AGRADECIMIENTOS
Q uisiera expresar mi agradecimiento a Robin Baird-Smith y a Jamie Birkett, de Bloomsbury. Asimismo, a mi agente Matthew Hamilton de Aitken Alexander Associates.
Este libro me fue encargado por el predecesor de Matthew, Gillon Aitken, y fue uno de sus últimos encargos. Gillon no solo fue un agente de leyenda, sino también un maravilloso y sabio amigo al que echaré mucho de menos.
Muchas personas se han mostrado excepcionalmente amables y de gran ayuda durante los años en los que estuve investigando los temas de este libro. No me es posible mencionarlas a todas, ya que se encuentran en varios continentes. Pero quisiera agradecer de forma particular a los editores de todas las publicaciones que me han permitido investigar los temas tocados en este libro, al igual que a todos los amigos, familiares, antagonistas y colegas que han querido debatir conmigo aspectos del mismo.
Y quisiera dedicar este libro, en particular, a uno de mis guías y amigos: Stanley.
INTRODUCCIÓN
E uropa se está suicidando. O, cuando menos, sus líderes han decidido que se suicida. El que los pueblos de Europa escojan seguir adelante con tal decisión es, naturalmente, algo muy diferente.
Cuando afirmo que Europa se halla a punto de suicidarse no quiero decir que la carga de las regulaciones de la Comisión Europea se haya convertido en algo imperioso, o que la Convención Europea de Derechos Humanos no haya hecho lo suficiente para satisfacer las demandas de una comunidad en particular. Lo que quiero decir es que la civilización que conocemos como Europa se encuentra camino del suicidio, y que ni Inglaterra ni ningún otro país de la Europa Occidental puede evitar ese destino; porque se diría que todos estamos sufriendo los mismos síntomas y las mismas enfermedades. Como resultado de todo ello, al final de la vida de la mayor parte de la gente que actualmente vive en Europa, esta ya no será Europa; y los pueblos europeos habrán perdido el único lugar del mundo al que pudiéramos llamar «hogar».
Cabría resaltar que la proclamación de la desaparición de Europa ha sido, a lo largo de la historia, como algo que ha estado siempre presente; y que Europa no sería Europa si no hubiera esas regulares predicciones de nuestro final. Sin embargo, hubo quienes resultaron más convincentes que otros al tocar este tema. En Die Welt von Gestern (El mundo de ayer), obra publicada en el año 1942, Stefan Zweig escribía al hablar de este continente, en los años centrales de la Segunda Guerra Mundial: «Tengo la impresión de que Europa, nuestro sagrado hogar europeo, cuna y Partenón de la civilización occidental, ha firmado su propia sentencia con su actual estado de descomposición».
Una de las pocas cosas que le llegó a dar por entonces un soplo de esperanza a Zweig fue el hecho de que en los países de Sudamérica, en los cuales había tenido que refugiarse, vio algunos vestigios de su propia cultura. En Argentina y en Brasil fue testigo de cómo es posible que una cultura emigre de una tierra a otra; de forma que incluso cuando el árbol que dio vida a esa cultura ha muerto, todavía pueden quedar «nuevos brotes y nuevos frutos». Y aunque en aquellos momentos Europa casi se había destruido por completo, Zweig quería sentir el consuelo de que «Lo que nos dejaron las anteriores generaciones no se ha perdido en su totalidad».
Hoy, muchos años después de la catástrofe descrita por Zweig, el árbol de Europa se ha perdido definitivamente. En la actualidad, Europa no tiene muchos deseos de rehacerse, de luchar por ella misma o, incluso, de discutir la importancia del papel que pueda desempeñar en el planeta. Los que se encuentran en la cima del poder parecen estar convencidos de que no tiene gran trascendencia el hecho de que las gentes y la cultura europeas se puedan perder para el resto del mundo. Hay algunos autores que han hablado sin tapujos (como escribió Bertolt Brecht en 1953, en su poema «La solución») de que lo mejor sería disolver los pueblos existentes y formar otros nuevos; porque, como señaló un reciente primer ministro sueco, el conservador Fredrik Reinfeldt, solamente «el barbarismo» es algo que se da en países como este, mientras que las cosas buenas tienen que venir de fuera.
