Fernand-Pierre Vidal - En las fuentes de la alegría con San Francisco de Sales
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- Libro:En las fuentes de la alegría con San Francisco de Sales
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1964
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En las fuentes de la alegría con San Francisco de Sales: resumen, descripción y anotación
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Francisco nació el 21 de agosto de 1567 en el Castillo de Sales, en Saboya. Su madre, Francisca de Sionnaz, aún no había cumplido los dieciséis años; su padre contaba alrededor de cuarenta y cinco. Tal desproporción, que ahora nos parece extraña, no asombraba en absoluto en aquella época; y quizá esté ahí la fuente secreta de la gracia ingenua, del candor del alma, de la delicadeza y frescura de sentimientos que concurrieron en el futuro obispo de Ginebra, junto a la madurez de espíritu, prudencia y ponderación de juicio.
La madre de Francisca entregó como dote a su hija el señorío de Boisy, poco distante del de Sales, a condición de que su esposo adoptase ese nombre; así se explica que, desde entonces, se llamase al Sr. de Sales, Sr. de Boisy. Muy pronto tuvo el niño a su lado un preceptor, el Sr. Déage, sacerdote recto y austero, de carácter más bien áspero y de una abnegación absoluta. Sus maneras rudas, a veces extrañas y totalmente desprovistas de gracia, procuraban al joven Francisco continuas ocasiones de ejercitar la tolerancia, la paciencia y la dulzura, virtudes estas en las que llegaría a sobresalir.
El Sr. de Boisy empezó a temer que «el exceso de mimos», sobre todo por parte de su esposa, llegara a ser contraproducente en la formación viril que quería para su hijo. Y decidió enviarle, con solo seis años, a la vecina escuela de La Roche y después a la de Annecy. Sus pequeños camaradas sintieron hacia él una amistad llena de respeto. A los doce años dijo que quería ser sacerdote y pidió recibir la tonsura. Como eso en nada comprometía su futuro, el Sr. de Boisy no puso obstáculos. Pero tenía para su hijo muy distintos proyectos, por lo que al cumplir quince años, Francisco fue enviado a París para cursar allí sus estudios.
En el colegio de Clermont, dirigido por los jesuitas, siguió los cursos de célebres maestros; estudió retórica y filosofía y, por elección propia, griego, hebreo y teología. Como su padre «había pedido al Sr. Déage que su hijo aprendiera todo lo que era propio de la nobleza», Francisco tuvo además que dedicarse a la esgrima, la equitación y la danza. Estos ejercicios le ayudaron en su desarrollo físico de adolescente, confiriéndole una agilidad de movimientos, una soltura y una gracia, que más adelante contribuyeron a su poder de atracción. Mas por entonces una prueba íntima, con su fuerza purificadora, templó esta alma dilatándola para siempre en la alegría de la amistad divina:
En aquella época se discutía apasionadamente en las Escuelas el problema de la predestinación. La doctrina que sostenía la vieja Sorbona, pretendiendo apoyarse en san Agustín y santo Tomás —a quienes excedía y deformaba—, era que por una decisión absoluta de su voluntad soberana, Dios destinaba a los hombres a la salvación o a la condenación sin tener en cuenta sus méritos. ¡Qué angustia para el corazón de Francisco! ¿Cómo estar seguro de no encontrarse entre aquellos a los que la voluntad divina condena a las penas eternas y a la privación perpetua del amor de Dios? ¿Es realmente así como Dios manifiesta su misericordia para con los que destina a su gloria y su justicia para los que condena?
Para no caer en la desesperación, Francisco tuvo que sostener una lucha extenuante. Su salud se resintió por ello, y el trabajo excesivo a que se había sometido en sus estudios le agotó, hasta el punto de que al principio ni siquiera lograba ver cuánto más conforme era a la sabiduría y a la bondad divinas la opinión de los jesuitas, que, aun manteniendo la gratuidad de la predestinación —puesto que la elevación al orden sobrenatural sobrepasa las fuerzas naturales—, pone de relieve los méritos y deméritos de los hombres, que Dios tiene previstos, y según los cuales Él predestina a la gloria o al castigo.
Francisco estudiaba las razones, sopesaba los motivos que le movían a abrazar una u otra tesis, pero no conseguía decidirse. Este desconcierto tan cruel no podía calmarse solo mediante el razonamiento. Además, Francisco no había cesado de invocar el auxilio de lo alto. Y un día, al entrar, según su costumbre, en la iglesia de Saint-Etienne des Grés, se arrodilló a los pies de la imagen de la Virgen, cogió una tablita que estaba colgada en la balaustrada de la capilla y leyó en ella la oración «Acordaos, oh piadosísima Virgen María…». Inmediatamente desapareció la duda. La luz divina alumbró su espíritu y cautivó su mente, madura ya tras esa dolorosa lucha de seis semanas. En agradecimiento, «consagró a Dios y a la Virgen su virginidad, y, en memoria y testimonio de esto, se comprometió a rezar el rosario todos los días de su vida».
Esta crisis fue decisiva en la vida de Francisco. Además de fortalecer su profunda devoción a la Virgen, lo afianzó en el optimismo, al que se sentía inclinado por temperamento, y lo confirmó en la confianza y abandono filial en Dios, a los que le impulsaba su alma. Este optimismo, esta gozosa confianza, iluminarán más tarde su dirección espiritual.
