Jean-Michel Thibaux
En busca de Buda
Título de la edición original: Sous la griffe du Bouddha
Traducción del francés: Julia Alquézar
Campaña de Yekaterinoslav, Rusia, verano de 1831
La anciana Macha estaba hecha un ovillo en la esquina en la que guardaba sus fetiches y sus talismanes. Intentaba protegerse y se tapaba los ojos con las manos para no ver a los muertos arremolinarse, pero las imágenes de los espectros atravesaban las paredes, las palmas de sus manos y sus párpados cerrados.
Las almas atormentadas no querían irse a pesar del agua bendita que les había echado. Permanecían en el exterior, cerca de los cuerpos putrefactos, planeaban sobre los osarios y las hogueras a las que los hombres enloquecidos lanzaban los cadáveres. Macha no necesitaba salir de su amplia casa de madera para contemplar el aterrador espectáculo. Su abuela le había transmitido al nacer el don de la ubicuidad y muchos otros.
Dones de Dios o del diablo…
Durante setenta años, había desempeñado su papel de vidente, maga y sanadora, ayudando a unos a alcanzar el poder y a otros a conquistar los corazones; leía las estrellas, los espejos y las entrañas animales, e invocaba a los espíritus.
En aquel momento, ya no controlaba sus dones. Todos habían llamado a su puerta para que les curara el cólera y la peste. No se podía luchar contra una plaga enviada por Dios. Se destapó los ojos y contempló las grandes planchas de madera que barraban la entrada; después se dio cuenta de que era 30 de junio, la noche más maléfica del año.
– Puesto que han pecado, ¡que mueran!
«La epidemia es saludable y necesaria; hay demasiada gente en la Tierra, demasiados impíos, borrachos y malvados. Los bondadosos se salvarán», pensaba ella. Se puso a orar por su salud. Algunos padrenuestros recordarían a Dios que ella estaba en el bando de los buenos, aunque hubiera pecado al usar alguna vez la magia negra.
Arrodillada, Macha se dirigía a Dios con fervor, cuando resonaron unos golpes. Se sobresaltó.
– ¡Macha! ¡Ábrenos!
– ¡Seguid vuestro camino! -respondió ella.
– ¡Ábrenos, vieja hechicera!
– ¡No!
Los golpes se repitieron y se volvieron violentos. De repente, la puerta estalló en pedazos. Un oficial cosaco, seguido de cinco hombres con sables, se lanzó hacia ella.
«Los cosacos de la muerte… Los enviados del diablo Blavatski», se dijo la mujer sin apartar de los intrusos su mirada llena de miedo. En ese instante, observó que el oficial sujetaba contra su pecho un paquete envuelto en un chal.
– ¡Hay que salvarla! -dijo al tiempo que le entregaba el paquete.
Sorprendida, descubrió a un recién nacido envuelto en su mantilla.
– ¿Quién es? -balbució ella.
– Una princesa. No debe morir.
– ¿Sufre alguna enfermedad?
– No, ¡haz lo que tengas que hacer para que nunca sufra ninguna! Transmítele tus poderes.
– ¡Sólo Dios puede hacerlo!
– Mi paciencia tiene un límite.
Le hizo una señal a uno de sus hombres, que puso la hoja de su sable sobre el cuello de Macha.
– La noche no es propicia para los encantamientos -dijo la anciana-, pero como me obligáis, voy a entregar mis secretos y mis dones a este bebé.
Después se inclinó sobre el recién nacido y llamó a los Siete Espíritus de la Revuelta.
Tres horas más tarde, la casa de Macha ardió y se vio a seis demonios abandonar el pueblo a caballo.
Cinco días después, en Yekaterinoslav
Las calles de Yekaterinoslav estaban cubiertas de cadáveres y de desechos de todo tipo. El cochero echó pestes, juró, invocó a todos los santos y azuzó los caballos, pero los obstáculos se multiplicaban. Temblaba de miedo. Se había cubierto el rostro de trapos para no respirar los miasmas. En algunos momentos, se llevaba al corazón la mano con la que sujetaba el látigo, y en la que llevaba colgadas las medallas benditas. Pero ¿servía de algo protegerse con objetos santos cuando Dios mismo enviaba el cólera a Rusia?
