Dan Ariely - Por qué mentimos... en especial a nosotros mismos: La ciencia del engaño puesta al descubierto (Spanish Edition)
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- Libro:Por qué mentimos... en especial a nosotros mismos: La ciencia del engaño puesta al descubierto (Spanish Edition)
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- Editor:Grupo Planeta
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- Año:2012
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Por qué mentimos... en especial a nosotros mismos: La ciencia del engaño puesta al descubierto (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación
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A mis profesores, colaboradores y estudiantes, por hacer que las investigaciones fueran divertidas y emocionantes
Y a todos los que tomasteis parte en nuestros experimentos a lo largo de los años: sois el motor de este estudio, y os agradezco profundamente vuestra ayuda
Hay una forma de saber si un hombre es honesto: preguntándoselo. Si dice que sí, es un sinvergüenza.
G ROUCHO M ARX
Comencé a interesarme por la mentira y el engaño en 2002, unos meses después del hundimiento de Enron. Estaba pasando una semana en una conferencia sobre tecnologías, y una noche, mientras tomaba una copa con amigos, me presentaron a John Perry Barlow. Sabía que John era el antiguo letrista de Grateful Dead, pero durante nuestra charla supe que también había estado trabajando como consultor para varias empresas, entre ellas Enron.
Por si el lector no estuvo atento en 2001, la historia del hundimiento de la niña mimada de Wall Street fue más o menos así: Mediante una serie de creativos trucos contables —respaldados por la ceguera de los asesores, las agencias de calificación, el consejo de administración y la ya desaparecida compañía auditora Arthur Andersen—, Enron alcanzó grandes alturas financieras sólo para estrellarse cuando ya fue imposible seguir ocultando sus actuaciones. Los accionistas perdieron sus inversiones, los planes de jubilación quedaron en nada, se quedaron sin empleo miles de trabajadores y la empresa quebró.
Mientras hablaba con John, me interesó en especial la descripción que él hacía de su propia ceguera ilusoria. Aunque había examinado la situación de la empresa mientras ya estaba cayendo en barrena, dijo no haber visto nada preocupante. De hecho, había aceptado del todo la cosmovisión de que Enron era un líder innovador de la nueva economía hasta el preciso momento en que la historia aparecía en todos los titulares. Y, lo que todavía sorprende más, también me dijo que, en cuanto se hizo pública toda la información, él aún se resistía a creer que se le hubieran escapado las señales desde el principio. Esto me dio que pensar. Antes de hablar con John, yo daba por sabido que el desastre de Enron había sido provocado básicamente por sus tres siniestros altos ejecutivos (Jeffrey Skilling, Kenneth Lay y Andrew Fastow), que de común acuerdo tramaron y llevaron a cabo un plan contable a gran escala. Pero resulta que ahora estaba ahí sentado con ese hombre, que me caía bien y al que admiraba, con su historia personal de implicación en el asunto: una historia de ceguera ilusoria, no de deshonestidad deliberada.
Cabía la posibilidad de que John y todos los demás de Enron fueran de lo más corruptos, desde luego, pero se me ocurrió que podía haber en juego otra clase de deshonestidad más relacionada con la ceguera ilusoria, practicada por gente como John, ustedes o yo mismo. Empecé a pensar si el problema de la deshonestidad va más allá de unas cuantas manzanas podridas y si esta clase de ceguera ilusoria se produce también en otras empresas. También me preguntaba si mis amigos y yo nos habríamos comportado así si hubiéramos sido los consultores de Enron.
Acabé fascinado por el tema del engaño y la deshonestidad.
¿De dónde viene esto? ¿Cuál es la capacidad humana para la honestidad y la deshonestidad? Y, quizá lo más importante, ¿se limita la deshonestidad en buena medida a unas cuantas manzanas podridas, o es un problema más generalizado? Comprendí que la respuesta a la última pregunta quizá cambiase espectacularmente el modo en que debemos abordar la deshonestidad: esto es, si unas cuantas manzanas podridas son culpables de casi todos los engaños del mundo, el problema tiene fácil remedio. En los procesos de contratación, los departamentos de recursos humanos podrían investigar a los tramposos o dinamizar el procedimiento para librarse de personas que con el tiempo demuestran ser deshonestas. No obstante, si el problema no se limita a algunos elementos atípicos, será que cualquiera es capaz de comportarse de manera deshonesta en el trabajo y en casa —incluidos ustedes y yo. Y si todos tenemos aptitudes para ser un tanto criminales, es de crucial importancia que primero entendamos cómo funciona la deshonestidad y luego busquemos el modo de contener y controlar este aspecto de nuestra naturaleza.
