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Nicholas Pileggi - Casino: Amor y honor en Las Vegas

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Casino: Amor y honor en Las Vegas: resumen, descripción y anotación

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Frank Rosenthal, El Zurdo, tuvo algo de simbólica: como la traca final de una era en la historia de la capital mundial del juego, Las Vegas. Rosenthal, formado en la escuela de las apuestas deportivas ilegales llegó, como otros muchos, a Las Vegas con el propósito de hacer olvidar su pasado y seguir trabajando en lo que siempre había hecho: ser jugador. La pequeña ciudad de Nevada, sumidero de esperanzas bajo una capa febril y brillante, era una verdadera mina de oro, ideal para quienes patrocinaron la mudanza de Rosenthal, como también la de su viejo amigo Tony Spilotro, tan amante del dinero como de la violencia. Ambos fueron símbolos de una etapa frenética, trufada de violencia e ilegalidades, marcada por los intentos de la Mafia de establecer su hegemonía sobre los casinos. Una ciudad sin sitio para el amor, por lo que éste -como el que sentía Rosenthal hacia Geri, su esposa- estaba abocado al fracaso. Casino, basada en hechos reales es, más allá de una novela de ritmo casi cinematográfico, un fascinante documento sobre el mundo del juego, sus leyes y sus corruptelas. Amor y adulterio, negocio y delito se entremezclan en una obra intensa y original, reveladora y absorbente.

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Nicholas Pileggi Casino Amor y honor en Las Vegas Traducción de Carme Geronés - photo 1

Nicholas Pileggi

Casino: Amor y honor en Las Vegas

Traducción de Carme Geronés y Carlos Urritz

Título original CASINO Love and Honor in Las Vegas A Nora - photo 2

Título original: CASINO, Love and Honor in Las Vegas

A Nora

Agradecimientos

Quisiera expresar mi reconocimiento y gratitud al gran número de personas que me ha ayudado en el libro, pero también deseo manifestar un agradecimiento especial a Gene Strohlein, Mert Wilbur, Dennis Arnoldy, Jack Tobin, Joseph Gersky, Murray Ehrenberg, Wally Gordon, Oscar Goodman, Emmett Michaels, Mike Simón, William Ouseley, Bud Hall, Bo Dietl, Beecher Avants, Jeffrey Silver, Marty Jacobs, Mike Reynolds, Jeff German, Ed Becker, A.D. Hopkins, Jim Neff, Phil Hannifin, Shannon Bybee, Lem Banker, Dick Odessky, Allen Glick, Matt Marcus, Richard Crane, Loren Steven, Russ Childers, Jack Roberts, Brian y Myra Greenspun, Angela Rich, Manny Cortez, Douglas Owens, Frank Cullotta, Ray LeNobel, Melissa Prophet, Lo-well Bergman, Tommy Scalfaro, Tim Heider, Scott Malone, Ellen Lewis, Kristina Rebelo, Joey Boston, George Hartman, Bobby Kay, Bill Bastone, Kenny Brown, Bob Vanucci, Claudette Miller, Victor Gregor, Arlyne Brickman, John Manca, Buddy Clark, Joe Coffey, Don Furey, Joe Spinelli, Phil Taylor, Rosalie DiBlasio, Howard Schwartz, Bob Stoldal, Lee Rich, Shirley Strohlein y, evidentemente, Frank Rosenthal.

Introducción

«¿Por qué se me ha incendiado el coche?»

Frank Rosenthal cuenta:

Acababa de cenar y me había metido en el coche. No recuerdo si puse el motor en marcha, pero todo lo que vi fueron aquellas pequeñas llamas. Apenas subían unos cinco o seis centímetros. Procedían de la salida de aire caliente. No había oído el menor ruido. Tan sólo vi las llamas reflejadas en el parabrisas. Recuerdo que me pregunté: «¿Por qué se me ha incendiado el coche?», y luego las llamas fueron creciendo.

Sin duda se produjo un impacto lo suficientemente fuerte como para arrojarme contra el volante, pues me lastimó las costillas, pero no lo recuerdo. Lo único que se me ocurrió es que tenía algún problema mecánico en el coche.

El pánico no se apoderó de mí. Sabía que tenía que salir del coche. Tenía que alejarme de las llamas. Llamar al garaje. Intenté alcanzar el tirador de la puerta. Por poco me quemo el brazo. Las llamas se alzaban entre el asiento y la puerta. Comprendí que de no salir del coche no volvería a ver a mis hijos. Decidí utilizar la mano derecha para agarrar el tirador y al mismo tiempo empujar la puerta con el hombro. Aquello funcionó.

Me caí al suelo. A mi alrededor todo eran llamas; habían prendido en la ropa que llevaba. Me estaba quemando. Fui dando tumbos por el suelo hasta apagar las llamas.

Dos hombres me ayudaron a incorporarme y me llevaron a unos veinte o treinta metros del coche. Me dijeron que me tumbara pero yo no quería hacerlo. Iba repitiendo que estaba perfectamente. Ellos insistieron en que me echara al suelo, y cuando lo hice, pareció que había explotado la bomba atómica. Vi como mi coche se alzaba del suelo un par de metros, y seguidamente las llamas atravesaron el techo del vehículo, levantándose hasta la altura de un par de pisos.