La presente enfermedad no tiene una sola causa. La cultura producida por los tributarios de la cultura judeo-cristiana, de los antiguos griegos y romanos, y de los descubrimientos de la Era de las Luces no ha logrado tener sucesores. Pero el acto final ha llegado a causa de dos concatenaciones simultáneas, de las cuales es poco menos que imposible recuperarse.
La primera de estas concatenaciones es el movimiento masivo de los pueblos europeos. En todos los países de la Europa occidental este proceso empezó después de la Segunda Guerra Mundial, debido a los recortes laborales. Rápidamente Europa creyó resolver la situación con la migración, y ya no pudo cortar ese flujo migratorio aun cuando lo hubiera deseado. El resultado de todo ello fue que lo que había sido Europa —el hogar de los pueblos europeos— se fue transformando de modo gradual en el hogar de todo el mundo. Los lugares que hasta entonces habían sido europeos se fueron convirtiendo en algo distinto. De este modo, lugares dominados por emigrantes pakistaníes recuerdan plenamente a Pakistán, excepto en su emplazamiento geográfico, a causa de las recientes llegadas de nuevas oleadas de emigrantes, cuyos niños siguen comiendo lo que comían en su lugar de origen, hablan sus propias lenguas y mantienen el culto de sus propias religiones. Y las frías y lluviosas calles de las ciudades septentrionales de Europa, se van llenando de gentes vestidas con ropa propia de las colinas de Pakistán o de las arenas de Arabia. «El Imperio contraataca», apuntan ciertos observadores con una amarga sonrisa. No obstante, cuando ya los antiguos Imperios de Europa se habían visto libres de ellos, estos nuevos colonos pretenden evidentemente volver a las andadas.
Durante todo este tiempo los europeos han estado tratando de encontrar fórmulas para que esta situación pudiera funcionar. Insistiendo, por ejemplo, en el hecho de que tal clase de emigración era algo normal. O que si bien la integración no llegara a producirse con las primeras generaciones, podría lograrse con los hijos, los nietos y otras generaciones futuras de emigrantes. O bien, que no tenía importancia el hecho de que terminaran por integrarse o no. Durante mucho tiempo estuvimos dudando de que esta situación pudiera llegar a funcionar bien. Y esta es la causa de que la crisis migratoria de los recientes años se haya acelerado.
Todo ello me lleva a la segunda concatenación. Pues, si bien el movimiento masivo de millones de personas llegadas a Europa, no parece sonar como una nota final para el continente, se debe al hecho de que coincidiendo con ello, o por otros motivos, al mismo tiempo Europa ha perdido la fe en sus creencias, en sus tradiciones y en su legitimidad. Son innumerables los factores que han contribuido a este proceso de desintegración; pero uno de ellos es la forma en la que los europeos occidentales han perdido lo que el filósofo español Miguel de Unamuno llamó con su famosa frase «el sentido trágico de la vida». Se ha olvidado lo que Zweig y su generación aprendieron tan dolorosamente: que todo cuanto amas, incluso las civilizaciones y culturas más importantes de la Historia, pueden quedar totalmente barridas por pueblos que no son merecedores de ellas. Una de las escasas fórmulas que se pueden adoptar para evitar este sentido trágico de la vida es tratar de alejarlo mediante la creencia en la marea del progreso humano. Esta táctica sigue siendo, de momento, el pensamiento más popular.
No obstante, continuamente estamos pasando por alto esta situación; e, incluso, en algunas ocasiones, tenemos profundas dudas sobre nuestros propios orígenes. Más que ningún otro continente o cultura del mundo actual, Europa se encuentra actualmente sobrecargada por las culpas de su pasado. Junto con esta sorprendente versión de autodesconfianza se encuentra una versión más introvertida de la misma culpa. Porque en Europa también existe el problema de un cansancio existencial, y de un sentimiento de que quizás la Historia se haya agotado para Europa, y que debe permitirse ahora el inicio de una nueva historia. La inmigración masiva —la sustitución de grandes sectores de la población europea por otros pueblos— es una forma en la que se está perfilando esta nueva historia. Parece que pensamos que era necesario un cambio para poder descansar. Semejante cansancio existencial de la civilización no es un fenómeno exclusivo de la Europa moderna. Pero el hecho de que una sociedad sienta que ha abandonado su fuerza, en el preciso momento en que otra nueva sociedad ha empezado a movilizarse, no puede ayudar a la situación, sino más bien a cargar con enormes cambios.