¿Qué sabemos sobre las causas de la deshonestidad? En economía racional, la idea imperante del engaño proviene del economista y premio Nobel Gary Becker, de la Universidad de Chicago, para quien las personas que cometen delitos se basan en un análisis racional de cada situación. Como explica Tim Harford en su libro La lógica oculta de la vida: cómo la economía explica todas nuestras decisiones, la teoría nació en un escenario bastante trivial. Un día, Becker llegaba tarde a una reunión y, debido a la escasez de aparcamientos legales, decidió aparcar ilegalmente y arriesgarse a que le multaran. Contempló su proceso de pensamiento en esta situación, y observó que la decisión había consistido exclusivamente en tener en cuenta el coste imaginable —que le pillaran, le pusieran una multa y la grúa se le llevara el coche— frente al beneficio de llegar a la reunión a tiempo. También advirtió que, al sopesar costes y beneficios, no dejaba margen para plantearse lo correcto y lo incorrecto: se trataba sólo de comparar posibles resultados positivos y negativos.
Y así surgió el Modelo Simple de Crimen Racional (SMORC, por sus siglas en inglés). Según este modelo, todos pensamos y nos comportamos prácticamente como Becker. Como el atracador corriente, todos buscamos lo más ventajoso mientras nos abrimos paso por el mundo. Para nuestros cálculos racionales de costes y beneficios, da igual que lo hagamos robando bancos o escribiendo libros. Según la lógica de Becker, si vamos apurados de dinero y nos encontramos frente a un súper de 24 h, enseguida calculamos cuánto habrá en la caja registradora, pensamos en la posibilidad de que nos pillen, y en tal caso imaginamos el castigo que nos espera (restando, lógicamente, algo por buena conducta). En base a este cálculo coste-beneficio, decidimos si merece la pena entrar a robar o no. La esencia de la teoría de Becker es que las decisiones sobre la honestidad, como casi todas las decisiones, se basan en un análisis coste-beneficio.
El SMORC es un modelo de deshonestidad muy sencillo, pero la cuestión es si describe con precisión la conducta de la gente en el mundo real, en cuyo caso la sociedad tiene a su alcance dos medios evidentes para afrontar la deshonestidad. El primero es incrementar la posibilidad de sorprender al infractor (por ejemplo, contratando más policías e instalando más cámaras de vigilancia). El segundo es aumentar la magnitud del castigo (por ejemplo, imponiendo multas y condenas carcelarias más duras). Esto, amigos, es el SMORC, con sus inequívocas repercusiones en la aplicación de la ley, el castigo y la deshonestidad en general.
Pero, ¿y si la idea más bien simple del SMORC sobre la deshonestidad es imprecisa o incompleta? Entonces, los enfoques habituales de la poderosa deshonestidad van a ser ineficientes e insuficientes. Si el SMORC es un modelo imperfecto de las causas de la deshonestidad, primero hemos de averiguar cuáles son realmente las fuerzas que impulsan a la gente a engañar, y luego utilizar este conocimiento para poner freno a la deshonestidad. De esto trata precisamente el libro.
La vida en un mundo SMORC
Antes de analizar las fuerzas que influyen en la honestidad y la deshonestidad, veamos un rápido experimento de pensamiento. ¿Cómo sería nuestra vida si cumpliéramos estrictamente con el SMORC y tuviéramos en cuenta sólo los costes y los beneficios de nuestras acciones?
Si viviéramos en un mundo basado puramente en el SMORC, llevaríamos a cabo un análisis coste-beneficio de todas las decisiones y haríamos lo que, a nuestro juicio, fuera más racional. No tomaríamos decisiones partiendo de las emociones o la confianza, por lo que al abandonar la oficina un minuto, meteríamos la cartera en un cajón que cerraríamos con llave. Guardaríamos el dinero bajo el colchón o en un escondite seguro. No pediríamos al vecino que recogiera nuestro correo mientras estamos de vacaciones, pues tendríamos miedo de que nos robase las pertenencias. Miraríamos a nuestros compañeros de trabajo como si fueran aves de rapiña. Estrechar las manos ya no tendría valor como señal de acuerdo; harían falta contratos legales para cualquier transacción, por lo cual dedicaríamos una considerable parte de nuestro tiempo a batallas y litigios legales. Quizá decidiríamos no tener hijos porque, cuando fueran mayores, también ellos intentarían robarnos lo que tenemos, y viviendo en la misma casa contarían con muchas ocasiones para ello.
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