¡No ocultéis los sueños! No aturdáis vuestros sueños, concededles espacio y atreveos a contemplar horizontes amplios, atreveos a contemplar lo que os espera si tenéis el valor de construirlos juntos.
En la vida no dejamos de caminar y nos convertimos en aquello hacia lo que nos dirigimos. Elijamos el camino de Dios, no el del yo; el camino del sí, no el del sí mismo. Descubriremos que no hay imprevisto, ni pendiente, ni noche que no se pueda afrontar con Jesús.
PREFACIO
Mi deseo
Mi deseo se resume en una palabra: «sonrisa».
La inspiración me la dio uno de los últimos países que visité: Tailandia. Lo llaman el país de la sonrisa, porque en él la gente sonríe mucho, es especialmente amable, noble, unas cualidades que se sintetizan en ese gesto facial y se reflejan en el porte. Esa experiencia me impresionó mucho y me ha llevado a concebir la sonrisa como una expresión de amor, de afecto, típicamente humana.
Cuando miramos a un recién nacido, algo nos impele a sonreírle, y si en su pequeño rostro también se dibuja una sonrisa sentimos una emoción simple, ingenua. El niño responde a nuestra mirada, pero su sonrisa es mucho más «poderosa», porque es nueva, tan pura como el agua de un manantial, y despierta en nosotros, los adultos, una íntima nostalgia de la infancia.
Esto se produjo de manera única entre María, José y Jesús. Con su amor, la Virgen y su esposo arrancaron una sonrisa a su hijo recién nacido, pero, cuando esto sucedió, sus corazones se llenaron de una alegría nueva, celestial, y el pequeño establo de Belén se iluminó.
Jesús es la sonrisa de Dios. Vino al mundo para revelarnos el amor del Padre, su bondad, y la primera manera en que lo hizo fue sonriendo a sus padres, como cualquier recién nacido. Y, gracias a su extraordinaria fe, la Virgen María y san José supieron recibir el mensaje, reconocieron en la sonrisa de Jesús la misericordia que Dios les mostraba, a ellos y a todos los que aguardaban su llegada, la del Mesías, el Hijo de Dios, el rey de Israel.
Pues bien, queridísimos hermanos, nosotros revivimos esta experiencia en el pesebre: mirar al Niño Jesús es sentir que Dios nos sonríe, que sonríe a todos los pobres de la tierra, a todos los que esperan la salvación y aguardan un mundo más fraternal, donde ya no haya guerras ni violencia, donde cada hombre y mujer puedan vivir con la dignidad propia de los hijos e hijas de Dios.
A veces resulta difícil sonreír, por muchos motivos. En esos momentos necesitamos la sonrisa de Dios y el único que puede ayudarnos es Jesús, que es el único Salvador, como experimentamos en ocasiones de forma concreta en nuestra vida.
Otras veces las cosas van bien, pero en esos casos existe el peligro de sentirse demasiado seguros y de olvidarse de los que padecen. Así que también necesitamos la sonrisa de Dios para que nos libre de las falsas certezas y nos devuelva el gusto por las cosas sencillas y gratuitas.
De manera que, queridísimos hermanos, intercambiemos este deseo, que vale para siempre: dejémonos sorprender por la sonrisa de Dios, que Jesús vino a traernos. Él es la sonrisa. Acojámoslo, dejemos que nos purifique y así podremos regalar también a los demás una sonrisa humilde y sincera.
Llevad este deseo a vuestros seres queridos, a casa, sobre todo a los enfermos y a los más ancianos: que sientan la caricia de vuestra sonrisa. Porque es una caricia. Sonreír es acariciar, acariciar con el corazón, con el alma. Y permanezcamos unidos en la oración.
