Tom Robbins
También Las Vaqueras Sienten Melancolía
(Ellas también se deprimen)
Titulo original inglés: EVEN COWGIRLS GET THE BLUES
Traducción: J. M. ALVAREZ FLOREZ y ANGELA PEREZ
© 1976 THOMAS ROBBINS
A Fleetwood Star Robbins, la manzana,
la piña, el mango, el huerto de mis ojos
Y, por supuesto a todas las vaqueras
de todas partes.
La lascivia del cabrito es dádiva de Dios.
La desnudez de la mujer es obra de Dios.
Exceso de llanto ríe. Exceso de gozo llora.
william blake
Le dije a Dale:«Cuando me muera, sólo cúbreme y ponme sobre mi caballo».
Y Dale dijo:«Vamos, qué idea tienes de mí».
roy rogers
A lo largo de este libro utilizaré pronombres en tercera persona y nombres colectivos en masculino. Si algún lector se ofende por esto, mis sinceras disculpas. No hay, desgraciadamente, de momento, alternativas que no creen confusión o estorben el fluir del lenguaje; lo que equivale a decir que no hay alternativas aceptables. Espero que cuando se reedite, si es que se reedita, las haya.
Nunca ha escrito una novela una sola persona. Entre las que contribuyeron, de un modo u otro, a que ésta se escribiera, figuran Paul Dorpat, Lorenzo Milam, Darrell Bob Houston (que es la gran novela norteamericana), Michael St» John Smith, Tiny Terrie, Leonore Fleischer, Phoebe Larmore, Holly Henderson (la meona más deliciosa que conozco), Libby Burke, Aurora Jellybean (ningún parentesco con Bonanza), Keith Wyman, Gigi Carroll, Thomas G. Gregg, Roland Kirk (flauta nasal), James Lee Stanley (guitarra y voz) y la consorte de Paul Winter (todo). Sí, y no olvidemos a Wendy la Mecanógrafa, que logró aguantar todo un año enseñando Formación Mercantil sin gritar ninguna obscenidad a los alumnos del instituto de Mount Vernon.
T. R.
Las amebas no dejan fósiles. Carecen de huesos. (No tienen dientes, ni hebillas de cinturón, ni anillos de boda.) Es imposible, en consecuencia, determinar el tiempo que llevan las amebas en la tierra.
Es muy posible que lleven aquí desde que se alzó el telón. Puede incluso que hayan dominado el escenario al empezar el primer acto. Por otra parte, pueden haber llegado a la existencia sólo tres años antes (o tres días, o tres minutos) de que Antón van Leeuwen-hoek las descubriera en 1674. No puede demostrarse lo contrarío.
Hay algo seguro, sin embargo: como las amebas se reproducen por división, indefinidamente, transmitiéndolo todo y sin dejar nada, la primera ameba que existió sigue viva aún. Con cuatro millones de años o sólo trescientos, él/ella está hoy con nosotros.
¿Dónde?
Bueno, la primera ameba quizás esté flotando de espaldas en una elegante piscina de Hollywood, California. La primera ameba puede estar oculta entre las raíces de las espadañas de las cenagosas orillas del lago Siwash. La primera ameba quizá haya recorrido recientemente tu propia pierna. Quién sabe.
La primera ameba, como la última, y la que la siga, está aquí, allá y en todas partes, pues su vehículo, su medio, su esencia, es el agua.
Agua: el as de los elementos. El agua cae de las nubes en picado, sin paracaídas, alas ni red de seguridad. El agua se lanza por el precipicio más escarpado sin dudarlo un instante. El agua se entierra y brota de nuevo; el agua corre sobre el fuego y el fuego se hace astillas. Sin perder su compostura en ninguna situación, sólida, gaseosa o líquida, hablando en sutiles dialectos que todas las cosas entienden, animal, vegetal o mineral, viaja el agua intrépida por todas las cuatro dimensiones, sustentando (patea una lechuga en el campo y gritará «¡Agua!»), destruyendo (el dedo del chico irlandés recordaba la visión del Ararat) y creando (se ha dicho incluso que los seres humanos fueron inventados por el agua como instrumento para trasladarse ella de un lugar a otro, pero esa es otra historia). Siempre en movimiento, flujo interminable (a velocidad de vapor o a marcha de glacial), rítmica, dinámica, ubicua, cambiando y activando sus cambios, matemáticas vueltas del revés, filosofía marcha atrás, la perpetua odisea del agua es virtualmente incontenible. Y donde vaya el agua va la ameba, aprovechando el viaje.
