John Toland
Los Últimos Cien Días
Tal vez no haya habido en la historia de la Humanidad otros cien días con mayor significado y consecuencias que aquéllos con los que terminó la Segunda Guerra Mundial en Europa. En el corto lapso de tres meses murieron Roosevelt, Hitler y Mussolini, y también dejaron de existir el nazismo y el fascismo. El día de la Victoria señaló el fin de una era y el comienzo de otra, con sus terrores y sus fantásticas esperanzas.
He procurado escribir acerca de esos trascendentales hechos como si hubiesen ocurrido hace un centenar de años, y he tratado de retratar a Hitler, Himmler, Goering y los demás, no con la pasión de una persona que ha vivido tal período, sino con la objetividad que proporciona el paso del tiempo.
Este libro se ha escrito basándose en centenares de entrevistas con personas de veintiún países diferentes que estuvieron directamente relacionadas con los sucesos descritos. Siempre que ha sido posible, fueron los protagonistas la fuente principal de lo ocurrido, transcribiéndolo con sus propias palabras. Es éste un momento adecuado para la revelación, y no para la acusación.
La obra se basa además en innumerables fuentes de primer orden: informes del momento, escritos oficiales, monografías, y un crecido número de mensajes estrictamente secretos y de documentos personales que hasta el presente no estuvieron al alcance de los historiadores (el teniente general Hobart Gray, jefe de Estado Mayor del general Patton, permitió que su Diario -retenido por orden de Patton- se emplease por primera vez). Se consultaron asimismo numerosas obras editadas y por editar. Los extractos de diálogo que aparecen en el libro no son imaginarios, sino que se han obtenido de notas, apuntes taquigráficos y del relato directo de los protagonistas. Las notas que se insertan al final de la obra contienen las fuentes de todo el material empleado, capítulo por capítulo.
Max Beerbohn escribió en cierta ocasión: "El pasado es una obra de arte que está libre de incongruencias y de hechos inexplicables." Mi deseo ha sido reproducir los hechos pasados después de transcurrido el tiempo suficiente para presentarlos con relativa tranquilidad, pero no antes de que las "incongruencias" y los "hechos inexplicables", que constituyen la parte interesante de la historia, se hayan desvanecido.
PRIMERA PARTE. La gran ofensiva
Capítulo primero. Marea del Este
En la mañana del 27 de enero de 1945 reinaba un ambiente de mal contenida excitación entre los diez mil aliados internados en el Stalag Luft III (campamento de prisioneros de guerra de la Aviación) de Sagan, a sólo ciento cincuenta kilómetros al sudeste de Berlín. A pesar del intenso frío y de la nieve que caía persistentemente en grandes copos, los prisioneros se agrupaban en el exterior de los barracones, comentando animadamente el último informe: los rusos se hallaban a menos de treinta kilómetros al Este, y seguían avanzando.
Dos semanas antes habían comenzado a filtrarse noticias en el campamento, procedentes de los inquietos guardias, acerca de una gran ofensiva que estaba llevando a cabo el ejército soviético. Los prisioneros se mostraron llenos de júbilo hasta que varios guardias les hicieron saber que habían llegado órdenes de Berlín de hacer del campamento un Festung (fortaleza), que debía defenderse a toda costa hasta el fin. Pocos días después se difundió otro rumor según el cual los alemanes pensaban emplear a los kriegs (abreviación de kriegsgefangenen, prisioneros de guerra) como rehenes, fusilándolos si los rusos trataban de apoderarse de la zona. Esta versión fue seguida de otra aún más estremecedora: el mando alemán iba a transformar las duchas en cámaras de gas para exterminar a los internados.
Los ánimos decayeron a tal punto que Arthur Vanaman, un general de brigada norteamericano que ostentaba la más alta graduación del campamento de Sagan, envió una orden a los cinco grupos que constituían el mismo, exhortándoles a que no propalasen más rumores y estuviesen preparados para una posible marcha forzada hacia el Oeste.