La esperanza no decepciona
El optimismo decepciona, ¡la esperanza no! Y la necesitamos mucho en estos tiempos oscuros, en los que a veces nos sentimos perdidos ante el mal y la violencia que nos rodean, ante el dolor de muchos de nuestros hermanos. ¡Hace falta esperanza! Nos sentimos extraviados y también un poco desanimados, porque creemos que no podemos hacer nada y que la oscuridad no tiene fin. Pero no debemos permitir que la esperanza nos abandone, porque Dios camina con su amor junto a nosotros. Cualquiera puede afirmar: «Confío porque Dios está conmigo».
La felicidad de la humanidad compartida
En este mundo que corre sin un rumbo común, se respira un ambiente donde «la distancia entre la obsesión por el propio bienestar y la felicidad que procura la humanidad compartida parece ensancharse hasta el punto de que cabe pensar que existe un auténtico cisma entre el individuo y la comunidad humana. Porque una cosa es sentirse obligados a vivir juntos y otra apreciar la riqueza y la belleza de las semillas de vida en común que debemos buscar y cultivar juntos». La tecnología no deja de progresar, pero «¡qué bonito sería si al crecimiento de las innovaciones científicas y tecnológicas se uniera una mayor equidad e inclusión social! ¡Qué bonito sería si, al mismo tiempo que descubrimos nuevos planetas lejanos, redescubriéramos las necesidades de nuestro hermano y de nuestra hermana, que orbitan a nuestro alrededor!».
Las noches de nuestra vida
Todos tenemos una cita con Dios en la noche de nuestra vida, en las numerosas noches de nuestra vida; son momentos oscuros, de pecado y desorientación. En ellos tenemos una cita con Dios, siempre. Él nos sorprenderá inesperadamente, cuando nos quedemos verdaderamente solos. En esa noche, mientras combatimos contra lo desconocido, tomaremos conciencia de que somos unos pobres hombres —me permito decir unos «desgraciados»—, pero no debemos temer cuando nos sintamos «desgraciados», porque en ese momento Dios nos concederá un nuevo nombre que contendrá el sentido de toda nuestra vida; nos cambiará el corazón y nos dará la bendición reservada a los que han permitido que Él los transforme. Esta es una invitación en toda regla a que permitáis que Dios os cambie. Él sabe cómo hacerlo, porque nos conoce a todos. «Señor, tú me conoces», podemos decir todos. «Señor, tú me conoces. Cámbiame».
¡Venid a mí!
En el evangelio de san Mateo, Jesús sale en nuestra ayuda con las siguientes palabras: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11, 28). La vida es a menudo difícil, en muchas ocasiones incluso trágica. Trabajar es fatigoso, buscar trabajo también. ¡Y hoy en día es tan extenuante encontrar trabajo! Pero esto no es lo que más nos pesa en la vida, lo que más nos pesa es la falta de amor. Pesa no recibir una sonrisa, no ser acogidos. Pesan ciertos silencios, en ocasiones incluso en el seno de la familia, entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos. Sin amor la fatiga es más difícil de sobrellevar, intolerable. Pienso en los ancianos que están solos, en las familias que sufren por no recibir ayuda para mantener a quien en casa necesita atenciones y cuidados especiales. «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados», dice Jesús.
El lado bueno del tapiz
El amor que se da y que obra se equivoca a menudo. El que actúa y arriesga suele cometer errores. En este sentido, puede ser interesante el testimonio de Maria Gabriela Perin, huérfana de padre desde que nació, que reflexiona sobre la manera en que este hecho ha influido en su vida, en una relación que no duró, pero que la convirtió en madre y ahora en abuela: «Lo que sé es que Dios crea historias. Con su genio y su misericordia, coge nuestros triunfos y nuestros fracasos y teje unos maravillosos tapices llenos de ironía. El revés de la tela puede parecer caótico, con los hilos enmarañados —los sucesos de nuestra vida—, y quizá sea el lado que no nos deja en paz cuando dudamos. Pero en el lado bueno del tapiz hay una historia magnífica y este es el lado que ve Dios».