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M. F. K. Fisher (1908-1992) revolucionó la manera en que se escribía sobre cocina y comida, hasta el punto de que está considerada la primera escritora gastronómica moderna. Su influencia abarca desde Julia Child a David Foster Wallace. Nacida en Estados Unidos, pasó tres años en la universidad de Dijon, y el paso por Francia la marcó irreversiblemente. Su primer libro, Sírvase de inmediato, se publicó en 1937 y la posicionó como una escritora gastronómica de referencia, gracias a su personal combinación de memorias, viajes y cocina. Poco antes de su muerte, entró a formar parte de la American Academy y del National Institute of Arts and Letters.
El cuerpo fundamental de su obra son los cinco libros reunidos bajo el título El arte de comer, que ahora aparece por vez primera en castellano.
Título original: The Art o Eating
Edición en formato digital: noviembre de 2015
© 1954, M. F. K. Fisher
© 2015, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2015, Carme Geronès Planagumà, por la traducción de How to Cook a Woolf y The Gastronomical Me
© 1991, 1992, 1993, Marcelo Cohen de Levis, por la traducción de Serve It Forth, Consider the Oyster y An Alphabet for Gourmets
Diseño de portada: Penguin Random House Grupo Editorial / Nora Grosse
Ilustración de portada: Getty images
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ISBN: 978-84-9992-617-9
Composición digital: M.I. maqueta, S.C.P.
www.megustaleer.com
Traducción de
Marcelo Cohen y Carme Geronès
www.megustaleerebooks.com
PRÓLOGO
Cuando soy buena, soy buena;
pero cuando soy mala, soy mucho mejor.
M AE W EST
C omo Entre dos ciudades en las que reina el caos, vivimos el mejor de los tiempos y el peor, la edad de la sabiduría y la de la tontería, la época de la fe y la época de la incredulidad, la estación de la luz y la de las tinieblas, la esperanza florece en las cocinas en primavera y el invierno azota el fuego con desesperación. Todo se nos ofrece como nuestro y no tenemos absolutamente nada. Íbamos todos derechos al cielo y nos precipitamos en el infierno de la zozobra gastronómica que desnuda a tantos afectados por la cursilería «ñoño-telúrica», quienes, una vez alimentados, son carne de cañón de lo más aburrida. Si Celtiberia Show continúa de tal guisa, acabaremos de los chefs y sus maitines hasta las mismísimas pelotas, ojalá no sea demasiado tarde para que el azote de Luis Carandell nos coja confesados. Ya lo canta el Barón Roskow y Los Hormigones, «un ejército de televisores arranca la cabeza a los espectadores, la marcha marcial la dirige Pedro Ruiz, también animándose está Miguel Bosé, ya se abren las puertas del infierno y aparecen todos los profetas, son los cocineros dándonos recetas, esto es el fin, ¡el fiiinnn!».
Ante este horizonte de osados tuercebotas, hasta a quien esto escribe le dejan meter mano con suma irresponsabilidad en un tomo inconmensurable, pues posiblemente nadie haya escrito jamás con el desparpajo y el brillo de Mary Frances Kennedy Fisher, una norteamericana de aspecto frágil y delicado capaz de desnudarse con inusitada belleza, tras una larga vida de venturas y desventuras. Leerla debería ser de obligado cumplimiento para todos aquellos que creemos haber descubierto las fuentes del Nilo, aunque clavemos la bandera en sitio equivocado. En este mundo de iluminados restoranes, muchos chefs tartufos repiten insistentemente la misma cantinela, creyendo que con cada ocurrencia nos descubren las verdaderas fuentes de la sabiduría, con ese tono funerario en el habla y asceta sobre el plato.
Así que, si acaban de adquirir este precioso ejemplar, dejen de leer estas pobres líneas que adquieren forma de sermón luterano y pasen página hasta adivinar la pulpa carnosa de estos relatos deliciosos, que son los que realmente merecen la pena. O terminarán como Vitelio, aquel glotón que en una misma tarde se hacía invitar en cinco o seis casas distintas y las honraba todas. Cuando asistía a sacrificios, no pudiendo reprimir su voraz apetito en mitad de las ceremonias, se abalanzaba sobre los animales que se asaban como ofrenda sobre las brasas. Naturalmente, esta bulimia gastronómica tan similar a la que hoy padecemos, dibuja una tendencia por la glotonería, la superabundancia y el placer de acumular y deslumbrar.
La aparente fragilidad de M. F. K. Fisher propone materia prima pura y dura sin trampa ni cartón, que se abre paso con escritura de hierro en cada capítulo amarrada a unos platillos de épocas pretéritas: gumbo de ostras, galletas saladas con mantequilla, sopa Borscht, calabacines poulette, caviar campesino, frittata, huevos a la hindú o pastelillos de arenque. Permítanme que los agarre de la mano y los guíe hasta una cocina inhóspita que huele a pintura de Edward Hopper, con un minúsculo infiernillo a gas, una cocotte blanca deshecha y un par de torpes chocolatinas Cherriswete, de la que surgen como de un cuerno de la abundancia toda clase de guisos, asados y fritos con grasa de cordero. Y no serán, insiste la autora, grandes creaciones, sino algunas recetillas de una red social anterior a la primera gran guerra europea, tiempos en los que también se cocinaba, sin que nos dieran tanto la murga, golosinas como cabeza de ternera à la Tortue, codornices Francatelli, riñones a la Alí-Babá, trucha Brillat-Savarin, solomillos, tostadas con leche, crêpes Suzette, frambuesas Romanoff, pudin duque de Cambridge, fruta fresca, té helado o un buen café Louisiana, tanto da, pues todo lo que surge del sofrito de su literatura toma forma como si una vez finalizado el almuerzo fuera a acabarse el mundo.
Muchas mujeres y algunos pocos hombres le desvelaron sus fórmulas, sonsacando su procedimiento a esforzados chefs, mozos de sala o cocineras domésticas, que compartían las anotaciones que llenaban sus cuadernos minuciosamente escritos a plumilla. M. F. K. Fisher dibuja a guisanderas, amigas o familiares o comenta de soslayo la historia particular de algunos estofados, pero, nada tímida ni recatada en sus recuerdos, que conforman un banquete fabuloso, deja al lector con ganas de más encuentros furtivos y el deseo de retratos aún más completos y detallados. En todo caso, sus libros tal vez sirvan para cocinar, y eso lo dictaminarán ustedes, pero sin duda son libros imaginados para leer.
Hace años yo mismo acumulé un buen listado de libros de cocina, pues mi difunto padre dejaba caer en mi mesilla toda esa literatura dedicada con su puño y letra, siempre en sus guardas, con un garabato tan peculiar como su silbido. Sí, era capaz de hacerse sentir con un... fifííu... fifííu... propio de las tribus africanas. Gracias a él, un ejemplar de M. F. K. Fisher cayó en mis manos y creo que me lo comí sin masticar, aunque no podría asegurarlo. Hasta ese libro que hice picadillo no había comido papel tan delicado y femenino, aunque tampoco esto puedo asegurarlo con firmeza. Pero sí que zampaba todo lo que se movía a mi alrededor, chuletillas de cordero,
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