Najat El Hachmi - Siempre han hablado por nosotras
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- Libro:Siempre han hablado por nosotras
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2019
- Índice:4 / 5
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Siempre han hablado por nosotras: resumen, descripción y anotación
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Si digo feminismo digo libertad. No la libertad de elegir, no la libertad de consumir, no la que consiste en ponerse delante de una estantería llena de opciones y decantarse por una cualquiera, la que sea, implique lo que implique. No, cuando digo feminismo, cuando digo libertad, me refiero a vivir sin que me releguen a un segundo plano, sin que mi existencia, mi opinión, mi placer y mi dolor valgan menos que la existencia, la opinión, el placer y el dolor de mis hermanos hombres. Cuando digo libertad digo dignidad, me refiero a dejar de sentirme encerrada en la cocina, en casa, en la familia, en la religión o en la tribu. Sacudirme de encima las incontables mordazas, leyes del silencio y normas ancestrales que me limitan, que hacen que mi existencia sea infinitamente más limitada de lo que podría ser, que me relegan, una y otra vez, a ocupar un lugar sin valor, sin importancia.
Por eso feminismo, libertad, nunca será elegir la sumisión, la discriminación, un orden natural según el cual he de resignarme a ser un sucedáneo. Feminismo no es amoldarse a una libertad vigilada por las estructuras de la sociedad, cultura o religión de pertenencia ni rendirse a los pretextos que se alegan cuando levanto la voz para denunciar, o tan solo mencionar, la discriminación. Hoy por hoy, necesito reiterar la reivindicación de siempre, y no porque esta haya cambiado, sino porque lo han hecho las estrategias de quienes, pretendiendo silenciarnos, han dotado al machismo de nuevas formas, nuevas teorías, retóricas y discursos cautivadores. Sin embargo, y a pesar de su falsa apariencia, todas van a parar al mismo lugar de siempre: la perpetuación del antiguo orden, que antes se consideraba natural, según el cual no solo aceptamos la sumisión, sino que la defendemos como rasgo identitario, cultural y religioso.
En las páginas siguientes explicaré el machismo concreto del que provengo y de qué manera se ha ido transformando en teorías aparentemente feministas. Es decir, explicaré lo que es y siempre ha sido obvio para volver a desmontar, todas las veces que haga falta, este nuevo envoltorio con el que pretenden vendernos las normas rancias del patriarcado. Volveré a decir feminismo para seguir defendiendo una libertad completa, sin restricciones ni sometida a vigilancia.
Todavía hoy, cuando escribo para opinar sobre temas relacionados con mi origen, con mi condición de hija de una familia musulmana marroquí, me tiemblan las manos, tecleo con miedo de ser castigada, una vez más, por romper el silencio que me han impuesto desde pequeña. Sé que puede parecer extraño porque llevo años abordando estos temas tanto en el ambiente protegido de la ficción como en charlas, entrevistas, artículos de opinión y conversaciones privadas; de hecho, suelen decirme que soy valiente al hacerlo, pero eso no significa que no tuviera miedo la primera vez que escribí sobre lo que no se podía decir y que no lo tenga cada vez que vuelvo a tocar el tema de la violencia, la opresión y la injusticia en la que crecí y en la que crecieron las mujeres a las que más he querido. No hablo de estos temas con la intención de hacerme la valiente, lo hago para sobrevivir.