– ¡Paso! ¡Paso!
Nadie se preocupaba ni por sus gritos ni por los escudos de armas de las portezuelas del vehículo o por los ilustres pasajeros que transportaba. Decenas de miles de nobles vivían entre el Dniéper y el Don, y perecían como los demás, tanto en las ciudades como en los campos dominados por los saqueos y las lamentaciones.
En la berlina herméticamente cerrada, con el rostro pegado al cristal, la pequeña princesa Sonia se sentía fascinada por aquella fiesta macabra. A sus seis años, no se daba cuenta de lo que pasaba, puesto que vivía confinada en el palacio. La voz gutural de su institutriz la llamó al orden:
– ¡Siéntese, señorita Sonia! Deje de mirar esos horrores; si no, no tendrá la pureza necesaria para asistir al bautismo de su sobrina. Usted es la madrina, ¡no lo olvide! Dios la considerará responsable si el alma de esa niña llega a morir en pecado.
El cochero había oído a la institutriz. Frunció el ceño. ¿Por qué no había precisado: «madrina de la hija del infortunio»? No envidiaba la posición de la princesa Sonia. La chiquilla no ignoraba lo que se decía. Todos los criados llamaban al bebé «hija del infortunio», porque había nacido la noche más maléfica del año. Se repetían en voz baja que el diablo la había bautizado en casa de la bruja Macha. Los más supersticiosos apodaban a la pobre pequeña Helena Petrovna von Hahn con un sobrenombre mágico: la Sedmitchka.
«La Sedmitchka es un nombre bonito», se dijo Sonia. Era demasiado joven para conocer el significado de semejante apodo. Si hubiera podido escuchar a los siervos, se habría enterado del sentido de esa palabra medieval. Ocultaba negros secretos tras sus diez letras. Evocaba el espíritu de los Grandes Antepasados, de los Siete Rebeldes encadenados bajo tierra por los primeros dioses. La gente contaba cosas espantosas de esos siete rebeldes mientras se santiguaba. Ahora, por culpa de Macha, poseían el alma de la pequeña Helena.
El lindo bebé pertenecía ya a la leyenda popular. La berlina rozó una carreta llena de cadáveres. Sonia lanzó un grito, pero no apartó la mirada.
– ¡Quédese en su asiento! -ordenó la institutriz.
– ¡No! Me voy a arrugar el vestido.
– Recibirá un castigo cuando regresemos al castillo.
Sonia se encogió de hombros. ¡Un castigo! ¡Qué ridícula parecía esa amenaza! ¿Qué eran diez golpes de vara en las nalgas en comparación con el castigo impuesto a toda esa gente de la ciudad?
Apartó la mano que intentaba alejarla de esas visiones. Bajo el resplandor de las antorchas que llevaban los criados, distinguía los rostros estremecedores de los muertos amontonados en las carretas, los ataúdes remachados con cruces de plata, alineados ante las casas condenadas, a los moribundos vomitando, los destellos de los sables y de las bayonetas, y a los saqueadores fusilados tendidos en medio de su sangre.
– Helena, mi buena Sedmitchka, tú no eres la responsable de nada de esto -murmuró santiguándose.
– ¿Qué está murmurando?
– Rezo por estos desgraciados.
– ¡Sólo tienen lo que se merecen!
– ¿La princesa Dolgoruki lo merecía? -gritó con vehemencia Sonia.
– No…, no…, desde luego que no.
La institutriz había palidecido. Cuando la princesa Dolgoruki, primera dama de Yekaterinoslav y abuela de la futura bautizada, cayó enferma por la terrible epidemia y después murió por un síncope a pesar de la intervención de los mejores médicos de la ciudad, se comprendió que todos estaban condenados a perecer por la infección general. En ese momento, había creído que podría dejar su puesto y abandonar a las familias principescas en medio del veneno y la podredumbre.
Pero no les habían permitido volver a Alemania. Los doscientos rublos de oro que le había dado el intendente habían bastado para hacerla callar.
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