en 1974, pero la pasión culinaria de Luis había empezado en Chinchón diez años antes, por lo que se trata de una historia de medio siglo.
Fue allí, en Chinchón, donde con su amigo, Íñigo Miraflores, y también, en parte, conmigo, pensó en que para sacar de la calle, de la delincuencia, a una serie de maletillas, chicos jóvenes del pueblo, la mejor solución sería crear un espacio en el que pudieran trabajar con honradez y salir adelante. Naturalmente, a todos nos pareció que el espacio ideal era, precisamente, el de la restauración.
En Chinchón, como párroco, Luis dedicó más atención a que los lugares de restauración funcionaran de una manera más adecuada (es decir, que dieran trabajo, que permitieran comer razonablemente a sus habitantes, que promocionaran las visitas, etcétera) a otros aspectos quizá más espirituales que nunca dejó de vivir en primera persona.
Pero, tal vez, su forma de ver el apostolado fue ocuparse no solo de las almas de sus feligreses sino también de sus cuerpos. No solo de su educación cultural sino también de su bienestar físico. En el fondo siempre tuvo en cuenta lo de «Mens sana in corpore sano» y, probablemente, también aquella frase famosa «Primum vivere, deinde philosophari». Y debió de pensar que, para vivir, lo indispensable es comer.
El libro que, gracias a su generosidad, tengo el placer de presentar es una maravillosa aproximación a la singularidad de este gran personaje, pues incluye un riquísimo anecdotario, no solo sobre la cocina sino sobre su propia vida y las personas que por ella han desfilado. Además, se acompañan 50 recetas de los chefs que han pasado por los establecimientos del Grupo Lezama, platos que han sido disfrutados por relevantes personalidades y por individuos anónimos que también se cruzaron en la vida de don Luis. Todos se mezclan en esta obra cuyo autor, con su amena pluma y su fina ironía, nos hace sonreír.
Asimismo el libro nos ilustra respecto a que el «cura Lezama», a veces más ilustrado que clérigo, ha apostado —incluso desde los ya lejanos tiempos en que ejercía como párroco en el pueblo madrileño de Chinchón— por que sus feligreses renunciaran a todo tipo de ayuno o abstinencia visitando sus negocios hosteleros y, de paso, por dar trabajo e ilusión a una serie de «almas caídas en desgracia o en pecado», que han expurgado sus culpas al lado de un buen soufflé. Pero lo cierto es que sus proyectos empresariales siempre se han construido a partir de bases sostenibles y teniendo prioridad como la generación de nuevos puestos de trabajo.
Me parece realmente apasionante la peripecia hostelera de este atípico personaje, que paso a paso fue añadiendo otros restaurantes a su grupo —como el clásico Café de Oriente, también en Madrid y muy cerca de la Taberna del Alabardero, y otros establecimientos cercanos, como La Mar del Alabardero y La Botillería, y las otras Tabernas del Alabardero de Sevilla y Marbella—, antes de que se atreviera a «cruzar el charco» hacia América (operación especialmente dificultosa para que la realice alguien que usa sotana) e inaugurara la Taberna en Washington, cuya buena evolución ha certificado las buenas ideas de don Luis. Junto a ellos, una Fundación, dos hoteles y un servicio de catering a nivel nacional completan el llamado Grupo Lezama. ¿Quién se lo iba a decir cuando daba la comunión en Chinchón?
En todos sus restaurantes Luis de Lezama proyectó su personalidad, y no solo se ocupó de que sus clientes comieran adecuadamente y a un precio razonable sino, también y sobre todo, se ocupó del personal, de sus colaboradores, de los trabajadores. Siempre pensó que es más importante el servicio al prójimo que la calidad última de la comida, aunque en algunos de sus restaurantes se haya comido y se siga comiendo admirablemente bien.
Una de las grandes obras de don Luis ha sido la Escuela Superior de Gastronomía de Sevilla, en la que tuve la oportunidad de participar en varias inauguraciones del curso académico y en algunas de las clausuras.
Es curioso ver cómo también su espíritu deja huella, pues la Escuela de Hostelería de Sevilla se ha convertido en un centro de formación de referencia para la gastronomía de nuestro país.
Por este apasionante peregrinaje han desfilado, al lado del cura, los grandes personajes de la historia más reciente de España y del mundo, porque la Taberna, por encima de todo, siempre ha sido un gran lugar de encuentro. El gran escritor José Bergamín, devoto de la Plaza de Oriente y de todos sus locales, desempeñó un gran papel en este sentido, pero también Areilza, Adolfo Suárez y hasta un Felipe González que entonces tan solo se llamaba «Isidoro».
Luis también ha dado de comer a los papas más recientes, varias veces a Juan Pablo II, quien pudo disfrutar de las capacidades culinarias de uno de sus sacerdotes durante el viaje que realizó a España, allá por 1982 y en los años posteriores. También a Benedicto XVI, un pontífice de costumbres más austeras, y pronto espera dar de comer al papa Francisco.
Los platos de Luis de Lezama representan el compendio de la tradición culinaria española con la sombra de las tendencias modernas. Él ha conseguido esta síntesis, e insistiendo en la vocación pedagógica que siempre han tenido los curas, la divulga desde hace años a través de su Escuela Superior de Gastronomía de Sevilla.