Uno de los prisioneros escribió en su Diario: «Nuestros barracones parecen una reunión del Círculo Benéfico de Damas Costureras.» Los hombres permanecían sentados en sus literas, con las piernas cruzadas, cortando trozos, en forma de guante, de la parte inferior de sus abrigos, y haciendo también gorros para la nieve y mochilas de pantalones viejos. Unos pocos, más decididos, se dedicaban incluso a construir trineos con trozos de leña y restos de catres.
Pero nada pudo hacer acallar los rumores, por lo que el 26 de enero Vanaman ordenó efectuar una reunión en el mayor de los recintos del campamento. Subió al estrado y anunció que por un aparato clandestino se había enterado de un informe de la BBC según el cual los rusos se hallaban a sólo veinticinco kilómetros del campo. El oficial acalló los gritos de alegría y dijo que probablemente les obligarían a cruzar todo el territorio alemán.
– Nuestra última posibilidad de sobrevivir -manifestó- reside en que sepamos mantenernos unidos como un solo hombre, haciendo frente a lo que pueda llegar. Dios es nuestra única esperanza, y debemos confiar en El.
El 27 de enero, por la mañana, los internados en Sagan estaban ya preparados. Los bultos y mochilas se apilaban junto a las puertas de cada barracón, y algunas pertenencias se hallaban aún sobre los camastros, dispuestas a ser empaquetadas. Mientras la nieve caía lentamente, los hombres esperaban sin prisas, con una extraña sensación de calma y serenidad. Muchos eran los que miraban por encima de las alambradas, hacia las hileras uniformes de nevados pinos. Detrás de éstos se hallaba lo desconocido.
Tiempo atrás Hitler tuvo en su poder todo el territorio europeo, así como el Norte de África. Sus tropas habían penetrado profundamente en Rusia, llegando a dominar más tierras que el Imperio Romano en su época. Pero ahora, después de casi cinco años y medio de guerra, sus vastos dominios habían quedado reducidos a los mismos límites de Alemania. Los ejércitos combinados de los norteamericanos, ingleses, canadienses y franceses, se aprestaban al asalto final contra la frontera occidental, desde Holanda hasta Suiza, y el extenso frente oriental, disperso desde las cálidas aguas del mar Adriático hasta el helado Báltico, acababa de romperse en una docena de sitios. Tras liberar a media Yugoslavia, la mayor parte de Hungría y el tercio oriental de Checoslovaquia, el Ejército Rojo se hallaba ya en el decimoquinto día de la mayor ofensiva militar de la historia.
El 12 de enero, casi tres millones de rusos -más de doce veces la cantidad de hombres que desembarcaron en el día D-, apoyados por intenso fuego de artillería y conducidos por una riada aparentemente interminable de carros de asalto «Stalin» y «T-34», atacaron de improviso a unos 750.000 alemanes pobremente armados, sobre un frente de seiscientos cuarenta kilómetros, que se extendía desde el mar Báltico hasta el centro de Polonia. En el extremo norte, el mariscal Ivan Danilovich Chernyakhovsky, del Tercer Frente Ruso Blanco (equivalente a un cuerpo de ejército), presionaba hacia la histórica ciudad de Koenigsberg, en Prusia Oriental, cerca del Báltico. A su izquierda, el Segundo Frente Ruso Blanco, mandado por el joven y dinámico mariscal Rokossovsky, avanzaba sobre Danzig y se aproximaba a Tannemberg, escenario de uno de los mayores triunfos alemanes de la primera gran guerra. A la izquierda de Rokossovsky se hallaba el comandante de más talento de todo el ejército soviético, mariscal G. K. Zhukov, cuyo Primer Frente Ruso Blanco había conquistado Varsovia en sólo tres días. En esos momentos estaban rodeando Poznan, y su objetivo final era Berlín. Por fin, por el alejado extremo sur de esta gran ofensiva, se desplazaba el Primer Frente Ucraniano, del mariscal Ivan Konev, una de cuyas avanzadas lo constituía las tropas que se aproximaban al campo de prisioneros de Sagan.
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