Sissy Hankshaw enseñó una vez a un periquito a hacer autoestop. No podría enseñarle mucho de tal ciencia a una ameba.
Por su destreza como pasajero, así como por su casi perfecta resolución de las tensiones sexuales, se proclama aquí a la ameba (y no a la grulla chilladora) la mascota oficial de También las vaqueras sienten melancolía.
Y a También las vaqueras sienten melancolía le gustaría decirle a la primera ameba, esté donde esté: feliz cumpleaños, feliz cumpleaños, a ti.
Bienvenidos al rancho Rosa de Goma
Es el mejor retrete de toda Dakota. Tiene que serlo.
Arañas, ratones, vientos fríos, astillas, panochas, hedores habituales no proliferan en este lugar. Las propias vaqueras han renovado y decorado este retrete. Gomaespuma, floridos tiestos colgando, un par de grabados de Georgia O'Keeffe (su período calavera de vaca), peluda alfombra, aislamiento especial, ceniceros, un quemador de incienso, papel matamoscas, una fotografía de Dale Evans que ha levantado cierta polémica. En el retrete hay incluso una radio, aunque la única emisora de la zona sólo emite polcas.
Por supuesto, el rancho tiene servicios en el interior, instalaciones de agua corriente en baños normales, pero durante la revolución se embozaron y nadie los desembozó. La fontanería era una de las cosas en que andaban flojas las chicas. El fontanero más cercano estaba a cincuenta kilómetros. No había, que ellas supieran, fontaneras.
Jelly está sentada en el retrete. Lleva allí sentada más de lo necesario. La puerta está abierta de par en par y deja entrar el cielo. O más bien, un pedazo de cielo, pues por el verano en Dakota el cielo es inmensamente grande. Inmensamente grande e inmensamente azul, y hoy apenas sí hay nubes. Lo que parece una chispa de nube es en realidad la luna, pálida y estrecha como un recorte de uña del pie de un muñeco de nieve. La radio emite «La Polca del Dólar de Plata».
¿Y qué piensa la joven Jelly en tan cavilosa postura? Difícil saberlo. Probablemente piense en las aves. No, no en esos cuervos que lanzan haikús de pasada, sino en las aves que ella y sus vaqueras tienen embancadas en el lago. Esas aves dan que pensar, no hay duda. Pero quizás esté pensando en el Chink, preguntándose qué hará ahora ese viejo imbécil chiflado allá arriba en su picacho. Quizá piense en las finanzas del rancho, quizá cavile cómo conseguir atar cabos. Es incluso posible que medite sobre alguna cuestión metafísica, pues el Chink la ha sometido más de una vez a nociones filosóficas: los yerros y aciertos de la calabaza cósmica. Y a lo que parece, su pensamiento no está embelesado con, ni entregado a, ningún ente romántico concreto pues, aunque bragas y pantalones están a sus pies, sus dedos tamborilean secamente las bóvedas de las rodillas. Quizá Jelly se pregunte qué habrá de cena.
Por otra parte, Bonanza Jellybean, capataz del rancho, puede estar simplemente mirando cosas. Supervisando el campo desde la comodidad del retrete. Inspeccionando corrales, establos, barracón, la bomba, lo que queda de la sauna, las ruinas del saloon miniatura, el bosquecilio de sauces y álamos, el huerto en que Delores despedazó el lunes una serpiente cascabel, el montón de secadores que siguen oxidándose entre los girasoles, el gallinero, la planta rodadora, el carro de peyote, los cerros y cañones lejanos, el cielo todo azul. Hace calor hoy pero sopla brisa y resulta agradable que nade así por los muslos desnudos arriba. Huele a salvia y a rosas. Se oye el zumbar de las moscas y el aullar de la polca. Resopla cerca un caballo; se oyen las cabras en los pastos y los lejanos y leves rumores de las chicas que atienden el rebaño. El rebaño de aves.
Página siguiente