En el verano de 1588 Francisco ya estaba de vuelta en Sales. Pero permaneció allí poco tiempo. Su padre, que quería para él una formación amplia y sólida, le envió a Padua, cuya Universidad era tan ilustre como la de París. En Padua estudió sobre todo Derecho y profundizó sus conocimientos teológicos. Tras una brillante defensa de su tesis, que le valió el título de doctor «en Derecho civil y canónico», emprendió el camino de vuelta, y, después de visitar Venecia, Loreto y Roma, regresó a Saboya.
¡Qué hermosos sueños de futuro se había forjado el Sr. de Boisy para su hijo mayor, de quien se sentía tan orgulloso! Le regaló una propiedad, cuyo nombre llevaría Francisco: se le llamará desde entonces Sr. de Villaroget; le envió a Chambery, y allí fue recibido como «abogado del soberano Senado»; le presentó a una familia de la alta nobleza, cuya hija sería para él una perfecta esposa… Bruscamente se desvanecieron esos sueños. Francisco, tras haber vacilado durante un tiempo por temor de contrariar excesivamente a su padre, le comunicó que estaba resuelto a consagrar su vida a Dios y sería sacerdote. Sucedió por entonces algo que ayudó al Sr. de Boisy, por otra parte profundamente cristiano, a aprobar la decisión de su hijo: el deán del cabildo de la catedral había muerto, y Monseñor de Granier, obispo de Ginebra, había dado los pasos necesarios para lograr que Roma otorgara el cargo vacante al Sr. de Villaroget. ¡Cómo no iba a sentirse halagado el Sr. de Boisy por esta designación que convertía a su hijo en el primer personaje eclesiástico después del obispo! Francisco de Sales fue ordenado sacerdote el 18 de diciembre de 1593. Muy pronto se le presentó una vasta empresa, difícil y audaz: la evangelización del Chablais. Esta región, perteneciente a la diócesis de Ginebra y que se extendía desde el lago Léman a los montes de Faucigny, se había pasado al calvinismo hacía sesenta años y seguía tenazmente adicta al mismo. Los calvinistas ocuparon Ginebra en 1534 y expulsaron al obispo de su sede episcopal. Desde entonces, los obispos de Ginebra establecieron su residencia en Annecy, aunque conservaban el título de Príncipe-Obispo de Ginebra, como sus predecesores, que, antes de la Reforma, ejercían jurisdicción espiritual y temporal en la diócesis.
Esta empresa, en la que el duque de Saboya estaba muy interesado, se la propuso Mons. Granier al deán, que la aceptó con prontitud. No hay más remedio que admirar sin reservas el heroísmo del misionero, durante los cuatro años que pasó en el Chablais. Ni la obstinación de los protestantes, que se negaban a escuchar su palabra, ni los rigurosos fríos del invierno, ni los atentados que estuvieron a punto de costarle la vida, ni las dificultades de toda clase —llegaron a prohibir que fueran a escuchar al «papista»—, que intentaban paralizar su acción, lograron hacerle desistir de su empeño.
Como los habitantes de Thonon no venían a escuchar sus sermones, decidió ponerlos por escrito; y todas las semanas, durante casi dos años, hizo distribuir por las casas del pequeño pueblo sus instrucciones sobre la doctrina cristiana. Esas hojas, que se encontraron sesenta años más tarde en los archivos de la casa de Sales, fueron reunidas y publicadas en un compendio titulado «Las Controversias» o «Meditaciones sobre la Iglesia». Su argumentación precisa y exacta, presentada en un estilo sobrio y ágil, obliga a reflexionar, despeja las dudas y prepara a la adhesión. Roturar el campo costó mucho tiempo, pero la cosecha fue magnífica: a finales de 1598 todo el Chablais había vuelto a la fe de la Iglesia Romana. Mientras tanto, Mons. de Granier había solicitado al Soberano Pontífice que nombrara al deán su coadjutor. Y Francisco, pese a su resistencia al honor del episcopado, acabó aceptando, no queriendo oponerse a la voluntad de Dios que así se le manifestaba. Y en los últimos meses del año 1598 marchó a Roma a buscar las bulas o documentos que lo acreditaban como obispo coadjutor de Ginebra. Recién vuelto a Saboya, Francisco se vio obligado a trasladarse a París con una misión delicada que le había encomendado Mons. de Granier: obtener de Enrique IV que las parroquias católicas del país de Gex (entre el lago Léman y el Franco-Condado), retenidas por los protestantes, fueran devueltas a los católicos. El asunto supuso mucho tiempo, y obligó a Francisco a prolongar su estancia en la capital, donde estuvo en contacto con la sociedad más distinguida. Allí frecuentó especialmente el círculo de la Sra. Acarie, cuya discreción y profunda piedad admiraba. Y, sobre todo, predicó. Predicó la cuaresma en la «Capilla de la reina» en el Louvre; predicó en Fontainebleau ante Enrique IV; predicó en numerosas iglesias y capillas, donde multitudes de fieles acudieron con interés a escucharle.
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