Entonces comprendí por primera vez que aquello no había sido un accidente. Entonces supe que alguien me había colocado una bomba en el coche.

Antes de que la explosión le destrozara totalmente el coche, delante del restaurante Marte Callender en la avenida East Sahara, el 4 de octubre de 1982, Frank Rosenthal, El Zurdo, había sido una de las personas más poderosas y controvertidas de Las Vegas. Dirigía el complejo de casinos más importante de Nevada. Había adquirido su fama al haber llevado las apuestas deportivas a Las Vegas, un triunfo que le había convertido en un auténtico visionario en los anales de la historia local. Era un jugador de jugadores, el hombre que establecía la ventaja, un perfeccionista que en otra época había asombrado a todo el personal de la cocina del hotel Stardust al insistir que todo bollito de arándanos debía contener como mínimo diez arándanos.

Sin embargo, Frank Rosenthal había pasado la mayor parte de su existencia evitando los problemas. Había empezado como contable y corredor de apuestas para los jugadores y mafiosos de Chicago antes de tener suficiente edad para votar. En efecto, antes de empezar a trabajar dentro de los casinos en 1971, El Zurdo había tenido un solo trabajo legal: como policía militar en Corea entre 1956 y 1958. En 1961, cuando, a los treinta y un años, compareció ante un comité del Congreso de Washington que investigaba la influencia de la delincuencia organizada sobre el juego, recurrió treinta y siete veces a la Quinta Enmienda. Ni siquiera les dijo si era zurdo, a pesar de que, por cierto, dicha particularidad le había proporcionado el mote. Unos años después, se negó a declarar ante la acusación de soborno a un jugador de baloncesto universitario en Carolina del Norte, sin admitir jamás, no obstante, la culpabilidad. En Florida se le prohibió el acceso a las pistas de las carreras de caballos y de galgos por haber supuestamente sobornado a la policía de Miami Beach. Y en 1969, junto a una docena de corredores de apuestas entre los más importantes a nivel nacional, fue procesado por el Departamento de Justicia por un caso de conspiración en el juego y la delincuencia organizada interestatal que se alargó unos cuantos años: hasta que el abogado de El Zurdo consiguió librarlo de la acusación porque John Mitchell, fiscal general a la sazón, no había firmado personalmente las órdenes para realizar escuchas telefónicas, tal como marcaba la ley. El día en que había que firmar las órdenes judiciales, Mitchell estaba en un partido de golf y había dado instrucciones a un ayudante para que falsificara su firma.

Frank Rosenthal llegó a Las Vegas en 1968 por la misma razón que lo habían hecho tantos americanos: librarse del pasado. Las Vegas era una ciudad sin memoria. Era el lugar adonde se acudía en busca de una segunda oportunidad. Era la ciudad americana a la que se llegaba después del divorcio, de la quiebra, incluso después de haber pasado un corto periodo en una cárcel de condado. Constituía el destino final para los que deseaban recorrer media América en busca del perfecto tren de lavado de la moralidad nacional.

Era asimismo la tierra donde uno podía descubrir un buen filón, una especie de Lourdes rebosante de dinero donde los peregrinos no tenían más que colgar sus historias psíquicas y empezar una nueva vida. Era el país de las maravillas -la ciudad americana como una olla de oro-, el único lugar en el país donde un tipo normal podía apuntar hacia el milagro. ¿Grandes probabilidades? Evidentemente; ahora bien, para muchos de los que iban a vivir a Las Vegas y también para muchos de los que acudían allí de visita, las grandes probabilidades de Las Vegas eran mejores que las que se les habían ofrecido en su vida en su lugar de procedencia.

Era un lugar mágico, la capital de neón del mundo. Durante los años setenta, el estigma de su historia mafiosa estaba menguando, y no parecía existir límite en cuanto a su potencial de crecimiento. Bugsy Siegel, al fin y al cabo, ya había muerto en 1947. Y ni siquiera lo mataron en Las Vegas. Le acribillaron a balazos en la ciudad que ahora tiene el código postal 90210: Beverly Hills.

Durante los setenta, Las Vegas experimentó un crecimiento tan inaudito que alcanzó un volumen que escapó al control, incluso a la influencia, de un puñado de hombres de curioso acento y anillos en el dedo meñique. Empezaron a interesarse por ella corporaciones importantes como Sheraton, Hilton y MGM, junto con empresas de inversión de Wall Street y el Drexel Burnham Lambert de Michael Milken; la inversión de tanteo ya había empezado a convertir aquella ciudad situada en el extremo oriental del desierto de Mojave, inhóspito, yermo, azotado por el viento y de suelo salado, en la ciudad con el crecimiento más acelerado de Estados Unidos. Entre 1970 y 1980, en Las Vegas se duplicó el número de visitantes, alcanzando los 11.041.524, y la cantidad de dinero líquido que dejaron éstos aumentó un 273,6%, llegando a los 4.700 millones de dólares. El núcleo de todo el crecimiento fue, evidentemente, el negocio de los casinos; hacia 1993, los visitantes habían dejado 15.100 millones de dólares en la ciudad.

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