Durante muchos años, la escritura fue el único instrumento que tuve a mi alcance para no sucumbir del todo, para no rendirme a los embates del machismo. Todavía no he podido quitarme de encima la sensación de que estoy quebrantando alguna norma cuando rompo el silencio que me impuso la ley del padre. No hables de eso, no lo cuentes, no comentes según qué cosas y qué maneras de concebir la condición de la mujer. Este mutismo es uno de los pilares fundamentales de la educación que hemos recibido de manera constante a lo largo de toda la vida. Aunque parezca mentira porque vivimos en una sociedad moderna, occidental y democrática en la que la igualdad de derechos es una realidad legal y existe una conciencia feminista creciente, a las mujeres como nosotras (hijas de la inmigración musulmana) todavía nos cuesta Dios y ayuda levantar la voz en la esfera pública para denunciar el machismo en el que hemos crecido. Nuestro miedo no es infundado: el temor a ser rechazadas, expulsadas de nuestro grupo de origen, está más que justificado. Si alguna de nosotras se atreve a levantar la voz para denunciar el sistema ferozmente discriminatorio en el que hemos vivido y hacer un memorial de agravios tanto de nuestras vidas como de las vidas de las mujeres con las que hemos convivido, sabe con certeza que la reacción más probable será la expulsión sumaria, con mayor motivo si se tocan temas tan delicados como la sexualidad o la religión. Si el mero hecho de pedir la palabra para expresar —o hacer constar, tan solo— todas las injusticias que las mujeres hemos sufrido se considera un acto subversivo de por sí, para los nuestros ese atrevimiento está visto como una traición a la familia, a la tribu, a la patria y, sobre todo, al islam. Armarse de valor para denunciar públicamente cuáles son los mecanismos que nos han relegado a la condición de ciudadanas de segunda, después de haber tomado distancia para identificarlos, es una rebelión intolerable que merece todos los castigos terrenales y divinos.
Estaba acostumbrada a sentir esa presión por parte de los que todavía creen que la lealtad al propio origen está por encima de cualquier otra consideración, que el islam es la religión verdadera y que por eso debe defenderse de un ambiente hostil. Ya me había habituado a las críticas de los que querían que el orden establecido permaneciera inalterado. No me sorprendían sus críticas ni los sermones histéricos de los barbudos que clamaban contra la liberación de las mujeres. Pero no estaba preparada para el escenario actual en que las chicas más jóvenes, en vez de unirse a la lucha contra el machismo imperante, se suman al adoctrinamiento religioso, se apuntan a las versiones reaccionarias que quieren frenar el progreso de las mujeres y alzan la voz para defender, en nombre de la pertenencia identitaria y del esencialismo religioso, esos elementos objetivamente nefastos para nuestra dignidad. Y por si fuera poco, los imanes desde las mezquitas y las hijas alienadas en las redes sociales no son los únicos que nos instan para que asumamos la condición de subalternas, sino también la izquierda, que de un tiempo a esta parte ha caído en la trampa del relativismo cultural y ha empezado a reivindicar acríticamente todo aquello de lo que hemos huido y por lo que hemos pagado un precio altísimo.
Leí libros feministas durante años y nunca se me ocurrió pensar que las ideas que contenían no eran para mí. Devoré a autoras a las que ahora tachan de occidentales, de blancas, y a otras de mi misma procedencia —otra vinculación que también está llena de trampas, puesto que si lo que se impone a la hora de defender una posición determinada es lo que somos y no lo que decimos, yo me vería obligada a descartar la obra de una burguesa como Fatima Mernissi, que guarda poca relación con el mundo rural y empobrecido del que provengo— para intentar comprender cómo resolvían el malestar que, como mujer, yo misma había experimentado. Nunca pensé que aquellas ideas eran exclusivas de algunas mujeres y que no se podían aplicar a las que procedemos de otras culturas o religiones.
Sin embargo, resulta que ahora en las entrevistas me preguntan si de verdad soy feminista viniendo de un país no occidental y habiendo nacido dentro del islam, como si de repente se hubiera impuesto una separación entre las mujeres a la hora de hablar de feminismo. «¿Es usted realmente feminista?», me preguntan, «¿se siente representada por el feminismo actual?» Miro a mis interlocutores y tengo la impresión de que estoy fallando en algo, de que debería añadir un adjetivo a mi posición para matizar y explicar cuál es mi feminismo. Hasta ahora no se me había ocurrido. Siempre que decía feminismo, siempre que decía machismo, creía que me estaba refiriendo a todas las mujeres, tenía plena conciencia de que la vulneración de nuestros derechos es un fenómeno universal contra el que hay que luchar desde cada una de las esferas en que nos movemos.
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