SINOPSIS
Las masas se han vuelto locas. Basta con seguir las redes sociales o los medios de comunicación para ser testigos de la histeria colectiva en la que se ha convertido el debate político. Cada día alguien nuevo clama que algo le ha ofendido: un cartel que cosifica, una conferencia que debe ser censurada, una palabra que degrada. Vivimos en la tiranía de la corrección política, en un mundo sin género, ni razas ni sexo y en el que proliferan las personas que se confiesan víctimas de algo (el heteropatriarcado, la bifobia o el racismo). Ser víctima es ya una aspiración, una etiqueta que nos eleva moralmente y que nos ahorra tener que argumentar nada. Pero como nos recuerda Douglas Murray en este polémico libro que ha sido menospreciado por la izquierda biempensante y que se ha convertido en un fenómeno de ventas sin precedente en el Reino Unido: «La víctima no siempre tiene razón, no siempre tiene que caernos bien, no siempre merece elogio y, de hecho, no siempre es víctima». Con un estilo provocador y una estructura argumentativa sin fisuras, el autor trata de introducir algo de sentido común en el debate público, al tiempo que aboga con vehemencia por valores como la libertad de expresión y la serenidad actuales.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Cómo las políticas de identidad
llevaron al mundo a la locura
Traducción de David Paradela López
El rasgo distintivo del mundo moderno no es su escepticismo, sino su inconsciente dogmatismo.
G. K. C HESTERTON
Oh my gosh, look at her butt
Oh my gosh, look at her butt
Oh my gosh, look at her butt
(Look at her butt)
Look at, look at, look at
Look, at her butt
N. M INAJ
INTRODUCCIÓN
Vivimos en tiempos de locura colectiva. Tanto en público como en privado, tanto en el mundo digital como en el analógico, las personas se comportan de un modo cada vez más irracional, frenético, rebañego y, en definitiva, desagradable. Las consecuencias de ello pueden constatarse a diario en las noticias, pero por más que veamos los síntomas, no alcanzamos a descubrir las causas.
Se han propuesto varias explicaciones. Estas tienden a achacar la culpa de toda esta locura a las elecciones o a los referéndums, pero no van a la raíz del asunto. Y es que a estos sucesos cotidianos subyacen otros de mucho mayor calado. Va siendo hora de afrontar las verdaderas causas de lo que está ocurriendo.
Rara vez se señala cuál es el origen del presente estado de cosas. Es muy sencillo: durante el último cuarto de siglo, todos los grandes relatos se han venido abajo. Poco a poco, todos estos relatos han sido refutados, se han vuelto impopulares o se han convertido en algo imposible de defender. Las explicaciones religiosas de nuestra existencia fueron las primeras en esfumarse, aunque su descrédito empezó ya en el siglo XIX . A lo largo del siglo pasado, las esperanzas laicas preconizadas por todas las ideologías políticas siguieron la misma suerte que la religión. A finales del siglo XX entramos en la era posmoderna, una era que se define y ha sido definida por su desconfianza hacia los grandes relatos. Sin embargo, hasta los niños saben que la naturaleza aborrece el vacío, y, efectivamente, en el vacío posmoderno empezaron a proliferar nuevas ideas que aspiraban a proponer sus propias explicaciones y teleologías.
Era inevitable que el terreno que había quedado vacío se convirtiera en objeto de disputa. Las sociedades ricas y democráticas de Occidente no podían ser las únicas en toda la historia que no pudieran contestar a la pregunta de qué hacemos aquí, cuál es la finalidad de todo esto. Fueran cuales fuesen sus defectos, los grandes relatos del pasado por lo menos daban sentido a la vida. La pregunta de cuál es nuestro propósito en este mundo —aparte de enriquecernos todo lo que podamos y disfrutar mientras sea posible— necesitaba algún tipo de respuesta.
En los últimos años, esa respuesta ha consistido en entablar nuevas batallas, emprender campañas cada vez más feroces y plantear exigencias cada vez más sectoriales. En hallar sentido declarándole la guerra a cualquiera que defienda la postura equivocada ante un problema cuyos términos tal vez acaban de reformularse y cuya respuesta era distinta hasta hace poco. La rapidez pasmosa con la que se ha verificado este proceso obedece al hecho de que ahora un puñado de empresas de Silicon Valley (sobre todo Google, Twitter y Facebook) tienen poder suficiente para influir en lo que la mayoría del mundo sabe, piensa y dice, además de un modelo de negocio basado, como se ha dicho con acierto, en encontrar «clientes dispuestos a pagar para modificar el comportamiento de otras personas». A pesar de la exasperación que produce un mundo tecnológico que avanza mucho más deprisa que sus usuarios, esta no es una guerra sin rumbo. Al contrario, sigue una dirección muy concreta y sus objetivos son ambiciosos. Su finalidad —inconsciente en algunos casos, consciente en otros— consiste en instaurar una nueva metafísica en nuestra sociedad; una nueva religión, si queremos decirlo así.
A pesar de que sus cimientos se asentaron hace unas cuantas décadas, la crisis financiera de 2008 provocó que ciertas ideas que hasta entonces solo eran conocidas dentro de los reductos más oscuros de la academia pasaran a primer plano. El atractivo de este nuevo conjunto de creencias salta a la vista: no está muy claro por qué una generación que es incapaz de acumular capital debería sentir aprecio por el capitalismo. Tampoco es difícil ver por qué una generación convencida de que nunca tendrá una casa propia se siente atraída por una cosmovisión ideológica que promete acabar no solo con las desigualdades que la afectan directamente, sino también con las que afectan al resto del planeta. La interpretación del mundo a través de la lente de la «justicia social», la «política identitaria grupal» y la «interseccionalidad» es quizá el esfuerzo más audaz y exhaustivo por crear una nueva ideología desde el fin de la Guerra Fría.
Hasta el momento, la idea de la «justicia social» ha sido la que ha cosechado mayor fortuna, ya que a primera vista puede parecer atrayente (y, en algunas de sus formulaciones, sin duda lo es). Incluso el término está pensado para invalidar toda posible reticencia: «¿Que estás en contra de la justicia social? ¿Y entonces qué quieres: