Marc Levy
Ojalá Fuera Cierto
Título original: Et si c'était vrai…
Traducción: Teresa Clavel
Verano de 1996
Acababa de sonar el pequeño despertador que había sobre la mesita de noche de madera clara. Eran las cinco y media, y una luz dorada que sólo esparcen los amaneceres de San Francisco bañaba la habitación.
Toda la familia dormía: Kali, la perra, tendida al pie de la cama, sobre la alfombra, y Lauren, enterrada bajo el edredón, en el centro de la gran cama.
El apartamento de Lauren sorprendía por la ternura que emanaba. Estaba situado en el primer piso de una casa victoriana de Green Street y se componía de un salón con cocina americana, un amplio dormitorio, un vestidor y un enorme cuarto de baño con ventana. El suelo era de tablas de madera alargadas de color tostado, excepto en el cuarto de baño, donde estaban pintadas de blanco alternando con pequeños cuadrados en negro. Las paredes, blancas, estaban decoradas con dibujos chinos antiguos adquiridos en las galerías de Union Street, y una moldura de marquetería finamente cincelada por las manos de un hábil ebanista de principios de siglo, que Lauren había barnizado en un tono caramelo, bordeaba el techo. Unas alfombras de coco ribeteadas de yute beis delimitaban los espacios del salón, el comedor y la chimenea. Frente al hogar, un gran sofá tapizado en algodón crudo invitaba a arrellanarse. Los escasos muebles dispersos estaban dominados por preciosas lámparas con pantallas plisadas, que había ido adquiriendo a lo largo de los tres últimos años.
La noche había sido muy corta. La guardia de Lauren, doctora interna en el San Francisco Memorial Hospital, se había prolongado mucho más de las veinticuatro horas habituales debido a la llegada, a última hora, de las víctimas de un gran incendio. Las primeras ambulancias habían llegado a urgencias diez minutos antes del relevo y Lauren había comenzado a enviar a los heridos a las diferentes salas de preparación, ante la mirada desesperada de sus compañeros. Con una metodología de virtuoso, auscultaba en unos minutos a cada paciente, le asignaba una etiqueta del color correspondiente a la gravedad de su estado, redactaba un diagnóstico preliminar, ordenaba las primeras pruebas y enviaba a los camilleros a la sala apropiada. La clasificación de las dieciséis personas desembarcadas entre las doce y las doce y cuarto de la noche terminó a las doce y media en punto, y los cirujanos cuya presencia se había requerido pudieron comenzar las primeras operaciones de aquella larga noche a la una menos cuarto.
Lauren había asistido al doctor Fernstein en dos intervenciones seguidas y no regresó a casa hasta que recibió la orden expresa del médico, quien la convenció de que el cansancio le hacía bajar la guardia, con el consiguiente peligro para la salud de sus pacientes.
Salió en plena noche del aparcamiento del hospital al volante de su Triumph y se dirigió a su casa a gran velocidad por las calles desiertas. «Estoy demasiado cansada y conduzco demasiado deprisa», se repetía una y otra vez para luchar contra la somnolencia, aunque la idea de volver a urgencias en camilla, y no por su propio pie, bastaba por sí sola para mantenerla despierta.
Pulsó el mando a distancia de la puerta del garaje y aparcó el viejo automóvil. Pasando por el pasillo interior, subió de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera principal y entró en su casa con una sensación de alivio.
Las agujas del reloj de péndulo colgado sobre la chimenea marcaban las dos y media. Lauren dejó caer su ropa al suelo en medio del gran salón. Completamente desnuda, pasó al otro lado de la barra para prepararse una infusión. Los tarros que adornaban la estantería contenían toda clase de hierbas, como si a cada momento del día le correspondiera un aroma. Dejó la taza en la mesita de noche, se acurrucó bajo el edredón y se durmió en el acto. El día anterior había sido demasiado largo, y el que se anunciaba exigía levantarse temprano. Aprovechando los dos días de fiesta, que por una vez coincidían con el fin de semana, había aceptado una invitación para ir a casa de unos amigos, en Carmel. Y aunque el cansancio acumulado justificaba plenamente dormir toda la mañana, nada habría podido hacerle retrasar aquel despertar tan temprano. A Lauren le encantaba ver amanecer en la carretera que, bordeando el Pacífico, une San Francisco con la bahía de Monterrey. Medio dormida, buscó a tientas el botón para enmudecer el despertador. Se restregó los ojos con las manos cerradas y dedicó la primera mirada a Kali, tendida en la alfombra.
– No me mires así. Ya no formo parte de este planeta. -Al oír su voz, la perra se apresuró a rodear la cama y apoyó la cabeza en el vientre de su ama-. Voy a dejarte dos días, pequeña. Mamá pasará a buscarte hacia las once. Aparta, voy a levantarme y a ponerte algo de comer.
Lauren estiró las piernas, dio un largo bostezo estirando los brazos hacia arriba y saltó de la cama con los pies juntos.
Pasó detrás del mostrador frotándose el pelo, abrió el frigorífico, bostezó de nuevo y sacó mantequilla, mermelada, tostadas, una lata de comida para perros, una bolsa abierta de jamón de Parma, un trozo de Gouda, una botella de leche, un cuenco de compota de manzana, dos yogures naturales, cereales y medio pomelo; el otro medio se quedó en el estante inferior. Como Kali la observaba moviendo la cabeza, Lauren la miró con cara de enfado y dijo:
– ¡Tengo hambre!
Como de costumbre, primero preparó el desayuno de su protegida en un pesado plato de barro.
A continuación llenó su bandeja y la llevó a la mesa de trabajo. Desde allí, volviendo ligeramente la cabeza, podía contemplar Sausalito y sus casas colgadas de las colinas, el Golden Gate que comunicaba los dos lados de la bahía, el puerto pesquero de Tiburón y, a sus pies, los tejados que se extendían, escalonados, hasta La Marina. Abrió la ventana de par en par. La ciudad se hallaba sumida en el silencio; tan sólo las sirenas de los cargueros con destino a China, mezcladas con los gritos de las gaviotas, acompasaban la languidez de la mañana. Se estiró de nuevo y atacó con apetito el pantagruélico desayuno. La noche anterior no había cenado por falta de tiempo. Tres veces había intentado comerse un sandwich, pero las tres veces había sonado el busca, reclamándola para que atendiera otra urgencia. Cuando conocía a alguien y le preguntaba a qué se dedicaba, ella respondía invariablemente: «A correr.» Tras haber devorado buena parte del festín, dejó la bandeja en el fregadero y se dirigió al cuarto de baño.
Introdujo los dedos entre las láminas de madera de la persiana para inclinarlas, se quitó el camisón blanco de algodón, lo dejó en el suelo y se metió en la ducha. El potente chorro de agua templada acabó de despertarla.
Al salir de la ducha se enrolló una toalla alrededor de la cintura, dejando las piernas y los pechos al aire.
Hizo un mohín frente al espejo y se decidió por un maquillaje ligero. Se puso unos vaqueros y un polo, se quitó los vaqueros, se puso una falda, se quitó la falda y volvió a ponerse los vaqueros. Sacó del armario una bolsa de lona, metió algunas prendas y el neceser, y consideró que ya estaba preparada para comenzar el fin de semana. Al volverse, vio el desorden reinante -ropa por el suelo, toallas desperdigadas, cacharros en el fregadero, la cama deshecha- y dijo en voz bien alta, con determinación, dirigiéndose a todos los objetos del lugar:
– ¡Ni una palabra! ¡Ni rechistar! ¡Mañana volveré pronto y os arreglaré para toda la semana!
Luego tomó papel y bolígrafo y redactó una nota, antes de pegarla a la puerta del frigorífico con un gran imán en forma de rana.
Mamá:
Gracias por ocuparte de la perra. No se te ocurra ordenar nada. Lo haré yo cuando vuelva.
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